¿Por qué releer a Amado Nervo, José Tomás de Cuellar y Manuel Gutiérrez Nájera? El autor nos proporciona varias de sus razones personales.
Exclusivo en línea: Las políticas de lo narrable. Volver al siglo XIX
¿Por qué releer a Amado Nervo, José Tomás de Cuellar y Manuel Gutiérrez Nájera? El autor nos proporciona varias de sus razones personales.
Texto de Christian Mendoza 14/10/19
Una comedianta –eufemismo de mujer en situación de prostitución que se dedica al entretenimiento escénico– redime su forma de trabajo inmoral convirtiéndose en costurera. Un joven seminarista, ante el dilema de su propio deseo por una muchacha rural, se emascula para castigarse por sus impulsos carnales, y así poder continuar su camino hacia la iluminación religiosa. Un niño tiene como único destino volverse un afeminado –un ninfo– por los vicios sociales que alienan a los individuos de una sociedad cuyas ansiedades y desviaciones se incrementan hacia el final del siglo antepasado.
Estas premisas definieron el temperamento de la literatura modernista finisecular. Manuel Gutiérrez Nájera, en Por donde se sube al cielo, fue quien retrató en su boudoir a Magda, la actriz que primero gozó de la sensualidad de su cuerpo y de los objetos que éste le permitió adquirir y acumular, para terminar asumiendo la austeridad material y el trabajo socialmente legitimado: la productividad como una forma de disciplinamiento. Amado Nervo, en El Bachiller –publicada en 1895, época en la que el proyecto positivista impulsado por Porfirio Díaz imponía la secularización de los discursos religiosos– dirige su historia hacia una culminación que para Ciro B. Ceballos, contemporáneo de Nervo, se trató de una “aberración fisiológica”. Por su parte, José Tomás de Cuéllar imaginó la historia de Chucho El Ninfo, novela que, a decir de Carlos Monsiváis, “es aterradoramente mala, desorganizada hasta el fastidio y la incomprensión, y colmada de sermones y divagaciones. Sin embargo, interesa porque su protagonista es un gay evidente y porque el autor describe con encono y burla lo que se niega a nombrar en un relato conducido por el determinismo”.
Pero, ¿por qué interesan historias que intentaron probar teorías sociales ancladas en el degeneracionismo, o que partieron de la libre decisión de una mujer sobre su oficio para después llevarla hacia los derroteros del arrepentimiento? Desde 2017, el Seminario de Edición Crítica de Textos del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, en convenio con el sello Penguin Random House, pusieron en circulación la primera serie de la Colección Clásicos Mexicanos, misma que actualmente continúa ampliándose. La propuesta es la puesta en circulación de narrativa ubicada primordialmente en las postrimerías del siglo XIX, cuya lectura esté apoyada por ediciones críticas “de autor”; es decir, expertos en las obras ya mencionadas, y en otros nombres que conforman la nómina de la colección como Guillermo Prieto y Manuel Payno –quienes no participaron en el modernismo literario–, fijan los textos y establecen criterios rigurosos aunque accesibles para los prólogos, las notas al pie y las cronologías que ilustran un panorama histórico y estético en donde esté inserta la novela en cuestión. En el comunicado de prensa que firmaron Luz América Viveros Anaya y Belem Clark de Lara, coordinadoras académicas de la colección, se declara lo siguiente: “Toca a Random House difundir este trabajo y a los lectores decidir si estos esfuerzos cumplen las expectativas de ambas casas editoras: la de repensar el canon, proponer, discutir, y ampliar las obras más conocidas de nuestras letras. Con este fin, cada volumen dialoga con la tradición y sugiere nuevos textos para abrir distintas perspectivas críticas”.
Aunque de manera especulativa, se podría proponer que una perspectiva crítica para los tres libros puede ser su recepción contemporánea. La conformación del modernismo literario tuvo como principal consecuencia el nacionalismo, paradigma epistémico que fundió lo político y lo simbólico. Si Gabino Barreda legisló la necesidad de la ideología nacionalista para la educación de México, Ignacio Manuel Altamirano estuvo a cargo de un programa retórico que demandó la aparición de los charros y los ahuehuetes a cambio de que las novelas mexicanas se dejaran de situar en Rusia o en bosques franceses. Más allá de una preferencia meramente decorativa, Altamirano pensaba que si el lector reconocía lo suyo, un campo semántico tan ingente como intangible que define las identidades nacionales, por consecuencia amaría lo suyo y trabajaría para que el país mejore sus condiciones tanto materiales como morales. El nacionalismo literario fue el canal de una pedagogía que educaría, utilizando la ficción, al habitante de un México que acababa de fusilar a Maximiliano para, ahora sí, construir su propio progreso. Para la expansión de su mensaje didáctico Altamirano confió en la imprenta, pero esta técnica alteraría la rectitud trazada por el autor guerrerense. La posibilidad de imprimir fotografías a medio tono, la aparición de nuevos dispositivos informativos como el reporteo y la noticia, así como la emergencia de una clase burguesa que aspiraba al cultivo de hábitos culturales más cosmopolitas regeneraron las políticas de lo narrable. Si los autores del nacionalismo tenían que estar al servicio de una ética, las publicaciones que comenzaron a imprimir las primeras prosas modernistas tenían que responder a demandas de mercado en las que, además de recomendaciones de moda y reseñas de ópera, comenzaba a ganar terreno la violencia mediante la nota sensacionalista y el cuento del modernismo decadentista.
En el artículo “Huellas decadentes en El Mundo Ilustrado, un semanario para la élite”, Viveros Anaya consigna las “convivencias extrañas” que se propiciaron en este hebdomadario emblemático de las aspiraciones porfiristas. “Un ejemplo relativo […] es que en una misma página aparecieron imágenes de damas guatemaltecas –a quienes se deseaba halagar con la publicación de su fotografía– al lado del relato ‘Cleopatra Muerta’, de Ciro B. Ceballos, texto que [citando a Ana Laura Zavala Díaz] ‘despliega buena parte de los elementos del imaginario decadente’ y cuyo narrador realista ‘intensifica la sensación de horror producida por el acto siniestro del personaje’”. El modernismo fue una revaloración de la forma sobre la organización anecdótica de los acontecimientos de una trama, pero también un ensayo sobre las ambigüedades morales que podían surgir en los narradores y en los personajes. Si el nacionalismo confiaba en la veracidad ideológica de sus postulados, el modernismo arrojaría al lector hacia terrenos ambiguos en los que la patología y el daño físico no eran reprobados a priori, al tiempo que las mujeres –a menos que fueran entidades devotas al hogar o a la religión– y los homosexuales eran encasillados en la estructura del determinismo psiquiátrico y social. Los modernistas fueron controversiales para una escritura que se había comprometido con los mensajes edificantes, con el saneamiento ético de las consciencias.
Regresemos al tiempo transcurrido entre los años 2017 y 2019: narrativas no solamente literarias –la televisión y el cine pueden considerarse educadores sentimentales– generan consensos sobre la representación de las mujeres, las disidencias sexuales o los ciudadanos neurodivergentes, al grado de mediar la aprobación unánime o el castigo encarnizado de productos culturales que puedan, o no, cumplir con los parámetros contemporáneos de lo narrable y de lo visible. Si ciertos sectores sociales, marginados del canon, han ganado espacios de representación y han producido cultura de masas, ¿qué lugar tienen las prostitutas que no tienen otra forma de incluirse en la sociedad más que la sumisión laboral? ¿Cómo se puede tomar la imagen de un seminarista que mediante un acto de castración termina acusando a la mujer cuyos sentimientos hacia él no tenían un ápice de perversos? ¿Qué se puede leer en las desventuras de un joven homosexual que no puede adaptarse a la llamada “lucha por la vida” –procreación biológica y acumulación económica– por su inherente debilidad? Más que una mera recirculación de la literatura decimonónica, estos tres títulos de la colección Clásicos Mexicanos plantean un desafío para el lector contemporáneo, al ser novelas que vuelven a ser problemáticas para las expectativas del siglo XXI, pero que, indudablemente, son aportes estéticos para la literatura mexicana. EP
Amado Nervo. El bachiller/El donador de almas/Mencía y sus mejores cuentos. Edición de Gustavo Jiménez Aguirre. México, Instituto de Investigaciones Filológicas/Penguin Random House, 2017, 304 pp.
José Tomás de Cuellar. Historia de Chucho El Ninfo y Los Fuereños. Edición de Belem Clark de Lara y Ana Laura Zavala Díaz. México, Instituto de Investigaciones Filológicas/Penguin Random House, 2017, 463 pp.
Manuel Gutiérrez Nájera. Edición de Belem Clark de Lara y Alicia Bustos Trejo. Cuentos frágiles/Por donde se sube al cielo. México, Instituto de Investigaciones Filológicas/Penguin Random House, 2017, 288 pp.