José Emilio Hernández Martín nos cuenta lo que vivió en Chile, antes de volver a México. ¿En qué pensó una vez que volvió?, ¿en qué piensa que pensaría si estuviera en otro lugar?, ¿en qué pensaba antes? Y lo más importante, ¿en qué piensa cuando siente que está a punto de quedarse dormido?
Me da ansiedad pensar en cosas como esta
José Emilio Hernández Martín nos cuenta lo que vivió en Chile, antes de volver a México. ¿En qué pensó una vez que volvió?, ¿en qué piensa que pensaría si estuviera en otro lugar?, ¿en qué pensaba antes? Y lo más importante, ¿en qué piensa cuando siente que está a punto de quedarse dormido?
Texto de José Emilio Hernández Martín 30/08/21
Ahora me pasa algo que no me pasaba antes. Cuando digo ahora me refiero a estos dos últimos días, digamos que hoy es tres de enero de 2021, entonces es algo que me empezó a pasar el primero de enero que antes no me pasaba o no recuerdo que me pasara antes del primero de enero de 2021.
Me da ansiedad quedarme dormido y por eso leo algo que no me interesa o que me interesa poco. Leo cualquier cosa para no quedarme dormido o veo mi celular cuando Margarita me dice: ya apaga la luz, haragán, como tú no tienes que levantarte temprano mañana. Y yo le digo: simón, mi amor. Apago la luz y me quedo viendo el techo oscuro del cuarto o de la pieza que es como le dicen en Chile al lugar en donde duermes y tienes tus pertenencias. Y cuando digo ansiedad es esa sensación que le da a uno aquí en el pecho, como si se lo estuvieran presionando a uno el pecho. Aquí.
Y ahí me quedo una hora o dos horas y pienso y pienso y me da ese dolor, justo en el centro, se extiende a la cuna que hay debajo de la garganta, y me doy una vuelta y otra vuelta. Me rasco la cabeza, las orejas, la espalda, me rasco las piernas y en un momento Margarita dice: me voy al living, chanchi —porque aquí se dice living y no sala, cosa que me parece muy extraña—. Cuando te duermas te alcanzo, me dice, y yo le digo: sí, mi amor, como tú digas, si quieres me voy yo, tú quédate, y ella me dice: no, quédate tú, igual yo me estoy cocinando. En Santiago hace mucho calor en la noche o eso dice ella y yo le creo y dice también que en la sala hay más corriente de aire y se puede estar más fresca, eso dice y yo le creo. Yo me quedo tapado nada más con unos calzones y una sábana y una camiseta blanca Fruit of the loom viendo el techo oscuro. Se me antoja fumarme un cigarro, pero ese es un problema o varios. Encontrar dóde tiene el Pancho el tabaco, el papel y los filtros. Esperar a que Margarita se duerma en el living y después prender la estufa porque no hay encendedor. El Atlas la tiene más fácil para ser campeón.
Me acuerdo del día que llegué. Los padres de Margarita hablaron sobre sus vidas con el tabaco. Su madre fumó muchos años y su padre ocasionalmente fumaba. Me dio pena. No de tristeza, ahora siempre lo tengo que aclarar, sino pena de vergüenza, pena de la mexicana. Después de escuchar sus historias antitabaco me dio pena confesar que a mí me gustaba fumar. Y eso es un problema porque también quiero dejar de fumar. Al término de esa conversación me prometí en silencio que no fumaría un solo cigarro durante el viaje —27 días—. Esa promesa se rompió cuando el Pancho se encendió un pucho en la estufa que acá no le dicen estufa, sino cocina, y me dijo, ¿querí? y yo le dije que sí con la cabeza y fumé y fue emocionante. Pero tengo que dejar de fumar.
Cuando estaba en la universidad, hice mis prácticas profesionales en la Academia Mexicana de la Lengua, trabajé —decir trabajar quizá es un exceso—, colaboré con un sujeto que se llama —o se llamaba, creo que todavía está vivo—, que se llama Rodolfo, a quien aun ahora después de no vernos en mucho tiempo estimo porque me contaba historias sobre personajes extraños de la Ciudad de México y no me trataba como si yo fuera un pendejo. A lo que nos dedicábamos pues era a transcribir a un Word los discursos que los académicos pronunciaban en sesiones plenarias. En algún momento tuve que trabajar en un discurso sobre el tabaco de Vicente Leñero. En él, evocaba sus años de fumador empedernido, hablaba de los cigarros que fumaba, de las marcas, decía que todo el mundo fumaba a destajo, sobre todo sus amistades, escritores, poetas, guionistas. Hablaba del placer de escribir y fumar. De sacar la máquina y tener a un lado la caja de cigarros y reventarse diez o quince de una tirada. Cuando terminé de transcribir pensé si yo sería capaz de dejar de fumar y seguir escribiendo. Y eso me hizo pensar qué tan arraigada está la idea de que el escritor tiene que fumar. Pero luego pensé que a mí me gusta fumar, o eso me hacen creer las fotografías de los escritores que admiro, que salen con un cigarro en la mano o a la mitad de los labios. Como presumiéndolo. La verdad no sé si me gusta fumar, pero lo que sí sé es que fumo y escribo y estoy convencido —no sé por qué diablos— de que escribo mejor fumando.
Me levanto de la cama, Margarita está acostada en el living con una pata en el piso refrescándola, no sé si está dormida o despierta, pero yo me muevo despacio y llego a la terraza y empiezo a buscar con la mano la bolsa de tabaco sin poder ver una chingada o sin poder ver ni mierda o como quieran decirle. ¿Qué pasó, chanchi? —dice Margarita sentada en el borde del sofá—. Nada, mi amor, voy al baño, ¿por qué?— pregunto—. ¿Y qué haces aquí? —dice Margarita—. Tú crees que soy bueno, le digo, bueno en lo que hago, en la escritura, tú crees que soy bueno. No dice nada y yo paso la mano otra vez para buscar el tabaco. Margarita se vuelve acostar y se da la vuelta. ¿Qué buscas? —dice—. Mi cel —digo yo—. Y ¿qué vas a ver a las cuatro de la mañana en tu cel? —me dice—. Instagram —le contesto—. Está en el velador —dice —tu cel y el tabaco se lo metió el Pancho a su pieza —dice— y yo me quedo parado trasladando mi peso de un pie a otro y rascándome las nalgas en intervalos correspondientes al paso de mi peso derecho al izquierdo. Margarita suspira y yo aprovecho para escapar y encerrarme en el baño. Me veo en el espejo, está oscuro. Prendo la luz y me veo otra vez en el espejo. Creo que Margarita ya no me quiere, se me vienen imágenes a la cabeza de que terminamos y ella me echa a patadas de su casa. Le hice una pregunta importante y la evadió quizá porque son las cuatro de la mañana y estaba medio dormida. Ya no me quiere, qué voy hacer. Ahora soy un fumador sin talento y sin amor, cómo es posible perderlo todo en un día y también probablemente me vaya a la cárcel porque me colé al metro de Santiago y ahí, creo, hay unas cámaras conectadas directamente con la comisaría. Me veo al espejo, mi cara se colapsa a la izquierda. oy a ser un preso horrible. Salgo, cruzo la cocina y regreso a la cama sin hacer ruido.
Aprieto los ojos. Quiero soñar con que me gano un premio de literatura, con que me otorgan una beca para escribir, con que no me tengo que preocupar por qué voy hacer el próximo año, sueño con que estoy tranquilo, con que gano el dinero suficiente para comprarle a mi mamá una casita a la orilla del mar, quiero soñar con que compro un terreno en Aguascalientes y ahí vivo bien y después me muero. Despierto. Me doy la vuelta, siento cómo mis órganos se mueven de un lado, en si eso no será perjudicial para la salud, en si debería dormir boca arriba, pienso en dormir boca abajo, pero se me aprisionan los pulmones y el corazón, entonces vuelvo a pensar en que tengo que dejar de fumar para que pueda dormir boca abajo y no se me colapsen los pulmones o el corazón, pero bueno, supongo que eso no importa porque mañana me vienen a buscar los carabineros por haberme colado al metro de Santiago. No puedo dormir boca abajo, cierro los ojos e intento pensar en campos, en valles, en fuentes chisporroteando, en la luz refractada en el agua, se vienen imágenes a mi cabeza de relatos donde aparecen ciervos, aves, olor a madera, hierba fresca, pienso en el cauce de un río. Sueño que me subo a una balsa y navego y saludo a la gente que camina por la ribera, y de pronto tengo un vestido blanco, como un mantón suave, meto la mano en el agua, está fresca la condenada y con el sol que está haciendo se me alivia la mano. Pronto el cauce del río. Mi amor —pregunta Margarita desde algún lugar del cuarto o de la pieza que no reconozco—. Yo no contesto porque mi balsa llega a la orilla y la gente que pasa me recibe con guirnaldas de flores y cantos como al peje cuando llega a los municipios del interior de la república. Pero insiste, —¿estás bien? —y yo le contesto que sí. —Bueno, me voy a dormir al living, descansa—. Espera, —digo yo—¿por qué le dicen living a la sala?. No sé —me dice —por qué ustedes le dicen sala al living. Y se va.
Esa noche no dormí nada. Y la noche siguiente tampoco dormí nada. Y la siguiente dormí un poco porque me curé, que es lo mismo decir aquí en México que me puse yo hasta el huevo o que me puse hasta las manitas y caí desmayado sobre la cama y no supe de mí hasta que en la mañana Margarita me jaló de las patas y yo sentí que me estaban llevando unos fantasmas. Pero al día siguiente no dormí bien y al siguiente de ese le pregunté a Margarita si nos podíamos poner cuetes, ella me dijo: ¿Cómo cuetes, chanchi? y yo le dije que era como si en México dijéramos vamos a ponernos hasta la madre de pedos o de pedernales o simplemente ponernos pedros páramos, pero ella seguía sin cachar, entonces mejor le dije civilizadamente que nos tomáramos esa media botella de pisco que tenían guardada sus amigos para ocasiones especiales Ya van a llegar los reyes magos —le dije —, pero Margarita me dijo que ni cagando. A mí no me gusta el pisco —dijo —y yo le dije que estaba bien, entonces tampoco dormí ese día.
Intenté cambiar mi fecha de regreso varias veces. Al final, renuncié mis aspiraciones. Le expliqué a Margarita que no le iba a ceder un minuto más de mi tiempo a los robots del servicio al cliente y que lo mejor era despedirnos y pactar una nueva fecha para encontrarnos, ella dijo que sí y nos abrazamos. El 6 de enero de 2021 fue miércoles, mi vuelo salía al día siguiente. El seis de enero fuimos a cenar a casa de un conocido de ella. El toque de queda de lunes a viernes en Santiago empieza a las diez de la noche. Eran las once y media cuando cantábamos We are sudamerican rockers, de Los Prisioneros. Fue hasta las doce que Margarita dijo, conchesumadre, weón, que si hubiéramos estado en México se podría traducir como “ya nos llevó la chingada, mi carnalazo” o “ya nos llevó la tiznada, mi bandamax”. Nos despedimos y en un minuto estábamos afuera.
Después de 27 días de dormir entre regular y mal, me regresé a México. Cuando llegué a mi casa me preguntaron mis amigos —quién sabe qué hacían ahí, los buenos para nada, pero ahí estaban— que cómo me había ido en mi viaje. Yo les dije que me la había pasado chido o igual dije chingón o igual dije a todo tren, que en Chile hubiera sido lo mismo decir que había sido bacán o shúgalu. Entonces les pregunté si querían escuchar una historia y ellos dijeron que sí. Les conté la historia de cuando Margarita y yo rompimos el toque de queda y se rieron y después se alegraron de que no nos hubiera pasado nada. Se retiraron a eso de la una de la mañana, todavía en el filo de la puerta hicieron chistes sobre la historia que había contado, que si hubiéramos estado en Santiago de Chile no hubiera sido gracioso, sino más bien tétrico. La noche que llegué a México me fumé entre diez y quince cigarros, el humo me entraba a los ojos casi cerrados por el cambio de horario. Me acosté y me tapé bien con la frazada, extrañé el calor santiaguino y la compañía de Margarita. Sin saber bien por qué, me dormí en seguida, y es curioso pensar que si me hubiera quedado en Chile ahora estaría despierto pensando en cosas como esta. O quién sabe, igual estaría en la cárcel. EP