“En 2019, nos encontramos en otra época de retrocesos y peligros similares, por lo que vale la pena rescatar la obra de Wilson, El castillo de Axel, en la que traza el recorrido de la literatura en inglés y francés, desde la transformación del romanticismo hasta el surgimiento de la modernidad, justo antes de la Segunda Guerra Mundial.”
El castillo de la pureza
“En 2019, nos encontramos en otra época de retrocesos y peligros similares, por lo que vale la pena rescatar la obra de Wilson, El castillo de Axel, en la que traza el recorrido de la literatura en inglés y francés, desde la transformación del romanticismo hasta el surgimiento de la modernidad, justo antes de la Segunda Guerra Mundial.”
Texto de Guillermo Máynez Gil 23/05/19
En 1931, una época de retroceso democrático, confusión, desigualdad y presagios de violencia inaudita, pero también de aceleración científica y tecnológica, y de ruptura con las tradiciones artísticas, Edmund Wilson esperaba que el nuevo conocimiento trajera una nueva síntesis entre ciencia, arte y filosofía que permitiera al poeta salir del “castillo de Axel” en que había tenido que refugiarse. No fue así: si acaso, unos pocos alcanzaron el ambiguo estatus de celebridad, pero la desconexión sigue presente.
En 2019, nos encontramos en otra época de retrocesos y peligros similares, por lo que vale la pena rescatar la obra de Wilson, El castillo de Axel, en la que traza el recorrido de la literatura en inglés y francés, desde la transformación del romanticismo hasta el surgimiento de la modernidad, justo antes de la Segunda Guerra Mundial.
Aparecido en medio de la Gran Depresión, y poco antes del ascenso del nazismo, éste es uno de los libros de crítica literaria más famosos e influyentes del siglo XX. Su propósito es explicar y explicarse la literatura contemporánea de su época en inglés y francés, por aquel entonces a la vanguardia de la literatura mundial. Tiene un valor especial el que Wilson escriba sobre obras de reciente aparición (casi todos los autores estaban vivos), aún incomprendidas por la mayoría de los críticos. De hecho, este libro parece haber sido determinante para su aceptación en el canon, su difusión y su prestigio.
En la Introducción, Wilson identifica al simbolismo francés como la raíz del movimiento modernista a ambos lados del Atlántico, lo que explica la desconexión de las obras en inglés con su tradición en esa lengua. El simbolismo no es, como afirmaban algunos, una mera derivación o degeneración del romanticismo, sino un movimiento propio. Curiosamente, el simbolismo surge de Estados Unidos, en concreto de la obra de Poe, que fascinó a Baudelaire y a Nerval. Los lectores británicos no entienden la literatura moderna precisamente porque no viene de su tradición. Además, los modernistas en esa lengua no son ingleses, sino irlandeses y estadounidenses. Si acaso, tiene raíces en un inglés completamente excéntrico: Blake. Si el clasicismo estaba basado en la objetividad y la ausencia del artista, el romanticismo resaltó la subjetividad: el artista es el tema. La revolución en las imágenes poéticas implicó una revolución metafísica, que a su vez provocó reacciones distintas en las dos lenguas: en francés, el parnasianismo y el naturalismo, y en inglés, la novela victoriana y la poesía de Browning y Tennyson. Después, en Francia, surgió la figura fundadora del simbolismo, Mallarmé, quien intentó superar ese dualismo y fue mentor de la mayoría de los modernistas.
William Butler Yeats enriqueció el simbolismo con temas irlandeses. Yeats fue un genio de la contradicción: rechaza el mundo práctico, pero cuestiona los misticismos y luego desarrolla una mística y mitología propias que llegan a caer en la charlatanería. Aun así, produce alta poesía. En su obra de madurez, transita del simbolismo a una visión más sobria, anclada en su vínculo con la realidad. Así, su obra se desarrolla en tres fases: simbolismo (baladas irlandesas), misticismo (A Vision) y aproximación a la realidad cotidiana, más relajada y con más humor.
Paul Valéry, discípulo de Mallarmé, deja la literatura tras una crisis y se dedica al estudio de sí mismo, de sus propios procesos mentales. De ahí resulta Monsieur Teste, el intelecto puro que no actúa (porque la acción contamina el intelecto). Como Yeats, es contradictorio: aunque decreta la incompatibilidad de la vida interior y la exterior, es un maestro del mundo sensible, de lo sensual, de la abstracción vibrante y carnal. Después de veinte años, vuelve a escribir, con una concentración total en la forma y no en la materia (“La Jeune Parque”). El tema verdadero de su poesía es el conflicto entre las leyes absolutas de la mente y las contingencias limitantes de la vida.
T. S. Eliot, hijo del puritanismo de Nueva Inglaterra, añora el deseo y la vida común y sensual (como sus colegas hiperintelectuales Henry James y Thomas Mann). Eliot confronta el desierto de la vida urbana, burguesa, comercial, industrial y democrática con el romance épico-heroico, medieval-renacentista. A partir de pastiches de antecesores (treinta y cinco en The Waste Land), crea una obra enormemente original, una nueva voz que deja atrás el simbolismo de sus fuentes, Corbière y Laforgue. Donde Pound es fragmentario, incompleto y disparejo, Eliot es coherente, completo y consistente. Mientras Valéry negaba que la poesía debiera tener sentido, Eliot lo afirmaba. La filosofía sí cabe en la poesía, pero sin relación con la vida práctica. A pesar de estas diferencias, ambos eran esteticistas puros. Por su parte, Wilson no está de acuerdo en aislar el valor estético de los otros valores de la vida y, además, dice que la frontera poética entre verso y prosa no es tan nítida como Valéry y Eliot creen (por ejemplo, Madame Bovary).
Proust es el primer novelista que aplica los principios del simbolismo. Más que estructura narrativa, su obra tiene una estructura sinfónica, cuidadosamente planeada a pesar del aspecto de digresión casual y espontánea. Por ejemplo, los eventos sociales que relata tienen un orden progresivo, de abajo hacia arriba en la escala social: Verdurin – Saint-Euverte – Villeparisis – duquesa de Guermantes – princesa de Guermantes. Esta sinfonía alterna y luego mezcla lo subjetivo (sueños e introspecciones) con lo social (personajes), aspecto este último que deriva de Shakespeare (Falstaff = Charlus) y Dickens (en una curiosa inversión de influencias, en este caso de la tradición inglesa al modernismo francés). Proust va revelando a sus personajes, un aspecto a la vez, bajo la óptica del observador del momento, que va cambiando con el tiempo: los personajes, aun a partir de una personalidad definida, están en constante transformación. Proust entiende y aplica la Teoría de la relatividad; según Wilson, es el equivalente, en la novela, de la nueva física: una red densa, circular, de redes sociales. En cuanto a éstas, Proust es pesimista: las relaciones son insatisfactorias, no se puede depender de otros, no se puede encontrar el amor en los otros. En suma, Proust es la gran síntesis del final de un mundo, el del siglo XIX.
James Joyce encontró en La odisea el modelo clásico ideal (el “héroe común”) para la épica del hombre moderno común. Una curiosidad que comparte con Proust es que su alter ego, Dedalus, decide al final de Ulysses comenzar a escribir el libro que está terminando, igual que el Marcel de En busca del tiempo perdido. Dentro de una narrativa naturalista, Joyce se acerca a la conciencia de sus personajes con los métodos del simbolismo, en una innovadora fusión entre tema y método, que da como resultado la épica moderna. Si en Proust la subjetividad invade lo exterior, lo narrado, en Joyce no lo hace; éste mantiene la mirada objetiva (desde la subjetividad del monólogo interior, separado). Pero lo objetivo y lo subjetivo, inevitablemente, se van mezclando y distorsionando al avanzar. Joyce también fue influido por la relatividad: el estilo se adapta a la hora del día y al estado de ánimo y de percepción de los personajes.
Finalmente, Gertrude Stein llevó al modernismo a un callejón sin salida, de manera brillante pero problemática para el futuro de éste. Las peculiaridades de su lenguaje, como las aliteraciones obsesivas, se amoldaron a las vanguardias, pero sin duda es más recordada como la propietaria del salón artístico y literario en el que se encontraban lo mismo Picasso, Dalí y Stravinsky, que la generación perdida de Hemingway y Fitzgerald.
En su conclusión, Wilson presenta a Axel, personaje de Villiers de L’Isle-Adam, y a Rimbaud como prototipos de las opciones del literato del siglo XX, básicamente reducidas a una sola: el aislamiento. Si el romántico, a pesar de “no hallarse” en la sociedad burguesa, aún luchaba, aún se involucraba, el simbolista y el modernista han perdido la batalla y deben aislarse ante la falta de espacio para la poesía en esa sociedad.
El partidismo y la Primera Guerra Mundial expulsaron al poeta de la vida cotidiana. La literatura se convirtió en un juego especializado, prolífico en nuevas visiones que, sin embargo, generaban un prestigio solamente literario y ya no popular.
Wilson, aunque lamenta que la ciencia y el arte se vayan haciendo incomprensibles, cree que pueden romper moldes y crear nuevo conocimiento para nuevos tiempos, abriendo la puerta para una nueva síntesis entre ciencia, filosofía y arte.
Sobra decir que, en todo caso, el sueño de Wilson apenas está comenzando su camino, pues se han atravesado la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el neooscurantismo del siglo XXI. No sabemos aún si ese sueño podrá realizarse, pues las señales positivas están revueltas con otras mucho más ominosas.
Como sea, esta obra lúcida, accesible y clara, que es por sí misma alta literatura, y los autores que aborda, son signos brillantes de la relevancia del arte y la reflexión sobre el mismo, sobre todo en épocas de retroceso, confusión y barbarie, como 1931 y 2019. EP
———————— Guillermo Máynez Gil es director general de Grupo ICB. En Este País ha publicado ensayos sobre Boccaccio, Joyce, Durrell y la literatura de la Primera Guerra Mundial, entre otros temas. También ha publicado cientos de reseñas de libros en Amazon y participó en el libro colectivo Cervantes: puente entre lo moderno y lo profano.