Estos poemas de Carla Faesler forman parte de un libro suyo que se publicará en mayo bajo el sello de la casa editora Impronta. Sofía Grivas les acompaña con ilustraciones digitales de su autoría.
Dron (fragmentos)
Estos poemas de Carla Faesler forman parte de un libro suyo que se publicará en mayo bajo el sello de la casa editora Impronta. Sofía Grivas les acompaña con ilustraciones digitales de su autoría.
Texto de Carla Faesler & Sofía Grivas 03/04/20
Con ilustraciones de Sofía Grivas
I
Mi madre era granadero,
un monito de cómic,
el alter aturdido de un tú de videojuego
activado por un joystick colosal.
El mágico control
del gran que nos acosa,
que en lugar de ignorarnos
con misterios astrales,
penetra y se derrama en nuestro centro,
nos trampa entre sus púas,
nos lame de subsidios
y nos masca de empleo.
Muy en tenaz sigilo,
su vuelo lo delata. Por ahí viene
bandera —el gran que nos hostiga—
por ahí viene su dron
que nos ácido y huele,
que brusca y nos disuelve de girar.
En las tardes la tele,
el gran que nos persigue
nos clavaba su antena,
la enterraba en los predios de cal de nuestras frentes,
nos todo poseía,
su pantalla, su sol, si, si, su cielo,
y formaba una parcela deslumbrante.
II
Mi madre era granadero,
un vaho indiferente, un palo ciego,
un compacto sin centro, sin tupido,
un basurero de harto
que se hincha
en bulto insoportable,
y se revienta.
En las noches de foco,
de sombras bien portadas de siniestras,
el reflejo pantalla: esquirlas de colores nos pintaban
como si un hombre azul, niña amarilla
o el verde en las paredes con su mano de muerto.
El musgo nos husmeaba con sus dedos
de tierra y hormigón,
su verde hecho marciano que no llega,
el vidrio gelatina más bello de este mundo,
su verde transparencia, gomitas a lamer.
Y al sur, al sur, la granadero,
era lo que se asienta abajo
y se queda en la jarra de tres días.
Un hongo se fermenta.
Somos nosotros,
soy yo sin poder verme.
El único espejo que conozco
es el visor del casco de su equipo antimotín.
V
Mi madre era granadero,
un monito de cómic,
la máquina violenta,
la ciega conducida por el diablo:
esos vidrios blindados
de la Hummer deshecha,
cuyo fuero se oxida en el deshuesadero,
donde los perros ladran en la noche
a una mujer violada con varillas y escobas.
Cuando la oscuridad,
una tribu fogata
alrededor celebra
su desmantelamiento
VI
Mientras se calentaba la rabia del motor
en los carros que irían por turno al desalojo,
mi madre se trajeaba
el uniforme incómodo,
su martirio de burda intimidad,
textiles tiesos
soldados a la vulva, adheridos al ano,
para luego salir hacia el pavor,
—escudo y lacrimógeno—
de un inmueble insurrecto, un edificio dañado,
o ese lote pobreza sin remedio.
Los cuerpos de la marcha, marchan,
marchan que dan miedo los esqueletos ajenos,
los sin nombre, los que odian al jefe,
los odiamos, sí, sí, ellos nos odian. EP