El Cuarto Paso

“Sin miedo, hicimos un inventario moral de nosotros mismos”, es la cita inaugural de el Cuarto Paso para la liberación del enfermo alcohólico, según los fundadores de AA. César Tejeda, a partir de este Cuarto Paso, descubre que hay estrategias para contarnos nuestra propia historia. Es importante reconocer cómo nos narramos nuestra vida y qué tanta verdad hay en lo que recordamos.

Texto de 08/07/21

“Sin miedo, hicimos un inventario moral de nosotros mismos”, es la cita inaugural de el Cuarto Paso para la liberación del enfermo alcohólico, según los fundadores de AA. César Tejeda, a partir de este Cuarto Paso, descubre que hay estrategias para contarnos nuestra propia historia. Es importante reconocer cómo nos narramos nuestra vida y qué tanta verdad hay en lo que recordamos.

Tiempo de lectura: 14 minutos

Dicen que mi madre, cuando tenía veintiocho años, solía cautivar al auditorio de Alcohólicos Anónimos desde la tribuna. Era estudiante de sociología, extrovertida, elocuente y las mujeres —sobre todo las jóvenes— escaseaban en los grupos. Un domingo, al terminar la junta, se acercó hasta ella un señor de cincuenta años, moreno, robusto, y se presentó con la camaradería desinteresada de los alcohólicos en recuperación. Se llamaba Julio. Era un campesino que sembraba rosas en San Pedro Mártir.

Julio formaba parte del Comité de Instituciones; es decir, trabajaba difundiendo el mensaje de la asociación entre aquellos alcohólicos que lo desconocieran, una especie de servicio social. Creía que mi madre era perfecta para sumarse a su causa. En las zonas marginadas —le dijo—, la presencia de mujeres en AA era todavía más escasa que en lugares céntricos por una razón sencilla: sus esposos no las dejaban juntarse “con otros borrachos”, y menos en horarios nocturnos, cuando suelen ocurrir las juntas.

Mi madre, que necesitaba aferrarse al programa para mantener la sobriedad, aceptó. Julio le brindaba, además de una labor, su amistad y su experiencia —tenía más de diez años en los grupos—. Con el paso de los días, se convirtió en su primer padrino. El sembrador de rosas de San Pedro Mártir y la joven estudiante de sociología de Coyoacán visitaban prisiones, hospitales psiquiátricos y barrios marginales sin servicio de agua potable. En los trayectos, mi madre le confesaba cosas que era incapaz de hablar con cualquier otra persona, que muchas veces le había costado aceptar, incluso, frente a sí misma. A cambio, Julio le brindaba fortaleza y esperanza.

“Los padrinos y las madrinas —dice mi madre mientras la escucho, han pasado 41 años desde entonces— sólo hablan de acuerdo con su experiencia personal. En primera persona. Poniendo como ejemplo lo que hicieron o lo que les pasó. Nunca dicen a sus ahijados o a sus ahijadas qué deben hacer”.

Julio acompañó a mi madre —tal vez ‘guió’ sea la palabra correcta— en el camino de los Doce Pasos. Ella recuerda con especial cariño la ayuda que le brindó en el Cuarto Paso, tal vez uno de los más difíciles, sin duda uno de los más emblemáticos: “Sin miedo, hicimos un inventario moral de nosotros mismos”.

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John Leland escribió, en el año 2015, una serie de artículos para The New York Times sobre seis adultos mayores con más de 85 años; es decir, que formaban parte de la denominada ‘cuarta edad’. El periodista se había acercado a ellos por medio de geriátricos, asilos y agencias de asistencia. “Todos habían perdido algo: movilidad, visión, audición, cónyuges, hijos, la memoria. Pero pocos lo habían perdido todo”.

         Leland, entonces, tenía cincuenta y cinco años y había comenzado a ver con extrañeza algunos conceptos con los que antes se había relacionado naturalmente: ‘amor’, ‘paternidad’, ‘sexo’ y ‘trabajo’, por ejemplo. Le interesaba, desde luego, conocer a los ancianos por medio de sus anécdotas personales. Pero le interesaba, en mayor medida, saber cómo eran sus jornadas, qué pensaban de la vida, en ese preciso momento.

         Conforme fue realizando las entrevistas, comenzó a experimentar algo que no había sospechado: se sentía bien. Aunque visitar a los ancianos —y verlos deteriorarse mientras se encariñaba con ellos— podía resultar, algunas veces, deprimente, el estado de ánimo de Leland comenzó a mejorar de manera paulatina. Decidió renunciar a las certidumbres que tenía sobre la vida para enfrentar su trabajo con humildad. Estaba dispuesto a aprender lo que tuvieran que enseñarle. “Esperaba que durante aquel año las personas mayores a las que entrevistaba vivieran grandes cambios, pero no imaginé que me cambiarían a mí.”.

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“Los Doce Pasos serían un conjunto de principios “de naturaleza espiritual” que, de seguirse cabalmente, liberarían al enfermo alcohólico de su obsesión por beber, transformándolo en un ser feliz.”

La primera edición de Doce pasos y doce tradiciones fue publicada en 1953. De acuerdo con sus autores, Bill W. y el doctor Bob S. —quienes habían fundado Alcohólicos Anónimos en 1935—, el libro tenía la intención de “compartir dieciocho años de experiencia colectiva dentro de la comunidad”. Los Doce Pasos serían un conjunto de principios “de naturaleza espiritual” que, de seguirse cabalmente, liberarían al enfermo alcohólico de su obsesión por beber, transformándolo en un ser feliz.

         El libro, como podría esperarse, adolece de un capítulo estrictamente metodológico. El prólogo asegura que los principios básicos habrían sido tomados “de los campos de la medicina y la religión”, y que la mayor parte del programa —tal y como se conoce en la actualidad—, fue resultado de los ensayos y los errores cometidos durante los primeros tres años de experiencia (1935-1938). En ese periodo muchos alcohólicos habrían fracasado en sus intentos de recuperación. Pero, en ese mismo tiempo, tres grupos exitosos habían llegado a establecerse —en Akron, en Nueva York y en Cleveland— sumando entre sí alrededor de 40 casos exitosos. Para 1939 serían 100; la simiente del prodigio.

En los años que siguieron, numerosos medios impresos divulgaron el fenómeno de Alcohólicos Anónimos de manera gratuita y, tal vez porque sus principios eran una combinación de religión y ciencia, tanto el clero como los médicos avalaron el método. El hecho es que “decenas de miles” comenzaron a sumarse a las filas de AA.

“Esta asombrosa expansión trajo consigo graves dolores de crecimiento. Se había demostrado que los alcohólicos se podían recuperar. Pero no era seguro que tal multitud de personas, todavía tan poco equilibradas, pudieran vivir y trabajar juntos con armonía y eficacia.”, dice el prólogo. Con la finalidad de readaptar al enfermo —que nunca dejaría de serlo— a la vida cotidiana, los fundadores de AA redactaron los Doce Pasos, una especie de escuela emocional, una especie de centro de la balanza para aquellos que lo han llegado a perder, un parámetro respecto al cual poner en orden la vida propia.

Algunos de los pasos, debido a su carga espiritual, pueden resultar polémicos, por ejemplo, para los ateos. Sin embargo, resulta difícil negar la sabiduría que contienen o, por lo menos, su innegable poder persuasivo. Lo que más me deslumbra es que resulta imposible entrever en ellos algún propósito más allá de la recuperación del enfermo. Esa es su mayor fortaleza.

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Elizabeth Loftus es considerada como una de las psicólogas más influyentes del siglo XX. Construyó su reputación alrededor de estudios sobre la memoria, especialmente sobre los recuerdos falsos. Cuenta que su vida cambió luego de que uno de sus profesores, psicólogo social, la invitara a formar parte de una investigación sobre la memoria de largo plazo, estimulada a partir de retos sencillos. Pedían a los miembros de un grupo de estudio que pensaran en un animal y después en la letra z, por ejemplo, y luego les preguntaban si podían decirles el nombre de un animal que comenzara con la letra z. A los del otro grupo de estudio les pedían que pensaran primero en la letra z, y luego en los animales, con el mismo propósito. El resultado fue que el primer grupo pudo responder con mayor velocidad que el segundo, lo que llevó a los investigadores a inferir que el cerebro humano organiza la información a partir de conceptos y categorías, y no a partir de los atributos.

El verdadero descubrimiento, no obstante —y aunque permaneciera en estado de hipótesis— era que la manera en que se formularon las preguntas influyó en la memoria de los sujetos y en sus respuestas.

“Desde 1974, Loftus ha colaborado en varios juicios que le han permitido poner en práctica sus conocimientos. El más importante de ellos: erradicar el mito de que la memoria humana es inmune a la deformación.”

         Loftus narra que los experimentos tomaron un rumbo distinto cuando se propuso que su trabajo fuera más allá de lo estrictamente teórico, influyendo en la vida de las personas. Y encontró que no había un mejor lugar para poner en prueba sus conocimientos que el ámbito legal, de manera específica en los juicios, donde los defensores y los fiscales interrogan a los testigos de tal forma que sus señalamientos queden demostrados.

         Desde 1974, Loftus ha colaborado en varios juicios que le han permitido poner en práctica sus conocimientos. El más importante de ellos: erradicar el mito de que la memoria humana es inmune a la deformación. “De todas las pruebas que pueden presentarse contra un acusado —escribe la psicóloga—, la identificación por parte de un testigo presencial es la más irrefutable […]. ¿Cómo desconfiar de la declaración jurada del testigo de un crimen que está totalmente convencido de decir la verdad? Al fin y al cabo, ¿por qué iba a mentir?”. Para Loftus, la palabra ‘mentir’ resulta engañosa: los testigos, después de todo, no mienten; por el contrario, creen en la verdad de lo que declaran. “Eso es lo aterrador —concluye—: la idea ciertamente espeluznante de que nuestros recuerdos pueden cambiar y alterarse sin remedio y que lo que nos parece saber, lo que creemos de todo corazón, no es necesariamente cierto.”.

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“Suelo pensar que la explicación del Cuarto Paso, más allá de los objetivos con que fue concebida, es un ensayo sobre la escritura autobiográfica.”

“Sin miedo, hicimos un inventario moral de nosotros mismos”. Suelo pensar que la explicación del Cuarto Paso, más allá de los objetivos con que fue concebida, es un ensayo sobre la escritura autobiográfica.

El objetivo es que el alcohólico repase su vida en busca de conocer cómo, cuándo y dónde sus deseos naturales terminaron por retorcerlo. El esfuerzo para llegar a las “deformaciones emocionales” propias debe ser persistente; en caso contrario, la sobriedad —que en AA es sinónimo de felicidad— resulta inalcanzable. Este paso consiste en examinar la propia vida sin miedo, “de manera despiadada”. Una especie de buceo en apnea hacia las aguas abisales de uno mismo.

         Los autores de Doce pasos y doce tradiciones explican dónde comenzar con la búsqueda de los defectos. Afirman que todos fuimos dotados de instintos que nos permitieran sobrevivir, como individuos y como especie, y que los instintos se dividen en tres grupos: los materiales, que posibilitan la subsistencia del individuo; los sexuales, que facultan la existencia de la especie; y los sociales, que permiten la existencia de la sociedad. El problema del alcohólico habría surgido —siempre según el Cuarto Paso— cuando se vio tiranizado por su deseo de obtener cierta seguridad material, por su deseo de tener relaciones sexuales o por su afán de prestigio. “Más que ninguna otra persona, el alcohólico debiera darse cuenta de que sus instintos desbocados son la causa fundamental de su forma destructiva de beber.”.

Si la persona es proclive a deprimirse, es probable que, luego de realizar semejante inmersión introspectiva, termine inundada por sentimientos de minusvalía y odio a sí misma y hacia las demás. Que busque un atajo rápido a través de la autoconmiseración. O, lo que resulta igualmente común, que busque una salida por medio de la vanidad, la soberbia, la negativa. Para eso existen los padrinos y las madrinas, que consuelan al melancólico mostrándole que no es una persona extraña, que otros comparten sus defectos, y lo hace hablando de sí mismo, anteponiendo, a la primera autobiografía, otra que también resulta oscura, pero que se pronuncia desde la luz de la serenidad. En ese momento, en la comprensión mutua, ocurre la catarsis.

La persona alcohólica ha logrado cifrar su vida, que, como todas, resulta inconmensurable, a partir de sus principales defectos de carácter. Los ha aceptado. Ha descubierto que sus desdichas son, si no universales, comunes. Es dueño de una historia que resulta útil en la medida en que es parcial. En la medida que es parcial, puede contarse con un propósito determinado. Ahora es libre de compartirla: lo que antes era un motivo de culpa, ahora es un puente con el resto del mundo. La historia, organizada, de su declive, resulta su tabla de salvación.

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“John Leland infirió que “la buena vida” de Sorensen se debía a que había creado, con sus recuerdos, la historia de una buena vida en el pasado. O —lo que resultaba todavía más astuto— que había aprendido a usar la pérdida de la memoria a su favor, a contar su historia de tal forma que lo bueno prevaleciera sobre lo malo.”

John Sorensen —uno de los adultos mayores entrevistados para The New York Times—, aseguraba que ya había perdido “una buena parte” de las ganas de vivir. Su pareja ya había muerto; tenía los nudillos hinchados por la gota; se negaba a utilizar el andador y se la pasaba encerrado en su casa. En ese contexto solía hablar, sin enfado, de su propia muerte, pero también de que se sentía afortunado. El hecho, para él, de amar la vida y querer abandonarla no resultaba paradójico: “Lo único malo que podría tener la muerte es no haber vivido lo suficiente como para disfrutar el hecho de morir”. John Leland infirió que “la buena vida” de Sorensen se debía a que había creado, con sus recuerdos, la historia de una buena vida en el pasado. O —lo que resultaba todavía más astuto— que había aprendido a usar la pérdida de la memoria a su favor, a contar su historia de tal forma que lo bueno prevaleciera sobre lo malo.

         “Vivir en el pasado quizá sea una renuncia cuando necesitas dar forma al futuro, pero en la vejez es un lugar seguro donde residir —escribe Leland—. El impulso de cambiar una cosa por otra, de desear lo nuevo y lo mejor, quizá estimule el progreso de la humanidad, pero también genera un montón de insatisfacción y ansiedad. Las personas mayores dejan de hacerse daño de esta forma”.

Aquella argucia adaptativa se presentaba en todos los ancianos que John Leland iba entrevistando. Por ejemplo, en Frederick Jones, un afrodescendiente, veterano de la Segunda Guerra Mundial, que había perdido los dedos gordos de los pies debido a la diabetes —y que se relacionaba sólo con uno de sus seis hijos—, hablaba del pasado como si fuera una “caja de bombones que nunca se cansaba de picotear”. O Ruth Willig, una mujer de 91 años que había tenido que dejar una residencia asistida por otra de peor categoría, que solía llevar al periodista a los mismos recuerdos del pasado, una y otra vez, como si su vida constituyera “un pequeño joyero de un brillo exquisito”. Y como Helen Moses, que a los noventa años había encontrado el amor en un asilo del Bronx “pese a la oposición tormentosa de su hija”, y que aseguraba que podía hacer lo que quisiera cuando le diera la gana por la sencilla razón de que había olvidado todo aquello que estuviera fuera de su alcance.  

Dice Oliver Sacks que no poseemos ningún acceso directo a la verdad objetiva de lo que vivimos. Lo que afirmamos como cierto es una mezcla de nuestra imaginación y de nuestros sentidos. “Nuestra única verdad es la verdad narrativa, las historias que nos contamos unos a otros y a nosotros mismos”.

La sabiduría—descubrió Leland—, después de convivir con las personas de la cuarta edad, consiste en adaptar la memoria de tal forma que aprendamos a contarnos, a nosotros mismos, la mejor historia posible sobre nuestras vidas.

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Mi madre dice que los Doce Pasos se estudian y se viven. Entre los años 2020 y 2021 ha volcado su energía y su tiempo a los grupos de AA y a los grupos de codependencia —donde se trata la adicción hacia las personas—. Lo ha hecho con la misma enjundia con que lo hizo entre 1979 y 1980, cuando tenía 29 años. Hoy, a los 70, se dirige a sus ahijadas y a sus ahijados por medio de videochats. Durante la pandemia ha amadrinado alrededor de 35 personas, y, aunque la consejera suele ser mi madre, las personas vulnerables que observa en la pantalla han sido una salvación también para ella. Intercambian historias con beneficios recíprocos. Dedica a esta labor tres horas al día, por lo menos. 

Suele ser discreta cuando habla de sus ahijados, pero esta vez insisto y le pido que me cuente cómo son dos de ellos —los más diferentes entre sí— a grandísimos rasgos para que pueda imaginar el universo que los separa. Me dice que uno, de AA, es un programador de origen humilde que vive en Chota, Perú. Otra, de los grupos de codependencia, es una rica empresaria de un ramo que prefiere no revelar, mexicana. Quedo satisfecho con los ejemplos.   

“En la hoja hay tres columnas. La primera corresponde a los resentimientos, hacia quién están dirigidos y por qué. La segunda columna corresponde a los instintos: materiales, sexuales y sociales. La tercera corresponde a los defectos de carácter”

Le pido que me diga cómo guía a sus ahijados en el Cuarto Paso y me enseña una hoja en una mica. En la hoja hay tres columnas. La primera corresponde a los resentimientos, hacia quién están dirigidos y por qué. La segunda columna corresponde a los instintos: materiales, sexuales y sociales. La tercera corresponde a los defectos de carácter que, tal vez con fines prácticos —o espirituales— son siete, los pecados capitales.   

Mi madre dice que si yo fuera su ahijado me preguntaría, primero, hacia quién tengo los mayores resentimientos y por qué. Después trataría de orientarme, por medio de las preguntas —y esto es muy importante— hacia un relato articulado. Yo debería relacionar que mis resentimientos hacia otra persona —mi madre, por poner un ejemplo— provocaron que alguno de mis instintos se descoyuntara. Lo anterior, con mucha probabilidad, me habría llevado a practicar un pecado capital y al temido alcoholismo. Después ella me pediría que analizara otro resentimiento que yo debería articular de la misma forma que el anterior, y así, sucesivamente.

Eso —le digo a mi madre— es una guía narrativa. Ella está de acuerdo. No podría pedir a sus ahijados que escribieran sus respectivas historias “así nomás”, sin un método. Los lleva a reconstruirlas a través de los resentimientos, los instintos desbocados y los defectos de carácter, en ese orden. Le pregunto si ella también realizó su Cuarto de Paso de esa manera. Ni ella ni su padrino conocían la tabla que tiene en la mano, pero, de alguna forma, noveló la historia de su vida. “Novelar”. Es el lapsus que yo había estado esperando.  

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La psicóloga Elizabeth Loftus narra, en su libro Juicio a la memoria, un caso en el que trabajó para la defensa como perita experta en recuerdos falsos. El asesinato que derivó en el juicio fue terrible. Kathryn Eastburn y dos de sus tres pequeñas hijas, Kara y Erin, fueron asesinadas en Carolina del Norte, cuando estaban en su hogar, durante la madrugada. El esposo de Kathryn, que se hallaba de viaje el día del crimen, recordó que ella había puesto en el periódico un anuncio para regalar a su perro. La policía, que no contaba con más pistas, comenzó a buscar como sospechoso al sujeto que se había llevado al perro. Timothy Hennis vio en la televisión que lo buscaban y acudió a la comisaría. Lo interrogaron a lo largo de seis horas. Era sargento del Estado Mayor del Ejército y decidió cooperar sin pedir un abogado. Tenía coartadas sólidas.

         Los investigadores del crimen hicieron una composición fotográfica con el retrato de Timothy y el de otros sujetos, y se lo enseñaron a Chuck Barret, un empleado de mantenimiento, afroamericano, que aseguró que había visto salir a alguien de casa de los Eastburn la madrugada del asesinato. Casualmente pasaba por allí. Barret, indeciso, señaló la foto de Hennis y así comenzó el juicio en contra del sargento. En los días siguientes, Chuck Barret, testigo principal, se expresaría de manera contradictoria sobre lo que recordaba. Y más tarde la parte defensora demostraría que las preguntas de los investigadores habían sido formuladas de manera tendenciosa.

         Dejando de lado lo anterior, Elizabeth Loftus decidió participar en el juicio como perita debido a la aparición subrepticia de una segunda testigo. Dos días después del terrible asesinato, el criminal había sacada dinero de un cajero automático con una tarjeta robada a las víctimas. Tres minutos después, Sandra Barnes retiró dinero del mismo cajero. La primera vez que fue buscada por los investigadores, aseguró que no había visto a nadie más en el banco. Ocho meses después, comentó que un día, de repente, había recordado que sí: había visto a alguien más y se parecía a Hennis.

         Para la psicóloga resultaba muy extraño que Sandra Barnes hubiera modificado su primera declaración con ocho meses de diferencia, y también que la parte acusadora basara su argumentación en ello: la primera vez que se experimenta un recuerdo es más fidedigna que la segunda, de manera invariable, por la sencilla razón de que el tiempo no ha hecho mella en la memoria. Basándose en las dos declaraciones de Barnes, alegó “que las aguas de sus recuerdos estaban vacías en principio y que el pez se había introducido después, por influencia de las fotografías de prensa; que el pez había empezado a moverse con las preguntas del investigador, el cual no dejó de tirar el anzuelo y revolver el agua buscando la presa, hasta que el pez saltó y mordió el cebo. En cuanto el recuerdo picó, se volvió real”. La psicóloga aseguraba, y ese era el centro de su comentario como perita, que no le cabía la menor duda de que Sandra Barnes creía decir la verdad: “Cuando recordamos una cosa, tendemos a creer que es cierta”.

“…Los recuerdos no sólo se borran, simplemente, como nos induce a pensar esa forma tradicional de decirlo, sino que también crecen…”

Finalmente, Hennis fue exonerado por el jurado, que no halló que la parte acusadora hubiera demostrado nada. Loftus ha seguido adelante con sus investigaciones acerca de la memoria desde la psicología experimental: “Los recuerdos no sólo se borran, simplemente, como nos induce a pensar esa forma tradicional de decirlo, sino que también crecen. Lo que se pierde es la percepción inicial, lo que se vivió en realidad, pero, cada vez que recordamos un acontecimiento, tenemos que reconstruir su recuerdo y, con cada reconstrucción, éste puede cambiar.”.

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Mi madre no sabe qué fue de Julio, el sembrador de rosas de San Pedro Mártir que la acompañó cuando más lo necesitaba. Podría parecer ingrato, pero no lo es. La solidaridad de los alcohólicos anónimos se bifurca hacia cualquiera que los necesite, y no hacia el primero que les dio la mano. Nunca olvidará, sin embargo, lo que Julio hizo por ella. Mi madre se sentía devaluada y sola —sobre todo los fines de semana, cuando debía huir de las personas con las que bebía—. Los domingos iban a Sanborns y él la guiaba entre los recovecos del autoanálisis y la aceptación personal. Iban a lugares terribles, como cárceles y manicomios, y ella sentía que, a su lado, estaba segura: “Pensaba que no me iba a pasar nada, Julio era mi poder superior.”.

El primer resentimiento que la ayudó a sanar fue hacia sus padres, mis abuelos, quienes —culpables del alcoholismo de mi madre o no— siguieron bebiendo con dipsomanía hasta el último día de sus vidas. Pero, lejos de buscar que mi madre se convirtiera en una jueza implacable, Julio debió modelar sus preguntas con cuidado, llevando a mi madre hacia el camino del perdón y la responsabilidad. La historia que ella iba a contarse a partir de ese momento debía ser distinta por una sencilla razón: la historia que se había contado hasta entonces era dolorosa y destructiva. Mi madre aprendió de su primer padrino —y yo también por añadidura— uno de los conocimientos que más tratamos de poner en práctica, aunque con motivos distintos: que podemos transformar nuestro pasado en un presente significativo. EP


Referencias

  • John Leland. Ser feliz es una decisión. Urano. 2018
  • Elizabeth Loftus y Katherine Ketcham. Juicio a la memoria. Testigos presenciales y falsos culpables. Alba. 2010
  • Doce Pasos y Doce Tradiciones. Central Mexicana de Servicios Generales de Alcohólicos Anónimos. 2018.
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