Para el maestro José Luis Bobadilla (1974-2019)
Me cuesta mucho trabajo reflexionar sobre la escritura,
sobre la creación misma, porque sospecho que la naturaleza del lenguaje siempre
está cambiando, y no sólo eso, sus formas y ritmos son impredecibles. Nunca he
entendido a quienes han logrado un estilo —que es muy diferente al tono—.
Quiero decir que no logro entender cómo se puede escribir igual que ayer,
igual, incluso, que hace un par de horas, ya que el lenguaje nunca es el mismo.
Intuyo, en cambio, que las palabras atraviesan el mundo, lo perforan, y
muestran otro, uno invisible, poblado de luces y sombras, donde no existe el
tiempo. El cuerpo y la mente también son penetrados por ese mundo, y logran,
digamos, una comunión con las palabras, que actúan como seres vivos que saltan
y desaparecen rápidamente sobre la hoja. Pero pasan por el cuerpo y culminan en
la mano, en la escritura. El cuerpo es testigo de esta aparición —rápida y
fugaz— de la palabra, que siempre se mueve en el más violento desorden.
Entonces, “eso” que ocurre no tiene nombre ni formas ni ritmos reconocibles,
porque su naturaleza es indescifrable. A la palabra no la podemos poseer nunca,
tampoco podemos manipularla; lo que sí podemos es aproximarnos a ella y lograr
un tanteo del mundo. Cuando logramos eso, logramos, al mismo tiempo, penetrar
cierto misterio que rodea a las cosas y a los seres que nos parecen hermosos,
justamente por eso, porque nos causan extrañamiento. Basta mirar un árbol para
saber a qué me refiero: no sabemos nada de su fuerza, de dónde proviene, pero
intuimos su vigor y nos emociona, así como su fruta, y eso, de algún modo, se
traduce en lenguaje.
En mi caso llegué con un montón de desventajas como lector.
La más significativa de ellas fue el tiempo: era muy viejo cuando aprendí a
leer y escribir, lo cual, digamos, no me permitió reflexionar mucho sobre
literatura. Lo que yo quería era leer rápido y ponerme al tanto lo más pronto
posible en relación con las cosas importantes que se habían escrito, para
después olvidarlas y no repetirlas nunca. Quiero decir que no tuve mucho tiempo
—no contaba con él— para discutir con otros acerca de literatura. Alguna vez un
amigo me dijo: “Yo leo para olvidar”, sin agregar más, dando por hecho que el
asunto quedaba entendido, lo que agradecí como otra de las muchas
consideraciones que tuvo conmigo. Esa manera suya de situarse frente a la
lectura era, desde luego, notoria en su escritura y en su trabajo como editor,
y se evidenciaba en su forma muy personal de leer: una voz acompasada, con un
fondo tembloroso, que se aproximaba a poemas muy queridos a través de tanteos
llenos de vacilaciones, de tartamudeos incluso, con lo cual se verificaba la
alteridad del poema, su constante movimiento, de tal manera que daba la
sensación de que no conocía esos versos, que eran nuevos para él, y que el
hecho de asistir a la vivacidad del lenguaje, a su novedad, le resultaba
deslumbrante, y a uno, perturbador; pero también estaba la sensación de que, al
escucharlo, uno atestiguaba un nuevo decir de la palabra, y que ésta nunca
antes había sido pronunciada.
“Leer para olvidar” son palabras que han tenido un efecto
permanente en mí y que me han permitido vislumbrar la importancia de la
creación como la posibilidad de una escritura sin respaldos; incluso la
importancia, también, de negarse a la confianza, a la certidumbre y a las
formas. Quizá, sólo así, uno sea apto para que la palabra se mueva de forma
natural, es decir, sin dirección ni sentido, porque, en realidad, el sentido
que uno le encuentre al movimiento de la palabra no tiene ningún valor. No
pensar en formas, sino en un espacio libre y limpio donde la palabra se
presente sin sufrir una alteración por la memoria literaria. Ser un testigo
cuando la palabra aparece, salta y se va. Y de nuevo nace la espera, con la
sospecha de que allá donde regresa y habita la palabra, la oscuridad, de ahí
vienen sonidos nuevos, que son los que siempre se esperan; no lo bello ni lo
poético, sino un nuevo decir de la palabra.
Recuerdo, cuando chamaco, allá en mi pueblo, que por las
noches, acostado, veía la iluminación del relámpago por encima de las tejas.
Después, el trueno. Lo que me invadía entonces era el terror. Pero también una
especie de devoción por toda esa fuerza. Mi abuela me decía: “Oí el trueno”, y
me parecía que la palabra trueno pronunciada
por ella estaba cargada de esa misma fuerza que iluminaba la noche. De alguna
forma todas esas experiencias, relacionadas con el miedo, generaban palabras en
mi lengua. Palabras sin ninguna articulación. Sin ningún sentido. Pero no podía
resistirme a expulsarlas. Esas palabras estaban cargadas de energía, de tal
manera que se apoderaban de todo mi cuerpo.
De esa misma época recuerdo un corongoro en el patio de la
casa, vecino de las hamacas. Era, también, el árbol más viejo entre todos los
que sustituyeron la hierba mala, posiblemente más viejo que los propios abuelos
de mis abuelos, perteneciente a una época en la que a mi pueblo lo llamaban El
Potrero. De ese tiempo sólo me tocó asistir a las noches alumbradas con
lámparas de petróleo y al ramerío que se arrastraba con el calor. Previo a
secarse, ese árbol vivió una época de esplendor para la familia. Había todo
tipo de animales, reses y burros, principalmente, pero también caballos. Caballos
y yeguas. Potrillos a los que vi nacer y a los que incluso ayudé en ello
tomándolos por las patas. Me ponía en cuclillas y veía cómo el potrillo se
serenaba apenas se ponía en pie y sentía su propio galope. Y supongo que lo
asombraba el golpeteo de su sangre. Su corazón. En ese entonces me bombardeaban
montones de sensaciones. No paraba de estar atento; pero todo aquello —todas
esas sensaciones— me rebasaban y ponían en alerta. Quiero decir que mi lenguaje
dudaba frente a lo que ocurría, porque siempre buscaba una palabra certera,
como lo es, por ejemplo, buganvilia, que, me parece, condensa toda la
inscripción de la tarde en las hojas rojas. Nombrarla, decir buganvilia, expresar la exactitud de su
nombre, me significa reponerme de la relación abstracta que, a la fecha, guardo
con el mundo. EP