Roberto Bernal habla de la estrecha relación de los calentanos con el lenguaje y con la comida, la conversación alrededor de los alimentos y la apreciación de la naturaleza.
El lenguaje de la cocina
Roberto Bernal habla de la estrecha relación de los calentanos con el lenguaje y con la comida, la conversación alrededor de los alimentos y la apreciación de la naturaleza.
Texto de Roberto Bernal 08/05/20
Para Matías Bernal
Para gran parte de nosotros los calentanos, las afinidades más importantes con nuestra zona tienen relación con el lenguaje, y luego, casi enseguida, con la comida. Lenguaje y comida están profundamente ligados porque hablan de lo más inmediato de nuestros hábitos: nos reunimos con familiares y amigos y conversamos alrededor de los alimentos, sin prisas, atentos por escuchar al otro, y a esa conversación, a los sabores y olores de la comida, se integran otros elementos sutiles pero que difícilmente pasan inadvertidos: sonidos de animales que vienen desde nuestro patio o más allá de la cerca, desde la casa del vecino, entre los que colindan, también, airosos, almendros y arrayanes, y, en sus ramas, cucuhas y chiscuaros. Confirmada la reunión de todos esos elementos, más el calor y la humedad, adquirimos la sensación de un espacio íntimo, de pertenencia, y sólo entonces nos disponemos a comer.
Como cocinero, mi escuela más importante respecto a la valoración de la cocina y sus ingredientes fueron sin duda aquellos días en que, junto a mi abuelo y mis tíos, almorzábamos en el potrero. Recuerdo al burro y a la mula que, montados por algún familiar y cargados con el morral de comida y tortillas, llegaban a nosotros un poquito después de las nueve de la mañana. Separados en grandes frascos de vidrio, mi abuela enviaba combas, huevo en salsa martajada, longaniza frita, aporreado, salsa de molcajete y una bolsa naila (de nailon) repleta de semillas tostadas. Comíamos bajo la sombra de la ceiba, junto al manantial que cruza el potrero, donde llenábamos el guaje. Aunque fatigados, la aparición de estos alimentos, reunirnos alrededor de ellos, en cuclillas, creaba una festividad silenciosa e incluso una disposición a la cordialidad en nuestro diálogo. Estos platillos —la rigurosidad con la que fueron elaborados— nos obligaban a ser solidarios e influenciaban, por decirlo de algún modo, la forma de observar el potrero y las montañas: el aire se percibía distinto, más apacible, y nos señalaba las luces que, lentas y transitorias, cruzaban con las nubes. De la milpa extendida y alta —y tan verde— que observábamos provenían nuestros alimentos.
Recuerdo que mis otros familiares —habitantes de la Costa Grande de Guerrero— se admiraban porque yo había nacido en la Tierra Caliente, y decían, despectivos, que allá mis paisanos andan con huaraches y sombrero. Pero yo, distante de mi tierra, añoraba mi casa, también la perfecta coincidencia de la sombra de los árboles con el lenguaje de mi abuelo, quien, al decir pinzán, encierra, en esa sola palabra, un mundo íntimo y privado. Yo advertía, en el lenguaje de mi familia calentana, una relación cuidadosa con el entorno que sólo he visto en muy excepcionales regiones. Se trata de un lenguaje elemental, que nombra y atrae cosas inmediatas y que tiene relación con el trabajo y la cocina. Este lenguaje, en apariencia parco, no se distrae en lo innecesario; en consecuencia, todo —incluso las cosas más pequeñas— tiene un nombre y un orden destacado en los quehaceres del día. La expresión dura, por ejemplo, de alinear a la vaca o llamar al toro es la misma expresión rigurosa del cuerpo con la que se cosecha o se pizca el campo. Sin embargo, detrás de ello —me daba cuenta— hay un gesto auténtico de dulzura y cariño por el animal. Los árboles que nombramos, esos mismos donde ponemos —bajo la sombra de la rama— la silla, la hamaca o la mecedora, se han adherido a la familia, y cuentan nuestros años y también los de la casa. Los frutos nos hablan del mes del año y señalan, temporada tras temporada, cuál será la receta del día. Nombramos y esperamos pacientes, como quien va a llegar, a las ciruelas, al florecimiento de la calabaza en el potrero, a las tormentas que nos dan chipiles y quelites. Vamos al cerro a venadear, a cazar iguanas, a cortar nanches, y esa expresión, la de ir al cerro, contiene, en realidad, la emoción alegre de combatir con la propia tierra. Pero también nuestro lenguaje tiene tonos profundos de silencio, esas mismas prolongadas pausas de la tarde en las que sólo se escuchan la vibración del almendro y el canto del chiscuaro.En lo personal, me atrae el carácter reflexivo del lenguaje de mis abuelos, su preocupación por no hablar de más y desperdigarse en tonterías. De ese modo, cuando hablan, lo hacen con la verdad, interesados por que cada palabra sustente una visión personal que han elaborado con los años. Lo que emana de ahí, de esas voces, cuando las escucho, es la sensatez. EP
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