En Libros les traemos fragmentos de publicaciones elegidas por los editores de Este País. En 1937, España luchaba su guerra civil (1936-1939). Eran tiempos peligrosos para visitar tierras ibéricas. Sin embargo, entre el 4 y el 17 de julio, se llevó a cabo el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en Valencia, Madrid y Barcelona. Y Elena Garro escribió sobre sus vivencias.
En Libros les traemos fragmentos de publicaciones elegidas por los editores de Este País. En 1937, España luchaba su guerra civil (1936-1939). Eran tiempos peligrosos para visitar tierras ibéricas. Sin embargo, entre el 4 y el 17 de julio, se llevó a cabo el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en Valencia, Madrid y Barcelona. Y Elena Garro escribió sobre sus vivencias.
Entramos a Madrid
por la Alameda de Osuna, en un atardecer dorado y polvoriento. El paisaje era
plano y el cielo alto; unos árboles melancólicos daban la entrada a la ciudad
palaciega construida en piedra gris. Los choferes, Paco y Antonio, nos depositaron
en la puerta del hotel Victoria, en la Plaza del Ángel. Cruzamos el enorme
portón de madera que llevaba a un elegante vestíbulo de piedra en el que
desembocaba una escalera que conducía a un enorme salón con ventanas a la Plaza
Santa Ana. El salón hacía de comedor y lugar de reunión. Junto a un muro había
un piano…
Nos tocó una habitación en el
tercer piso, con mirador a la Plaza Santa Ana. Todos teníamos miedo. “No temas,
en Madrid solo caen obuses”, me aseguró Manolo Altolaguirre. El hotel tenía
cortinas negras y estaba prohibido encender la luz antes de correrlas. “Son un
blanco para los rebeldes que están ahí. Además, está la Quinta Columna…”. Eso
de “Quinta Columna” me sonó a cuento fantástico. Luego supe que fue el general
Mola quien inventó el término. Algún periodista le dijo: “No tiene usted sino
cuatro columnas, general…”. Y él contestó: “Tengo la ‘Quinta Columna’ en
Madrid”… Y la “Quinta Columna” alcanzó fama internacional, aunque nadie la
vio nunca, ya que solo de noche disparaba…
El Congreso se abrió en Madrid en
el auditorio de la residencia estudiantil. Había muchas cámaras de cine, y
Gerda y Capa tomaban fotos a gran velocidad. La mañana era radiante y en el bar
instalado en el patio del local se agolpaban durante los descansos los
escritores, los fotógrafos y algunos ministros. Por ahí andaba Jesús Hernández,
que no tenía cara de ministro de Educación, o al menos así me pareció. Vicente
Huidobro estaba preocupado porque Pablo Neruda había prohibido dirigirle la
palabra y, solo de escuchar su nombre, Pablo vomitaba fuego. Huidobro era
amable, de maneras fáciles y conversación brillante, pero era chileno y las
rivalidades son terribles. Lo encontré varias veces paseando solo por Madrid.
Conversaba mucho con Carlos Pellicer, que lo llamaba “el Gran Huidobro”…
Al atardecer, José Mancisidor y
Juan Marinello estaban tristes, se sentían discriminados porque no los habían
nombrado presidentes de algo. Nicolás Guillén, en cambio, se paseaba risueño
muy cerca de Alberti. Nicolás, de pantalón blanco, camisa blanca y sonrisa
perenne, se sentía como pez en el agua. Nunca le sorprendí ningún gesto de mal
humor. Pellicer continuaba elocuente, independiente y proclamándose católico a
los cuatro vientos.
En la noche, los intelectuales se
reunieron en los sótanos del hotel a discutir. Yo cabeceaba de sueño junto a
una columna y escuché decir a Malraux, que estaba rodeado de un grupo pequeño:
“Si el imbécil de Mancisidor lleva esa acusación contra Gide, me retiro del
Congreso”. Jef Last, el joven secretario de André Gide, que combatía en España,
aprobó sus palabras. José Bergamín dijo algo en voz baja y yo no dije a nadie
lo que había oído. Recordé que Gide había escrito un famoso librito, Retour de l’URSS, en el que criticaba al sistema soviético y entendí el
porqué Mancisidor quería hacer una declaración en contra de él. Fue casi lo
único que entendí en el Congreso. Miré a Jef Last, muy rubio y muy delgado, en
la penumbra del sótano, y recordé que alguien había cantado en la mañana:
Y los molinos
de Holanda
giran,
giran sin cesar,
preguntando
con el viento
dónde se
encuentra Jef Last…
Una señora vestida de negro, con
el cabello cortado a “la garçon” y fumando en una boquilla larga, se me acercó. Su
amabilidad me dejó aplastada. Era María Zambrano, la mejor discípula de Ortega
y Gasset, después o antes que Julián Marías. Supe que había enojo con Ortega y
que Bergamín le escribió una carta terrible a Victoria Ocampo, en cuya casa de
Buenos Aires se alojaba el filósofo español. Ortega se había marchado de España
y, hablando de la Guerra Civil, había dicho: “No es eso, no es eso…”.
Esperaba una guerra diferente.
A María Zambrano la vi muchas veces en España, en México y en París, en donde en alguna ocasión se alojó en mi casa. Recuerdo que cuando desayunaba en la cama decía: “Elenita, hoy amanecí muy cartesiana…”. Ahora nadie la recuerda o solo hablan de sus gatos… María me pareció siempre una pitonisa. En el café de Pont Royal, en París, cuando le presenté a Adolfo Bioy Casares, me enfadé con ella porque no le gustó “ese señorito literato”. En una ocasión me contó que unos días antes de la guerra española vio las calles de Madrid con grandes charcos de sangre. Le creí, pues posee el don de la adivinación. La encontré la última vez en París, en mi casa: estaba triste, pero guardaba su inteligencia y su voz elegante… EP