Exclusivo en línea: Aquí no hay duendes

Cuento

Texto de 11/12/19

Cuento

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Aquí no hay duendes, nunca hubo. Tampoco espantan. Sólo viene Prudencio a dormirse un poco cada vez que anda borracho. Aquí se queda junto a la capilla de Santa Teresita del niño Jesús. Y baja a su casa allá por la madrugada, él solo, no tiene miedo. Y mira que la oscuridad, cuando no hay luna, se pone espesa; y sólo ladran los perros en los patios de las casas. Ellos sabrán qué han visto para insistir con tanto pinche ladrido. Y es cuando Estela no resiste la tentación y se asoma por la ventana, le han robado tres cilindros, la primera vez fue cuando velaban a doña Melquia, la señora que inyectaba a los enfermos, a los gripientos e infecciosos del estómago, ya en cosas más delicadas ella decía que no. La segunda vez fue cuando acudió al baile que hubo después de los quince años de Rosalía; y la tercera hace ocho días que fue que le avisaron que a don Macrino lo habían operado de emergencia allá en el puerto. Y se tuvo que ir, así sin avisarle a nadie. Y le robaron el tercer cilindro. Se enfermó del coraje que hizo la tarde que regresó. “Ya ni la chingan”, fue lo menos que dijo, porque hubo una larga lista de reniegos y maldiciones, y como a las nueve ya no aguantaba aquel temblor y escalofríos que sentía por todo el cuerpo. Por eso cada vez que oye que los perros ladran se levanta muy quedita y se asoma por la ventana, dice ella que nadie la ve y que tampoco tiene miedo de ver alguna mala visión, “debe andar gente afuera para ver que más me chinga, como saben que vivo sola”, dice Estela.

Y los perros ladraban, ladraban en los patios, tanto que algunas luces del caserío se encienden. Pero no, no hay ruidos de pisadas o que alguien ande rondando los patios aplastando la hojarasca. Y las luces vuelven a apagarse. Y Prudencio baja la calzada, tembloroso por la cruda, con sed, le urge tomar un vaso con agua. Ya es la madrugada del lunes. Frescas las horas, el rato sombroso. No hay miedo. Por allá hay una tenue luz, una veladora que alguien vino a encender la tarde del domingo. Es la luz que alumbra el interior de una pequeña cripta, ahí donde dicen que mataron a Catalino. Pero Prudencio, que ha pasado junto al pequeño mausoleo, a nada le teme. Piensa nada más en llevarse un poco de agua, “el miedo me hace los mandaos”, dice.

Un domingo, bueno, ya lunes de madrugada, serían las tres, o pongamos que tres y media ya había dejado atrás la capilla de Santa Teresita y escuchó que de arriba le tiraban piedrillas. Se detuvo y las pequeñas piedras dejaron de caerle. Continuó con su camino y volvieron a llegarle pedazos de piedras, eran pequeñas, ninguna le había hecho el menor rasguño. Y se detenía y dejaban las piedras de llegarle. “¿Y esto qué hijo de la chingada será?” Dijo en voz alta. “¿Quién madres quiere espantarme?” gritó. Y la perra pinta de Elvirita empezó a ladrar, y ladre y ladre, y otros perros ladraron por distintos rumbos del pueblo “¡Ey! Ya dejen de aventar piedras hijos de su puta madre, ¿quién anda ahí, quién me quiere chingar?” nada logró ver Prudencio, nada. Apuró el paso y llegó hasta la tranca de madera. La empujó sin querer hacer el menor ruido, ya mucho llevaba con la impresión de las piedras que hace un momento le cayeron. Y fue cuando se acordó que a las abrazaderas de la tranca le hacía falta su aceitada, pues si en el día cada vez que alguien pasaba y la abría pegaba semejantes rechinidos…y los rechinidos despertaron a la marrana persogada que Ana tenía junto a las raíces del nacaxtle. Y otros perros se despertaban enloquecidos, y ladraban tanto que ya de algunas casas había gente afuera “¿quién andará por ahí, Teódulo?” “Sepa la chingada, es una ladradera que no dejan ni dormir. Alguien debe andar rondando los patios o la milpa de Eusebio que ya tiene elote tierno”.

Esa madrugada de lunes, sólo Adelaida sintió que la tierra había temblado. EP

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