“Pero cambió. Ya luego no quiso morir nunca, ni cuando se cerró su edad, aunque su cuerpo quiso ella se abstuvo, prefería no hacerlo.”
Cuatro poemas
“Pero cambió. Ya luego no quiso morir nunca, ni cuando se cerró su edad, aunque su cuerpo quiso ella se abstuvo, prefería no hacerlo.”
Texto de Elisa Díaz Castelo 24/07/20
Herencia electiva
Hoy traigo puesto el sostén
de mi abuelita muerta.
Es negro y tiene encaje
y me queda perfecto.
Qué sorpresa. Éramos
tan distintas. Ella
hasta la noche antes
de su muerte insistía
en lavarse la cara
y usar todas sus cremas antiarrugas
y yo a veces a penas, a veces
repruebo en serotonina, hablo
el idioma errático de la depresión endógena,
soy desniveles químicos, kármicos
de esa misma abuela que años antes
casi se desangró en la tina, en la infancia
de mi madre o salió en coche y dijo
que nunca volvería, quiero decir
que me oscurezco a veces como ella,
que se me otoña el cuerpo tan sobrando.
Pero cambió. Ya luego no quiso
morir nunca, ni cuando se cerró su edad,
aunque su cuerpo quiso
ella se abstuvo, prefería
no hacerlo. Y hoy
traigo puesto
su sostén, tan negro, tan encaje,
porque he volteado las piedras de los ríos,
porque es eso, al fin, lo que quisiera
heredar de ella, sus ganas
de quedarse.
La recuerdo:
lo último que comió en la tierra
fue un durazno prensado.
La recuerdo:
sus pies no tocaban el piso
cuando se sentaba en la silla
del viejo comedor.
Acostada en la cama de la última noche,
hundiéndose en su muerte sin salida,
se sostuvo con fuerza de mi mano
como si yo pudiera traerla de regreso.
Se murió
con las uñas pintadas de rojo.
Esto es cierto: favor
de remitirse
a la evidencia.
Abuela:
yo fui tu descendencia
tu estado de latencia, tu lactancia,
la forma de tus manos y tus dudas,
la pausa antes del acto.
Abuela: duro orden de sangre y leche,
armisticio, yo fui
las deudas que olvidaste,
la sombra de tu cuerpo en la banqueta,
la hebilla de tu zapato izquierdo.
Abuela. Gametos y labiales
que de niña yo frente al espejo.
Abuela. Luz
de medianoche. Esas
bolsas donde guardabas
bolsas donde guardabas
sobres de azúcar
y basura diminuta, tan
brillante. Abuela. Oropel de a peso,
cajita de música, chatarra de oro lenta.
Abuela. Bisutería. Piel, cabello, ojos.
¿Dónde están? Tanta materia inerte, tan
biodegradable.
Abuela, tenías miedo de dormir,
me despertabas.
Abuela, nunca saldrás del hambre,
ni caminas a oscuras sobre la alfombra,
ni jamás fuiste a penas, duramente.
Baraja de olvidos, ruina de telómeros,
siempre hacías trampa en los juegos de mesa
y querías vivir sobre todas las cosas
a pesar de tu cuerpo.
Abuela, esta mañana
decidí ponerme tu sostén de encaje,
¿lo recuerdas?
Tus ganas de vivir
contra mi cuerpo,
tus ganas
de sostenerte al mundo,
de quedarte.
Porque eso es lo que quiero:
heredar tu deseo,
amanecer con hambre.
Porque no todo lo negro es luto.
Lo sabías.
Poema confeccionado durante un examen profesional
decir el cuerpo de otra manera puente sólido
a partir del quizá y no podíamos claro
el filo el fondo no sería posible redondear
la memoria hacia adentro hay otras fugas otras
fraguas desde el ámbito de lo vegetal y estos légamos
habrá que dejar sobre la mesa lo que tuvimos antes
la contraparte del incendio signa un corpus
de estudios el ánfora la anáfora la vida
a bote pronto el esbozo itinerante el tú por tú
la velocidad de la fuga su culminación
y la edición de textos los plagios de Ulalume
catarro y coéforas música para ladrones
nada estará bien nada permanece en su sitio
aún si se avanza se retrocede la circunferencia
imperfecta que dejó tu taza de café
la cumpleañera inválida mientras las abejas
la ciudad vuelve a ser la luna el eclipse
la ciudad vuelve inevitable como el otoño
donde el sur y el nombre convergen
ecuador de inestable margen
una palabra de cénit y ceniza
le ofrezco mi identidad a los escombros
soy pequeña y amplia como un sí
el instinto se detiene y yo
estudios académicos robustecer el efecto
en efecto sin lugar a dudas quizá
eres la misma herida en otra carne
el color de la sangre en Bielorrusia
pero esto no lo sabremos nunca con certeza
Constelaciones
Para no perder el hilo
de las constelaciones
para asirte a sus historias circulares,
te encorvabas sobre la pantalla,
absorto en la aplicación,
esa noche de campo a la intemperie,
por fin oscura, por fin en las afueras.
Afuera, donde la noche
existe, en una oscuridad sin pies ni cabeza y yo
te miraba a través de la ventana, dos dedos
sobre el vidrio y en silencio. Tu rostro encendido
por la luz eléctrica, afianzado a las leyendas
y haciendo de puntos figuras,
cuerpos, trocando
la soledad de los astros
por sus historias. Sobreponías tu mapa luminoso
al cielo y las astillas de vidrio
respondían, cansadas de alinearse
en coreografías estáticas, echándose a la espalda
el peso de ser puntos cardinales pero, en realidad,
ahora lo sabemos, extraviándose
gradual y desmedidamente.
Éste es sólo un recuerdo,
ha mutado, se ha desviado un poco de su centro,
se enmascara en mi voz. Me sostendré de él
como del hilo de un globo. No lo dejaré ir.
Subo a la azotea en pleno centro geográfico
de esta mancha de luz, noche baldía
en la que ninguna estrella echa raíces y pienso
que es imposible ver ahí a un oso,
que algo se ha movido,
los astros han errado:
el oso se ha comido al perro
y Casiopea se cansó de tanto estar sentada.
Las constelaciones son codos y rodillas, esquinas
y su luz, ya los sabemos, puede estar muerta.
Mi madre me decía que somos polvo de estrellas,
lo cual no me consuela en absoluto. Y tú
no estás, sólo yo, queriendo encontrarle cuerpo al azar,
atando una estrella a la otra
con este hilo plateado.
Así nuestra vida juntos: cada día brilla en mi palma
pero es difícil unirlo al otro, darle cuerpo al tiempo,
espacio. Tuvo que existir algo,
una cotidianeidad explícita, una línea de días.
Pero me ha quedado sólo la estrella aletargada
que quiere constelarse con los aviones,
con las luces de los edificios. Necesito
un mapa de tiempo, un calendario
de hace años para ordenar los hechos.
Necesito acoplar nuestros cuerpos
celestes a sus nombres, arar la noche
para encontrar las líneas que conectan
una estrella con la otra
y escuchar en mi boca la palabra
ahí.
En una noche que no es esta uniste
estrellas con el índice. Querías
que viera las constelaciones. Entendí
que casi todas son líneas que forman
rombos o cuadrados, figuras geométricas
demasiado perfectas y me dolía
no ver el pelaje del lobo,
la nariz del perro o el vestido de la reina.
Me parecía que la vida era un esbozo,
lo mínimo necesario para existir.
En lugar de estrellas, observo las luces náufragas
de los aviones, escucho la curva roja
de las ambulancias. Miro hacia abajo:
la ciudad absorta
en su propia luz, sobreexpuesta,
sin lugar para el vacío, para decir, por aquí
trazaremos una línea. Imaginemos, por un momento,
que cada lugar en el que entonces estuvimos
es una estrella. Busco ahora esa constelación
que sin saber tejimos. Intento
distinguir sus esquinas, me pregunto
cuál forma es ésa que sin querer trazamos,
qué espada o silla, qué armadillo. Imagino
todas esas constelaciones que existen
dentro de la luz de la ciudad. Cada quien
ha delineado sin saberlo
su propia ruta,
sus lugares sin remedio,
sus trazos invisibles, devorados
por la ciudad insomne.
Subo a contarle al cielo
sus vértebras de polvo.
He venido a mirar lo que miraste,
partitura de luz y sus historias
que ya nadie. El universo: esa casa vacía
donde las luces
se quedaron prendidas.
Fiebre
Cerró la noche, rompí mis huesos, incluso
en la hora más oscura mi cuerpo no es libre.
Si se muere de repente o gradualmente,
pendiente de la luz, olvidada de mí,
si de pronto hablé con tu voz,
que era la sombra de tu boca, que era tu nombre.
Y todas las calles que recorrimos y las palabras
oscurecidas en nosotros.
Mis huesos
me ahogaron en la noche, mis huesos
rompieron la noche, rompí mis huesos
y se te ocurrió morir y yo
dejo los alrededores,
reacomodo calles e intersecciones
y me desconciertan las luces y los perros callejeros,
me desconciertan las tiendas abiertas veinticuatro horas
y a continuación dejaré de existir
para siempre agotada.
Como la sombra de tu boca, como tu nombre,
hablaste con tu voz.
Voy a hacer a mis muertos.
Voy a hacer algo más: de la hoja del olmo
seré la sombra parpadeante. Como una sombra
en la boca, tal como tu nombre, hablé con tu voz.
Mis muertos, con sus hilos oscuros,
jalando sus cordones, reverdeciendo,
mis muertos, recostados en la oscuridad,
abastecidos.
Que no me mire nadie y estoy muerta. EP