Cuerpo

Una espina que crece del dedo meñique de la mano de un hombre que empieza a sentir que su cuerpo es distinto de él, que hay otro cuerpo dentro de su cuerpo… Todo esto en un cuento de Alberto Chimal.

Texto de 03/04/20

Una espina que crece del dedo meñique de la mano de un hombre que empieza a sentir que su cuerpo es distinto de él, que hay otro cuerpo dentro de su cuerpo… Todo esto en un cuento de Alberto Chimal.

Tiempo de lectura: 11 minutos

If a thing loves, it is infinite. 

William Blake

Sábado 

Nos acostamos, lado a lado, y le digo: 

—Cris. 

Y Cris me responde con besos. 

—Meñi —me dice. Es abreviatura de “Meñique”. Nuestros apodos íntimos, los que nadie más conoce, evolucionan—. Mi Meñi —y pone sus manos sobre mis mejillas y mueve sus palmas hacia mi cuello, y eso es suficiente para que mi cuerpo anticipe lo que vendrá. Para que lo sienta. Mi cuerpo se adelanta a mi cuerpo. Tiemblo. Digo, de pronto: 

—Qué bueno que ya nos desvestimos —porque tengo la costumbre de decir tonterías en estos momentos. Algo sigue dándome miedo, muy adentro. A lo mejor es mi cuerpo. Tanto esfuerzo por no sentirme mal en mi propio cuerpo, ni con nada de mí, y para qué. Esto lo pienso. Es un destello de otra forma de miedo, que no alcanzo a expresar. 

Cris me impide hacerlo con otro beso. Miro la luz anaranjada que entra por la ventana y nos alumbra la piel, las manos, los brazos y las piernas. 

Domingo 

Cris dice que ese apodo (la forma actual del mismo) le gusta más que los nombres que le dieron sus padres. Es una marca de orgullo. Desciende de una maldición que su madre le dedicó muchas veces y que ahora nos da risa. “¡Cristo Vengador, descarga tu ira y tu rigor!”, decía, porque Cris era una criatura pervertida, alejada de Dios, la vergüenza de toda la familia. Después de conocer la historia, yo pasé varias semanas usando el nombre completo (“¡Cristo Vengador, ven, la cena está servida!”) y luego dejé que se fuera desgastando. 

Va a dar la una de la mañana. Cris ya se ha tapado con su mitad de la manta y a mí pronto me ganará el sueño. Me incorporo un poco para tirar de la cortina y tapar la ventana. Mi cuerpo ya se ha calmado. Está en ese vacío feliz que se llena del cansancio profundo: la modorra que sigue del placer como una amiga amable, puntual, enfadosa. 

Tiro de una esquina de la cobija y abrazo a Cris. Beso el cabello sobre su nuca. Antes de dormirme por entero siento algo raro. Una especie de comezón en un dedo. El meñique (justamente) de la mano derecha. 

Lunes 

Después del desayuno, Cris se va a su trabajo. Yo lavo los platos, riego mis plantas y enciendo la computadora para empezar a trabajar. Tengo que traducir el manual de un medidor de frecuencia cardiaca para perros. No sé nada de veterinaria (y menos en inglés) y además odio a los perros. Pero al menos no tengo que ir a una oficina como Cris: en nada nos parecemos menos que en la capacidad de relacionarnos con otras personas. Por suerte tengo a alguien que me comprende y me saca a pasear y ver rostros humanos de vez en cuando. 

Me siento ante el teclado. Yo estudié mecanografía y uso (casi siempre) los diez dedos en las posiciones adecuadas: a la hora de escribir la primera letra p, siento un poco de dolor. Recuerdo la sensación rara en mi dedo en la madrugada del domingo. Durante todo el día no volví a pensar en ella. Ahora me toco. Tal vez sea una ampolla. No veo nada raro en la punta del dedo. La traducción ya empieza a ser urgente así que paso la mañana escribiendo con nueve dedos. Hago una pausa a mediodía y pongo la yema del dedo sobre un trozo de hielo. Duele menos cuando no presiono. 

Reanudo el trabajo. Hago una pausa para comer. Vuelvo a ponerme hielo. Sigo trabajando. Todo es un poco incómodo. En un momento me da la impresión de que tengo una segunda sensación extraña, pero no en el dedo sino en el brazo, cerca del codo. Puede ser que haya cambiado levemente de posición por no moverme como acostumbro. 

En la noche llega Cris y cenamos. Empiezo a hablarle de mi dedo meñique. 

—Espera al menos a que termine mi café —me dice, con un guiño y una sonrisa. 

—No, no, no estoy hablando de sexo —contesto. 

Ahora lo que me parece extraño es la expresión en la cara de Cris. ¿Le respondí con demasiada brusquedad? Hago eso a veces y yo soy Meñique por una razón mucho más íntima que el Cristo Vengador. Mi mamá diría que es una razón obscena. Por eso ya no veo a mi mamá. 

Martes 

En la madrugada me despierta un dolor en el dedo. Apenas pasan de las cuatro. Debería ir al baño por un analgésico, pero me da miedo despertar a Cris. También pienso que el dolor va a pasar. Cuando nos levantamos, el dolor persiste. Cris se preocupa cuando le cuento. Como anoche, otra vez me pregunta: 

—¿De verdad no te hiciste daño mientras teníamos…? —y no acaba. En general me enternece ese recato fingido, pero ahora no logro sonreírle. 

—No. De verdad, es otra cosa. 

Mira mi dedo y se asusta. Yo también. No había notado que hay una mancha verde en la punta. No, no es una mancha. Es algo duro que se abre paso desde el interior, a través de la piel, como un trozo de uña. 

Miércoles 

Cris falta a su trabajo para acompañarme con el dermatólogo. Le agradezco mucho. Se lo digo varias veces mientras avanzamos por la calle en el taxi. 

—Puedo trabajar, pero sí me cuesta un poco más —le explico al doctor, cuando ya estamos en el consultorio—. Uso mucho la computadora. 

—Escribe con los diez dedos —presume Cris. 

—Aunque ahora sólo puedo usar nueve, claro. 

El doctor anota mis datos en un nuevo expediente. Noto que mi aspecto y el de Cris lo turban, pero aguanta y no dice nada. Me da gusto. El tono de todas sus preguntas es impersonal. 

Siento mucho dolor cuando intenta cortar un trozo de… lo que tengo en el dedo. En realidad no es algo que sobresalga como una uña. Está muy enterrado. Mejor dicho, viene de muy adentro. Como una espina. Diría “un cuerno” si no estuviera saliendo de mi dedo más pequeño. 

Cris me acompaña a hacerme las radiografías que me pide el doctor. A los análisis tendré que ir mañana y en ayunas. Me tomo dos analgésicos. 

Los analgésicos apenas me han hecho efecto cuando volvemos a casa. Tengo que volver a trabajar. Cris se ofrece a ayudarme pero (le recuerdo) sólo tenemos una computadora en casa. Discutimos. Finalmente el dolor no me deja trabajar y Cris toma mi lugar durante el resto de la tarde. 

Cris odia a los perros mucho más que yo. 

Jueves 

Al laboratorio llevo la mano derecha metida en un guante de hule embarrado, por dentro, de ungüentos. Me da vergüenza descubrirla para la radiografía. Ahora, la cosa —lo que sea que me brota de la punta del dedo— sí parece definitivamente una espina. Una espina verde. Sigue doliendo, y ahora el dolor llega hasta el hombro. Por otra parte, ahora el dolor es sordo, más un adormecimiento que una punzada. No son únicamente las pastillas que he seguido tomando. No he querido mencionarle a Cris las enfermedades en que he estado pensando. Ya es bastante con ver la cara que tiene al marcharse a su trabajo. 

(Otra vergüenza: al despedirnos, hace rato, me dio por preguntarle si no había sentido nada raro el domingo o en noches anteriores. Y Cris se ofendió. No era mi intención que se ofendiera.) 

La técnica que me toma las radiografías me mira con la misma inquietud y menos discreción que el dermatólogo. Desde que le di mi nombre se puso así. Me siento vulnerable, como si me viera a través de una lupa. Cómo odio volver a sentir eso. Salgo del laboratorio. 

Desayuno en un café cualquiera. Me cuesta tomar el huevo revuelto y sopear el pan con la mano izquierda. 

De camino a la estación del metro, me detengo afuera de una tienda cerrada y abandonada. No sé por qué me detengo. Tampoco sé por qué me acerco a una pared, sucia, cubierta de grafitis. 

Sobre la superficie de la pared, entre las manchas de pintura, hay otra, de limo negro. 

De pronto, siento una comezón enorme. También es distinta de la del domingo. No es parte del dolor sino que se sobrepone a él. También a mi voluntad. Me obliga a quitarme el guante. Lo dejo caer. Acerco la mano a la pared. 

Viernes 

Poco a poco me doy cuenta de todo. 

—¿Dónde estabas? —pregunta Cris, y sé que no es la primera vez. 

También sé que es mediodía. Lo comprendo. Más precisamente, va a dar la una de la tarde. 

Veo la hora en un reloj que está en mi mesa, junto a mi computadora. 

Estoy en nuestra casa. Nuestro departamento: decimos “casa”, como cualquier otra persona, para referirnos al hogar. 

¿Dónde estuve entre la mañana del jueves y este momento? Veo que Cris tiene lágrimas en los ojos. También veo los rastros de lágrimas más viejas en su cara. Ha llorado varias veces. Ha llorado por mí. Está de rodillas. Ante mí. Cerca de mí. De mi cuerpo. Miro mi cuerpo. Está sentado en un sillón junto a mi mesa. Este último pensamiento me da miedo. ¿Estoy sintiendo algo distinto de mi cuerpo? ¿Estoy sintiendo que mi cuerpo es distinto de mí? 

Miro mi cuerpo. Está vestido. Llevo ropas. Las ropas que llevaba ayer, jueves. Pero están sucias. Muy sucias. Parece que llevara fuera no un día sino una semana. En especial los pantalones están sucios. Huelo mal. Estoy recordando que vine aquí, aunque también podría ser que estuviera recordando alguna de las muchas otras veces que llegué a casa. 

No. Vine aquí. Me trajeron. Me trajo Cris. Cris me encontró en un lugar. Un lugar con nombre. El Ministerio Público. Eso. Yo estaba en un cuarto, encerrado. 

Alguien me encontró en la tienda abandonada, me llevó al Ministerio Público y me encerró en un cuarto. 

Yo miraba la pared, que estaba limpia, que era blanca, que no era la pared donde me había quedado el día anterior. Supongo que la miré desde que me encerraron. Todo lo que llevaba este día. Entonces llegó Cris. 

Abro la boca para contarle a Cris, pero no puedo contarle. No sé qué decir. Recuerdo todo. Ahora recuerdo todo. Recuerdo que toqué con mis manos la pared sucia. Puse mi dedo sobre el limo negro. Mi dedo meñique. Entonces dejó de doler. Se debió a que la espina terminó de salir del interior del dedo. Y la boca de la espina se abrió, porque tenía hambre. 

Pero “espina”, “boca” y “hambre” no son las palabras adecuadas. No sé qué vive en mi dedo, no sé cómo nombrar los tres segmentos (pétalos) (labios) en que se divide su punta, y que se separan unos de otros, y tampoco sé cómo describir lo que desea, ni cómo sé que es un deseo. 

¿Es un deseo? ¿Fue un deseo, hace rato? Hace rato, antes de que perdiera la conciencia. La boca de la espina acarició el limo negro. Comió un poco, o lo besó y le dejó un poco de su propio color. 

Y yo sentí algo en la punta del dedo. O la espina lo sintió. Lo sintió en sus propios labios, en su tallo verde, en su raíz profunda, que corre por mi mano y mi brazo y llega a no sé dónde en mi interior. Ese otro cuerpo dentro de mi cuerpo sintió un placer enorme, que no llega a los órganos que yo conocía, que explota (se derrama) (se libera) (fluye) (entra) (sale) de maneras distintas a todas las que me habían tocado sólo a mí, al cuerpo que antes era yo. 

Al cuerpo que antes era todo yo. 

Perdí la conciencia porque fue más intenso, Cris, más intenso y más potente y más todo que cualquier cosa que me puedas hacer. Lo lamento, Cris. Me da mucha pena, Cris. “Dime algo”, me pides, oigo que me lo pides ahora, en este lugar que era nuestra casa, pero no te puedo decir nada porque no hay palabras para esto. Para lo que me sacudió. Para lo que me dio el limo negro de la pared sucia. Para lo que me dio la espina. Estuve ahí todas estas horas, hasta hace muy poco. Estuve de pie, primero, y después me caí. La gente pasaba al lado de mí sin voltear a verme. Huelo mal porque mis intestinos (los intestinos de mi cuerpo) (los intestinos del cuerpo que antes era la totalidad de Meñique) se vaciaron todos sin que yo me diera cuenta. Así de largo fue el placer. 

Cierro la boca y vuelvo a abrirla para que Cris tenga un poco de esperanza, para que piense que intento hablar, explicarle.

Hacerlo me da un momento para recordar el placer que se volvió perfecto, que echó fuera de mi conciencia todo lo demás, que echó fuera mi propia conciencia. Que me vació y luego me llenó de otra cosa. No sólo placer. Con el placer estaba… 

—¿Qué? —dice Cris—. ¿Qué pasó? Dime algo. No has dicho nada. ¿Qué pasó? 

Eso. Qué. 

Otra conciencia. 

U otra cosa, que sólo puedo entender como conciencia en este cuerpo, que a su vez sólo puedo entender como mi cuerpo, mi cuerpo con otra cosa, aunque tal vez ya todo esto, Meñique y la espina y los labios y los órganos nuevos, sea distinto de un cuerpo. 

Vi. Vi cosas. Vi una esquina oscura, en otra ciudad, en la que una sola pata de perro negro, sin el resto del perro, tiembla y se agita. Vi una nube amarilla que revolotea sobre una montaña devastada, a kilómetros de la carretera más cercana. Vi cristales, o pequeñísimas espigas, que crecen en los restos de un avión o un barco, hecho pedazos sobre un peñasco en medio del mar. Vi el vientre de una mujer, hinchado por algo rojo que se asoma bajo la piel, y supe que está allí desde que ella era una niña, y que a ella le parece bien que haya crecido en lugar de sus brazos. 

Los vi y los veo. Cierro los ojos y los veo. Los veo junto con muchas otras cosas, o seres, o cuerpos. O partes de un cuerpo. 

—Meñi —dice Cris, y desespera—. Meñi —vuelve a decir, y luego, como para insistir en lo que siente, mi nombre. 

Pero yo no respondo porque estoy pensando en esas partes, partes que están juntas aunque estén separadas, partes que se hablan, que me hablan. Que son. 

—Háblame por favor —dice Cris, y otra vez empieza a llorar. 

Sábado 

Partes que somos. 

Cris me bañó. Bañó mi cuerpo. Esta parte del cuerpo. Qué pena. 

Me puso una pijama. Me acostó en nuestra cama. Se durmió junto a mí. Qué bello es decir eso. Junto a mí. 

—Junto a mí —digo. Cris no me oye. En estos dos días, mientras esperaba y me buscaba, apenas debe haber descansado. Ya no podré decir esas palabras. ¿Qué es “mí”? 

Bajo de la cama. Cris no se despierta. Salgo de la casa. Salgo del edificio. 

—Perdón, Cris, mi amor —digo, pero ya estoy en la calle y la calle está vacía, y Cris nunca podrá escucharme—. Quisiera que pudieras venir. Quisiera que también fueras yo. 

Esto que digo me inquieta. El sentir que algo me inquieta, me inquieta. Inquieta a esta parte que soy, y también a la nube sobre la montaña, a la pata de perro en lo oscuro, al rojo bajo la otra piel. Al limo negro en la pared. A todo lo demás. Eso que somos o que soy no usa palabras, pero puede sentir inquietud. Eso que está conectado, que es un cuerpo repartido en muchos lugares y muchas porciones de muchas carnes. Tal vez pronto no haya necesidad de inquietud ni de palabras. Ahora esto, Meñique, las necesita todavía. 

Creo que la persona que me levantó de donde estaba el otro día (que levantó a esta parte) me dijo (le dijo) alguna cosa. “Estás drogado”, me dijo. O “Estás drogada”, no sé. Luego me llevó al otro lugar. Ahora llego a la avenida. No traigo zapatos. Camino. 

Camino varias horas. 

También creo que el cuerpo puede estar creciendo: dejando partes de sí en diferentes lugares, como por ejemplo el cuerpo de Meñique, para crecer poco a poco. 

O tal vez no busco crecer, sino recomponerme: ser quien era antes, hace mucho tiempo. Ser todo aquello que ya conozco y más que aún no me toca, que no ha hecho contacto. Que no tiene los límites de los otros cuerpos. Que vive de otro modo. 

Llego a las afueras de la ciudad. Meñique llega a las afueras de la ciudad. Camina por el borde de la carretera. Hay quienes miran con extrañeza su cuerpo cubierto de tela, su caminar, su cara. Pero esos seres miran desde sus coches en movimiento, miran deprisa, miran poco. 

Me alejo de la carretera. Estoy buscando. 

Meñique pasó por mucho en el pasado. Pasó por descubrir quién era. Pasó por conocer a Cris. Pasó por dejarlo todo, todo lo que tenía en aquel momento, para estar con Cris. Es una pena que Cris no pueda estar aquí. Pero tal vez entendería. Esto también será vivir de otro modo. Esto también es que mi cuerpo se adelante a mi cuerpo. 

Estoy buscando la atracción de la pared de limo, pero en otro sitio. 

Hay una cerca delante, entre altas hierbas. 

—Cerca, delante —digo. Me dan risa las palabras. Risa. 

El borde de una propiedad. Hay una zanja en el borde. Hay un desagüe que llena su fondo. 

En una de las paredes de la zanja, entre la tierra, algo se asoma. Lo siente la boca de la espina del dedo de la mano del brazo de Meñi, Meñi que no sabía, que ahora sabe, que estuvo lejos toda la vida. 

Que podría decir, y que dice: 

—Que estuvo lejos toda la vida y ahora quiere volver. 

Lo que se asoma por una grieta en la zanja es otra espina. Otra boca. Meñique se arrodilla en el agua sucia. El sol brilla sobre su cabeza. Hay químicos en el agua, el olor le llena las narices, pero no le importa. 

La boca en la espina besa a la otra boca. 

El placer llena a Meñique, que poco a poco se deja caer, se relaja y se deja resbalar hacia el agua. Su cara toca el agua. Su cabeza se sumerge en el agua. 

En unos meses habrá desaparecido en la grieta de la tierra, en el agua, en el resto de su cuerpo. De mi cuerpo. Mi cuerpo, todo mi cuerpo, siente el placer, que abarca todas sus partes y anticipa todo, todo esto que vendrá. EP

DOPSA, S.A. DE C.V