Adelantos: Un tlacuache salvó este libro del fuego

¿Qué significa extinguirse? ¿La memoria garantiza nuestra permanencia en este mundo? Los cuentos aquí reunidos exploran estas grandes preguntas a través de distintas extinciones animales y humanas, en entornos naturales y virtuales. Y un tlacuache —descendiente de aquella criatura mítica que nos trajo el fuego—, consciente de su próxima desaparición, intenta revertir la hazaña y rescatar estas cinco historias para preservar si no los diferentes tipos de vida, al menos sí su rastro.

Texto de 03/08/21

¿Qué significa extinguirse? ¿La memoria garantiza nuestra permanencia en este mundo? Los cuentos aquí reunidos exploran estas grandes preguntas a través de distintas extinciones animales y humanas, en entornos naturales y virtuales. Y un tlacuache —descendiente de aquella criatura mítica que nos trajo el fuego—, consciente de su próxima desaparición, intenta revertir la hazaña y rescatar estas cinco historias para preservar si no los diferentes tipos de vida, al menos sí su rastro.

Tiempo de lectura: 12 minutos

La extinción de las bestias es un acto de amor

—¿Amas a Dios, Sara?

—Intensamente. —Ésa es mi respuesta natural. Ni siquiera tengo que pensarlo.

—¿Sin reservas?

—Sin reservas y sin límites, mentora. Mi cuerpo y mi alma son Suyos por entero. Él lo sabe.

Ardo de emoción. Decir esas palabras hace que mi sentimiento y mi entrega cobren vida a través de mi boca. Sin embargo, mi mentora no se conmueve.

Sus labios finos permanecen tiesos. Unas tensas arrugas se le dibujan en la frente, de por sí estirada por el vigor con el que un chongo alto recoge todo su cabello. Inclina la cabeza y la apoya sobre su mano izquierda.

—Entonces, ¿por qué no me dices con quién te estás viendo, Sara? —me interroga. La sobriedad, la omnipresencia de todo su uniforme gris me sobrecoge—. ¿Quién es esa chica morena que está siempre contigo?

—Mentora… —Por un instante, bajo los ojos y veo mis piernas bien cerraditas que descansan sobre la silla, cubiertas por la falda color crema del uniforme—. No sé a qué se refiere con “verme con alguien”. —Soy sincera—. Alexa y yo sólo tenemos una amistad intensa. Estamos unidas entre nosotras y esa unión refuerza nuestros vínculos con Dios. Nuestra amistad nos alimenta, nos fortalece en los días difíciles de servicio a nuestra Obra.

—Y esa amistad intensa… —La mentora me examina brevemente desde la silla del despacho— … ¿incluye besos, Sara?

No logro eludir la mirada de mi mentora. Me enrojezco más de lo que soy capaz de controlarme. Pero ella sacude la cabeza y junta las manos sobre el escritorio. Su mirada no es complaciente, pero tampoco son los ojos más duros que le conozco.

—Sara, está bien. No tiene nada de malo —asegura—. Todas aquí hemos tenido “amistades intensas” con alguna hermana. No lo hacemos por placer. Ni por desobediencia. Sólo son… roces naturales de la vida comunitaria.

Esboza casi una sonrisa suave.

—No tiene nada de malo —reitera—. Pero de todos modos, Sara, voy a pedirte que cortes todos tus vínculos con Alexa.

—¿Por… por qué?

Mi voz tiembla. Sé que mis ojos esbozan una súplica sincera, pero la mentora se pone de pie y cruza sus manos detrás de su saco gris. Me da la espalda.

—¿Acaso no puedes hacerlo por Dios, Sara? Eso es lo que implica el amor sin reservas.

Yo… yo sé que eso es el amor sin reservas. Sé que me debo a Dios antes que a nadie. Pero ¿por qué?

No digo nada, sin embargo. Sólo asiento, con lentitud, mientras la mentora no puede verme.

—Sara, allá afuera, en el mundo, hay mucha necesidad de vida. —La mentora se pasea por el despacho, las manos aún detrás de la espalda—. A cada minuto, el silencio avanza. La muerte avanza. Los hombres y las mujeres civiles que se unen en Santo Matrimonio allá afuera no consiguen contener a la muerte: a su silencio y a su vacío, tú lo sabes.

»Allá afuera, la tierra requiere de nosotras. Requiere de ti, Sara. Requiere de tu vientre fértil, necesita… ¡La tierra está urgida de que tú produzcas vida! Dios y la desolada tierra exigen tu multiplicación, pero tu vientre permanece vacío y estéril, Sara.

Asiento y reconozco mi imperfección. Bajo la cabeza y cierro los ojos para recibir con más humildad el sermón de mi mentora.

—Hace casi dos años que lo intentas y no has conseguido multiplicar la vida, Sara. Otras compañeras de tu edad ya lo han logrado. Ya han tenido su primer parto. Muchas ya esperan el segundo. Pero, ¿tú, Sara? ¿Qué hay contigo?

Siento muy cerca la presencia de mi mentora. Abro los ojos y la descubro a mi lado, en cuclillas, mirándome con una expresión fervorosa e implorante.

—¿Qué pecado albergas tú, Sara, que Dios te considera indigna de multiplicarte?

—No lo sé, mentora. —Y de verdad lamento no cumplir lo que el Señor me exige.

—Yo tampoco. —Se pone de pie, junta las manos y hace una respiración profunda mientras mira hacia lo alto para invocar la sabiduría de nuestro Señor—. Yo tampoco, pero soy tu mentora, Sara. Mi trabajo es ayudarte.

»Y ya te he ayudado de todas las maneras que he podido. Hemos practicado tu respiración. Hemos practicado tus consignas. Te he aconsejado todo lo que puedo aconsejarte para que permanezcas en total entrega durante el Acto Multiplicatorio. Y no funciona, Sara.

La mentora me mira con ojos sufrientes. Sé que también a ella la hiero con mi fracaso.

—Lo único que se me ocurre es que te prepares y le ofrezcas a Dios una renuncia. Ofrécele un acto de amor desesperado. Demuéstrale que Él para ti lo es todo y que te puedes desprender hasta de lo más preciado en Su nombre. Quizá eso purifique tu corazón de algún pecado que ni tú ni yo estamos viendo. Y Dios te considerará digna. —Ahora sí, los ojos de mi mentora son severos—. Por eso te hablaba de Alexa.

Mi mentora debe de notar que mi expresión no refleja convencimiento, pues reitera:

—Dime, Sara, ¿qué es tu amistad con Alexa, frente a la posibilidad de servir al Señor, a tu entrega para detener el silencio y la muerte? ¿Qué es Alexa frente a todas las vidas que tu vientre está ansioso por ofrecer y multiplicar?

—Mi vientre está ansioso, es verdad, mentora —murmuro, con la cabeza baja y las manos entrelazadas sobre la tela dulce de mi falda.

Mi vientre está ansioso. Siento su hambre y su ardor debajo de mi piel imperfecta. Nada deseo más que ser útil y darle vidas a mi Señor. Repoblar la tierra. Avanzar la vida como el pasto por todos los confines de este planeta gris, para que en todos lados se escuche nuestra risa y nuestras alabanzas.

Nada deseo más que la misión para la cual he sido llamada. Nada deseo más, pero Alexa…

—Renuncia a Alexa, Sara. Hazlo en nombre del Señor —dice mi mentora.

Alexa…

Mi memoria siempre estará iluminada por la primera vez que la vi. Su piel oscura que acentúa todavía más lo pulcro y reluciente de nuestros uniformes. Preciosa con su cola de caballo negra, larguísima. Su mentón fino. Sus ojos ligeramente rasgados.

La gracia con la que se movía aquella mañana, en la oración en comunidad del amanecer… La gracia con la que alzaba su pecho y sus manos para cantar a Dios desde el coro. Era la primera vez que veía a esa hermana, pero una sola vez me bastó para saber que su gracia no podía ser otra que la gracia divina.

No estoy diciendo que yo haya sentido por ella algo, una inclinación basada en su belleza física o en el pecado de la carne. Sólo la vi y tuve mucha curiosidad por escuchar su nombre, por saber qué le gustaba hacer y pensar: por hablarle.

Sólo tuve muchas ganas de ser su amiga.

Además, sus ojos tenían esa luz indómita que sólo tienen las hermanas que son reclutadas en sus años tardíos.

Yo sé que no tengo esa luz. Fui reclutada a los trece años. Cuando sucedió, no quería que me reclutaran para la Obra. Pero mi visión era nublada e imperfecta. Mis propias faltas me impedían ver que el Señor me llamaba a un camino limpio, lleno de amor, a Su lado. Yo, con mi corazón sucio, jamás habría podido concebir para mí algo tan perfecto.

No tengo la luz de Alexa, pero tengo otra que también es muy fuerte, pues al haber sido reclutada tan joven, no conozco otra cosa que la obediencia al Señor.

En cambio ellas, las hermanas que son reclutadas más tarde, muchas veces porque ya han pecado y han buscado el placer y han inflamado sus vientres fuera de la bendición del Santo Matrimonio… Ellas sí conocen otra cosa.

Algo en ellas me fascina porque su obediencia no es natural, es aprendida. La libertad, cierta ansia salvaje, cierto impulso de entregarse a la muerte y al placer pervive siempre en sus ojos. Sin embargo, aunque ese atisbo no se va, ellas eligen a Dios, todos los días. Eso es algo que admiro.

Quería preguntarle a Alexa, aunque todavía no sabía su nombre, qué se siente y cómo es crecer en el mundo de afuera.

Varios días la estuve buscando en el comedor comunitario. Su Collar de la Confianza estaba teñido de rojo. Ése era el signo de que ella ya esperaba una vida, aunque su vientre, su figura suave, apenas y lo delatara. Eso, más el hecho de que nunca la hubiera visto antes, confirmaba mi suposición de que había sido reclutada de forma tardía, quizá precisamente porque la vida que llevaba en su vientre había sido concebida en un acto pecaminoso de la carne. Dios la había llamado a Su Obra, pues, para purificarla.

Aquella debía ser su primera multiplicación. Y, mientras que las hermanas que ya son fructíferas se sientan en el comedor siempre con sus niños, las que aún no damos vida compartimos los alimentos juntas, sabiendo que no los compartiremos para siempre pues, un día, también nosotras nos rodearemos de la risa y la alegría con la que Dios nos bendecirá a través de nuestros vientres dispuestos.

Así pues, busqué a Alexa con afán entre las hermanas todavía sin frutos.

La descubrí tomando sus alimentos en una mesa apartada. Me sorprendió que una chica que alumbraba como la vida misma, que era capaz ella sola de infundirnos a todas de amor por la dulzura con la que cantaba en el coro, no estuviera en el centro, charlando como el alma de su mesa.

Por el contrario, se alimentaba en silencio, con gestos suaves. Tenía a un lado de su plato una pequeña libreta en la que, después de cada bocado, se ponía a anotar cosas.

No le pedí permiso. Sólo me senté frente a ella, en la misma mesa. Ella alzó su mirada hacia mí por un instante y me sonrió.

Después de un rato en que las dos comimos en silencio, yo —quizá torpe, quizá con impertinencia— le pregunté qué era lo que anotaba en su libreta.

—Estoy escribiendo una canción para Dios —me dijo, con una voz prístina y sincera—. Una canción sobre cómo Dios nos ama por medio del océano.

Me emocioné. De inmediato le dije que yo amaba el océano, aunque no lo conocía. En mi corazón, desde siempre había sentido un llamado hacia esas aguas grises e inmensas que nos envuelven por tres de los cuatro costados de la tierra. Quería lavar mi cuerpo frágil en una playa. A veces me soñaba a mí misma así. A veces me soñaba en la playa del Pacífico en la que Santa Rebeca de Monraz, nuestra fundadora, descubrió que nuestro mundo de pecado estaba encaminado hacia la muerte y la extinción porque todos le daban la espalda a la vida. Entonces sintió la voz de Dios en su alma, lo dejó todo y se puso a multiplicar la vida con intensidad, ofrendando su vientre fértil para frenar el avance del silencio y de la muerte, sentando el ejemplo para nosotras, las herederas de su Obra.

—Entiendo tu fascinación —me dijo Alexa, con un gesto de genuina empatía—. El mar es un acto de amor de Dios hacia nosotros.

—Tú… ¿conoces el mar? —le pregunté, ansiosa—. Es decir, perdón si te ofendo, pero da la impresión de que tú creciste en el mundo de afuera. Por eso pienso que quizá has visto el océano.

Alexa se rio.

—Sí, lo conozco —dijo—. Y puedo decirte que el mar es muy feo… —Se detuvo un instante y analizó mi rostro, como si se preguntara si ya nos conocíamos—. Perdón, creo que no te he preguntado tu nombre. ¿Cómo te llamas?

—Sara.

—Sara. —Me analizó—. No tienes cara de Sara. Tú lo que pareces es un conejito asustado. —Soltó una risilla—. Voy a llamarte Usagi, si no te molesta.

—¿Usagi?

—Significa “conejo”, en una lengua antigua. —Luego añadió, como para excusarse por poseer conocimiento potencialmente impropio en una de nosotras—. Lo leí en algún sitio, mucho antes de que me reclutaran.

—Usagi… —repetí con suavidad, acariciando el nombre, haciéndolo mío.

—Yo me llamo Alexa —se presentó.

Luego retomó el tema:

—Bueno, Usagi, el mar es terrible. Es espantoso. No creas que existen las playas o que hay arena dorada al sol, como describe Santa Rebeca en sus memorias. No. —Negaba con la cabeza—. Es nada más una inundación gris y sin límites desde la que se asoman casas y torres muy altas. Escombro. Árboles muertos. Es triste ver el océano.

Asentí. Ya lo sabía. El mar que a mí me daba nostalgia era el mar de hacía más de cien años, de cuando había vivido Santa Rebeca.

—Pero aun con todo lo terrible que es, yo creo que el mar es un acto de amor de Dios hacia nosotros —dijo Alexa.

»De eso se trata mi canción. Porque Dios subió los niveles del mar y lo inundó todo. Y extinguió a las bestias y destruyó los bosques y cambió los climas. Aniquiló muchas cosas que nos daban alegría y sustento. Eso hizo la vida más difícil para nosotros.

La forma de hablar de Alexa era armoniosa y fascinante, como si ya estuviera cantando.

—Pero lo hizo por amor —continuó—. Lo hizo para probar nuestra fidelidad: para ver si seríamos capaces de seguir amando la vida y expandiéndola en un mundo más hostil, sin playas y sin hermosas bestias. Dios nos probó para ver qué tan persistentes somos con Su mandato, con ese mandato antiquísimo que incluso gente atrasada como los judíos y los cristianos reconocían: “Creced y multiplicaos”.

»Mucha gente no fue fiel y, por eso, sucumbió a la tentación del silencio y de la muerte. Prefirieron renunciar a la vida y dejar de multiplicarse. Ya no trajeron más niños al mundo porque les parecía que el mundo se había vuelto un lugar demasiado terrible.

»Pero a quienes persistimos en la vida y en la multiplicación; a quienes le damos un “Sí” amoroso a Dios, él nos ha recompensado. Dios nos enseña con su amor que, aun en un mundo sin playas y sin bestias y con tanto desierto, todavía nos quedan muchas cosas hermosas para disfrutar. Todavía hay un gran consuelo para nuestra especie desdichada. Porque no pasa un día sin que veamos algo bello, ¿no te parece, Usagi?

Asentí levemente, pero de inmediato le hice una pregunta confirmatoria:

—Entonces, ¿tú crees que Dios nos prueba por amor?

—Sí, para después mostrarnos algo hermoso sobre la vida.

En ese tiempo, Dios me estaba sometiendo a mí a una dura prueba.

Yo cumplí dieciocho años en abril del Año 174 de la Restauración. Y con ello vino mi debut, la consumación para la que largamente me había preparado.

En abril del Año 174, en mi día más fértil del mes, me presenté para mi primer Acto Multiplicatorio.

Lo que tenía que hacer era muy sencillo: cubrir todo mi cuerpo con la inmaculada Túnica de la Pureza y tenderme ahí, sobre el lecho. Luego debía respirar, repetir mentalmente mis consignas para ayudarme a no sentir placer, a no moverme, a no molestar al oficial asignado mientras hacía su trabajo de intermediario.

A través del cuerpo del oficial que me sería asignado para ese día, yo recibiría una vida directa de Dios.

Era así. Un procedimiento bastante limpio y sencillo. Pero cometí una estupidez.

Me dejé llevar por habladurías, por cosas conspicuas que decían mis hermanas. Otras primerizas, como yo.

Mis hermanas hablaban no del placer de la carne, sino del amor. ¿Qué se sentiría ser amadas? Un beso en la mejilla. Una mano que te recorriera toda la espalda. Una caricia en el vientre. Es verdad que el amor de Dios nos inunda y nos hace explotar. Yo siento a Dios en mí. Nunca lo dudo. Pero Dios nunca ha venido hasta mí a acariciarme la mejilla con ternura.

Esa habladuría ya estaba dentro de mí. Así que cuando vi ingresar al oficial a la habitación en la que consumaríamos el Acto Multiplicatorio…

El oficial era bien parecido. Era muy joven, muy pulcro; tenía una barbilla bien afeitada y el cabello liso y oscuro le caía con descuido sobre unas facciones dulces y también terribles. Era así. No era un señor calvo, en mala forma y con mal aliento, como a algunas hermanas les tocaba desde su primer Acto. Como (de sobra estamos preparadas) a cualquiera de nosotras, en cualquier momento, puede tocarnos que nos asignen.

Entonces yo… Aunque ardía de timidez, aunque lo sabía incorrecto, reuní un valor que me era desconocido y le dije:

—Señor, si de todas formas Dios nos pide que cumplamos con el Acto… ¿Sería mucho pedirle a usted… que me diera un beso?

Ya sabía que obraba mal y que ofendería a Dios con mi atrevimiento. Pero —pensé entonces— si muchas de mis hermanas son reclutadas a la Obra de Santa Rebeca precisamente por haber incurrido en el pecado de la carne y, a través de la obediencia, de la oración y del trabajo, consiguen purificarse; yo, que tenía que pasar por la misma obediencia, por la misma oración y por el mismo trabajo, ¿acaso no podría purificarme por haber cometido una humildísima fracción del pecado que ellas expiaban?

Estaba dispuesta a ofrecer más oración y más trabajo. Estaba dispuesta a expiar mi falta, tanto como fuera necesario. Lo que no esperé fue que Dios me la haría expiar ahí mismo.

[…]

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El cuento al que pertenece este fragmento viene incluido en el libro Un tlacuache salvó este libro del fuego, de Daniela L. Guzmán, publicado por Odo Ediciones.

DOPSA, S.A. DE C.V