Mujeres. El mundo es nuestro es la nueva antología de Universo de libros que busca crear puentes generacionales para visibilizar la lucha feminista a través de los años. Aquí presentamos un adelanto con uno de los textos que integran la antología, escrito por Yael Weiss.
Adelantos: Mujeres. El mundo es nuestro*
Mujeres. El mundo es nuestro es la nueva antología de Universo de libros que busca crear puentes generacionales para visibilizar la lucha feminista a través de los años. Aquí presentamos un adelanto con uno de los textos que integran la antología, escrito por Yael Weiss.
Texto de Yael Weiss 12/04/21
NO-VIOLADA
Durante un periodo muy extendido de mi vida me dominó el pánico a la violación. Nada me daba más miedo. Que la heroína de la Antigua Roma, Lucrecia, se suicidara tras ser violada por Tarquino, en vez de escandalizarme me parecía lo más natural. Este mito, que estudié en la escuela, reforzaba la idea de que un hombre malvado, él solito, podía echarnos a perder el cuerpo y el alma para siempre. Del agresor de Lucrecia sólo se sabe que perdió su derecho a heredar el trono de Roma por violar a una mujer noble y no a las plebeyas de siempre. Lo que importaba de esa historia era el cuerpo de Lucrecia que los maestros del Renacimiento, Tintoretto, Tiziano, Cranach y tantos más pusieron al centro de la escena, voluptuoso, desnudo y súper iluminado, un cuerpo que me parecía gordo pero que para los cánones de la época era delicioso.
No fui particularmente valiente de niña. Me dio miedo la oscuridad como a todos, quizá más que a todos, y cada noche hasta los quince me cercioré de que no hubiera duendes en los cajones, o entre los ganchos de mi clóset o debajo de mi cama. Incluso buceaba bajo las sábanas para revisar a fondo el área que ocuparían mis pies. Que no fueran a darme ganas de ir al baño porque al volver había que reiniciar el cateo completo de la habitación. En un campamento de verano me habían convencido de que existían los duendes tales como los describía la Cábala: del tamaño de un hombre y con patas de gallo. Nunca fui a verificar la información, sólo sabía que cortarse las uñas y dejar por inadvertencia pedazos de piel muerta sobre el piso los atraía sin falta. Los duendes amaban las uñas de los judíos, decían, igual que Adolf Hitler que hacía con ellas jabón.
Pero mi miedo principal por las noches mutó rápidamente hacia la agresión de los hombres con patas de humano. Una vez descartada la presencia de los duendes, me ponía a pensar en los ladrones. Me contaba a mí misma unas historias horribles donde unos tipos entraban a nuestra casa para robar y, encontrándose conmigo, me violaban. A mis hermanos no, solamente a mí y a mi madre, pero frente a ellos y frente a mi padre.
Me convencieron sin problema de que el mundo exterior estaba lleno de gente que le hacía daño a los niños, y que a las niñas les iba mucho peor. Cuando mi mejor amiga y yo nos aventurábamos a unas cuadras de la escuela primaria para comprobar que éramos capaces de sobrevivir unos minutos solas en el mundo peligroso de la Ciudad de México, o ya en la secundaria cuando nos empezamos a ir de pinta, nos manteníamos muy alertas. Raquela gritaba: “¡¡Hola papá!! ¡¡Aquí estoy!!”, cuando veía a un hombre sospechoso. Agitaba la mano en dirección a un punto lejano como si su padre estuviera llegando por ella. Esto cada veinte minutos. De hecho, el consejo en general era que debíamos salir con otros hombres, es decir traer nuestros propios varones para disuadir a los demás de lastimarnos.
En el mismo campamento —donde me hablaron de los duendes— durante otro verano me contaron historias sobre Israel y sobre cómo los judíos, que los nazis acarrearon “como borregos al matadero”, crearon después el mejor ejército del mundo para defenderse. (No me dijeron nada de los palestinos, cuya problemática descubrí mucho más tarde, junto con otras trampas del sionismo. Israel, hay que decirlo, aún no se había convertido en lo que es ahora, o por lo menos no tan abiertamente). Lo del ejército israelí me interesó cuando supe que las mujeres entraban al servicio militar igual que los hombres, a los dieciocho años. Se lo conté a mi madre.
—Sí —confirmó ella—, pero no van a la guerra.
—¿Por…?
—Porque si caen prisioneras es más complicado que un hombre. A las mujeres las violan.
Otra vez la maldita violación en mi camino. Ni en el mejor ejército del mundo una mujer podía estar a salvo.
—¿Y si cargan con cianuro o algo para suicidarse cuando caen prisioneras? —argumenté.
Mi madre me miró raro.
—Chula, ¡qué dices! Hacen el servicio militar para defenderse si se mueren todos los hombres, pero ojalá que eso nunca suceda.
Al menos, pensé, no esperaban indefensas como parte del botín, de los objetos y las joyas. Aguardaban armadas y listas para defenderse de sus violadores, secuestradores y asesinos. Irme a ese país me pareció por un tiempo una buena opción.
En este contexto de temor por nuestra seguridad física, no me cuadraba la necesidad de salir vestida de niña. ¿Por qué debíamos portar unos signos distintivos desde lejos, como el color rosa, el cabello largo, los moños, las zapatillas y las faldas? Era como poner una manta de oveja sobre nosotras para que el lobo pudiera identificar y escoger a su víctima desde el confort de su guarida. Si tanto peligro pendía sobre nuestras cabezas, ¿por qué esa insistencia en señalarnos con una vestimenta diferente?
Bien se sabe que los depredadores eligen a las presas que presentan flancos débiles porque les dan más oportunidad de éxito. Por ende, es perversa una sociedad que viste a las mujeres con tacones, faldas y un sinfín de prendas y adornos inadecuados para una fuga o un contraataque. Y es vicioso que por tantos siglos la feminidad se haya cifrado en acentuar la fragilidad que atrae al violador.
Sin embargo, se desaconseja a las niñas vestirse y comportarse como niños. Lo digo porque lo intenté. Si no me había tocado en suerte ser hombre —cosa a todas luces más ventajosa que ser mujer—, podía al menos disfrazarme para evitar que me violaran si acaso perdíamos una guerra o entraban unos ladrones a la casa. Además, podría jugar futbol con los vecinos de arriba sin que me excluyeran por ser mujer. Si se me aparecía la lámpara de Aladino, sabía perfectamente qué pedirle: cambiar de aspecto al gusto, de pronto hombre para ciertas cosas, y mujer para otras como ir a la gimnasia olímpica o gustarle a Aureliano Vicente, Pablo, Lucas Emanuel. Cada año escolar cambiaba el chico que me alborotaba el corazón. Mi deseo era ser mujer por dentro —y sólo mostrarlo cuando fuera necesario— y hombre por fuera para despistar al enemigo. Nunca fantaseé con la idea de un cambio total, ni con tener un pene, lo cual me daba de por sí bastante asco.
Poco me duró el gusto de vestirme con ropa de niño y cortarme (mal) el pelo. Mis padres me convocaron a la sala como cada vez que debían abordar un tema serio y comparecí en pijama después del cepillado de dientes. Hablaron de llevarme a una psicóloga si no me sentía bien con mi cuerpo. Me aterró la idea de que una señora se metiera con mi cabeza y perdí una muy buena ocasión de explicar, a ellos o a ella, cuál era el problema. Me negué rotundamente. Había escuchado a mi padre opinar que todas las psicólogas estaban locas, en primer lugar sus hermanas, y yo le creía. Comprendí, en cambio, que debía situarme con más habilidad de lado y otro de la línea que separa a los niños de las niñas para que no me molestaran ni mis padres ni los demás niños, que ya empezaban a llamarme marimacha. Repito que yo no era una persona valiente, ni siquiera rebelde, lo que yo quería era encajar y ser aceptada. Y de ser posible, vivir sin miedo.
Opté por el compromiso: debía verme ruda y masculina a lo lejos, pero femenina y más “yo” de cerca. Desterré el rosa y las faldas, borré los excesos de la feminidad con peinados sencillos —sin moños ni listones, apenas una cola de caballo— y me hice de un andar deportivo y alerta. Siempre usé zapatos gruesos. Eso para repeler a los violadores siempre tras bambalinas en las calles, en los parques, en las tiendas, el amenazante telón de fondo de la vida. En contraparte, me empecé a poner rímel, un collar de plata al que cambiaba los dijes y usaba los perfumes que mi padre me compraba en los duty free.
Algo apestaba en mi casa. Nunca sospeché que era la secreta mala relación de mis padres, yo sólo sabía que quería estar en otro lado. De regalo de cumpleaños de trece pedí que me enseñaran a conducir, y me las ingenié para conseguir un permiso y un coche al cumplir los quince. Mis padres accedieron a mi autonomía, así que me iba a bordo de mi Tsuru a clases primero y luego a la pista de atletismo donde me entrenaba con las intenciones de llegar a las Olimpiadas. Pero mi libertad motorizada tenía el límite de la noche: una mujer joven en un coche cuando está oscuro… ya saben. Existía el mito urbano, que me creí a pie juntillas, de que después de las diez de la noche los policías no tenían derecho de detener a una mujer que viajaba sola en automóvil porque… ya saben también cómo son los policías. A partir de esa hora, me volaba los altos y cometía excesos de velocidad, en parte por el gusto de que no me podían detener, en parte para llegar a un espacio seguro cuanto antes.
Pero yo me quería ir todavía más lejos, no sólo a la pista de atletismo, no sólo a la casa de mis amigas los fines de semana, no sólo a pasear con mi coche y hacer visitas sorpresa a la gente. Yo quería recorrer el planeta como Blaise Cendrars, que leímos en clase, como los poetas malditos de quienes me volví fan, como Charles Baudelaire en un barco al encuentro de las islas remotas del Pacífico, como Arthur Rimbaud que se iba caminando sin dinero pero con un enorme cielo de estrellas que le servía de cobija, y luego alcanzó a las caravanas de traficantes en África y Arabia. Quería, como ellos, irme sola. Imposible, señorita, usted es una mujer. Me explicaban que en la Europa actual quizá sí se podía, con las precauciones pertinentes, o en Estados Unidos o en Japón. Pero jamás en los países de aventura como en África, América del Sur o Asia central. ¿Y quiénes me lo impedían? Los hombres desconocidos del camino. Sus ganas de tener sexo conmigo por las buenas o por las malas, y luego quizá descuartizarme.
La existencia de los hombres me limitaba en muchas cosas. Por ejemplo, aun si me entrenaba diario en la pista de atletismo, no podía convertirme en la persona más rápida del mundo: ellos siempre me ganarían, ellos eran más fuertes y eso se daba por sentado. Pero no era tan grave como que su sola existencia me impidiera viajar a donde yo quisiera. Tenía la salud y la voluntad para irme, pero la presencia de los hombres, su potencial de violadores, me encerraba en una especie de cárcel. ¿Por qué no los recluían a ellos un par de años, para que las mujeres pudiéramos viajar tranquilas y experimentar los vastos paisajes del planeta? Llegué a desear un mundo sin ellos.
A mis veinte sucedió algo increíble: me enamoré y fui correspondida. ¡Al fin ser mujer me servía de algo! Un descubrimiento que me revolcaría la vida. Tuve entonces mi primera relación sexual, y luego cientos y cientos más. Enamorada o indiferente, sobria o borracha, en espacios privados o públicos, protegida y sin protegerme, con seriedad o por aventura, con jóvenes y viejos, de a dos o de a tres. Me feminicé e hice un poco las paces.
Sigo adoptando comportamientos masculinos en algunas situaciones de mi vida, como cuando viajo a sitios inseguros para escribir sobre ellos. Pero lo más perturbador a tantos años de distancia es que la violación se ha instalado en mis fantasías eróticas. Leí hace poco un artículo cuya teoría sobre las fantasías sexuales me pareció convincente. Decía que en esos ejercicios mentales se puede practicar el control sobre una situación que nos da miedo, horror o repugnancia. Eso que posiblemente jamás quisiéramos vivir en carne propia, y que en la vida real no nos excitaría en lo más mínimo, eso en la fantasía nos lleva al orgasmo. Como en los sueños nocturnos que liberan el inconsciente y destapan lo que reprimimos. En mis fantasías imagino que me violan, a veces muchos hombres, y eso me excita muchísimo. Tal parece que la violación, tal como la he imaginado miles de veces, con pavor primero, con profundo coraje siempre y en algunos periodos hasta con excitación, será parte de mi vida para siempre.
Preferiría que no fuera así.
No me han violado y no puedo dar testimonio directo de este crimen, es cancha de quienes lo han vivido. Pero puedo decir que a mí la no-violada, la idea de violación me ha acompañado siempre y ha tenido una influencia enorme en mi vida, como una sombra insoportable, como la gran negrura. Y creo que podría hablar en nombre de todas las no-violadas que aún pueden serlo, en nombre de las que tenemos miedo y siempre miramos sobre nuestros hombros cuando caminamos solas. Me gustaría pensar que pronto dejaremos de cargar nosotras con este espanto, y escuchar cómo violan a otras mujeres esperando no ser las próximas.
Nos hacen temer la violación desde niñas y nos exponen con nuestra vestimenta de víctimas. Que mejor les hablen de violación a ellos, desde niños; que les digan “se van a morir” si nos violan. Lucrecia no debía suicidarse, como relatan los creadores este mito fundador de la República romana. Lucrecia debía buscar la cabeza de Tarquino y en las pinturas aparecer con ella sostenida por los pelos. Ésa es la metáfora correcta y me uno a quienes luchamos por ella, que hoy somos muchas. EP
* Este libro fue publicado con el apoyo de El Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales.