Emiliano Trujillo González, becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, nos invita en este texto a voltear la mirada hacia aquellos personajes cinematográficos y actores que, a pesar de su destacado talento, parecen hallarse en los callejones sombríos de la marginalidad y el anonimato.
Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Los hijos de Fredo Corleone
Emiliano Trujillo González, becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, nos invita en este texto a voltear la mirada hacia aquellos personajes cinematográficos y actores que, a pesar de su destacado talento, parecen hallarse en los callejones sombríos de la marginalidad y el anonimato.
Texto de Emiliano Trujillo González 31/08/23
Para Marco
Alguna vez escuché comparar la serie Breaking Bad con la película El Padrino; al seguir esa comparación, el resultado coherente sería pensar que Walter White es un trasunto moderno de Michael Corleone, el protagonista de aquella célebre trilogía cinematográfica. Tiene sentido: ambos comienzan al margen de un mundo que juzgan vil e inmoral, y poco a poco van perdiendo trozos de alma hasta llegar a ser lo que en realidad siempre fueron: seres ambiciosos, desalmados en potencia.
No hay que olvidar, sin embargo, que Walter White antes de ser un probable Michael fue Fredo, Fredo Corleone, el hermano pusilánime, frágil, de la familia criminal. El abogado Saul Goodman, otro personaje de Breaking Bad, se lo dice a Walter en una gran escena: ” Claro que no eres Vito Corleone, en estos momentos no llegas ni a Fredo”.
No llegar ni a Fredo. La frase suena a insulto, y probablemente lo sea; no llegar ni a Fredo es ser poco menos que nada, un ser carente de fuerza, de poder, resonancia. Una voz que nadie escucha en el gran concierto. Y aunque ahora todos sabemos que Walter White no acabó siendo Vito sino algo peor, Michael, no deberíamos tener problema en aceptar que su triste figura previa al cambio radical que plantea la serie guarda un aire familiar con Fredo Corleone: ambos son ridículos, incapaces, aplastables.
Ahora, quien haya visto El Padrino —y especialmente El Padrino II— sabe que Fredo es en realidad uno de los personajes más fascinantes y entrañables de esa historia. Y sabe, también, que Fredo Corleone murió sin descendencia.
En el documental I Knew It Was You (2009) se ahonda en la figura diríamos que arquetípica de Fredo Corleone —aquel que pasa desapercibido y sufre por ello—, pero sobre todo trae las luminarias al actor que lo interpretó: John Cazale, ese discreto actor de frente ancha y eterna mirada ojerosa que ostenta en su filmografía sólo cinco películas, cada una de ellas una obra maestra del cine: El Padrino (1972), La Conversación (1974), El Padrino II (1974), Tarde de Perros (1975) y El Francotirador (1978). En esta última, sus escenas se encuentran teñidas de cierto misterio cruel: las grabó con un pie en la tumba, pues podría decirse que murió mientras la rodaba. Cáncer de pulmón, como el futuro Walter White.
En cada una de sus películas, Cazale juega un rol crucial sin nunca llegar a ser el protagonista. Los despliegues emocionales de Pacino, la sonrisa prepotente y a veces maniática de Robert de Niro y la calma voyerista de Gene Hackman, actores todos de su misma generación, son los encargados de ese papel; Cazale, no obstante, jamás queda al margen, por muy marginal que sea el personaje que le tocó en suerte. Digamos que es una sombra que sabe brillar con luz propia, un secundario que lleva fuera de foco su propia película.
Ese es Cazale, ese es Fredo. Ambos murieron jóvenes y ninguno tuvo hijos. Pero los hijos de Fredo Corleone sí que existen y pululan sin que los notemos —o mejor, se mueven sin que notemos que los notamos, en la pantalla de la historia del cine. Ser un hijo de Fredo Corleone implica pasar por la vida sin recibir el reconocimiento que en el fondo sabes que mereces. Es saber que no eres el punto principal hacia el cual todo el público mira; es saber jugar con esos límites, con esa existencia agazapada. Con una vida en los márgenes.
Tal vez Fredo no podría elegir a su hijo predilecto, pero yo tengo muy claro quién es, de entre sus vástagos, mi favorito: Philip Seymour Hoffman, especialmente en su filmografía previa a la excelente Capote (2005), que protagoniza.
Philip Seymour Hoffman nació, como actor de celuloide, en una película estelarizada por el mismo actor que protagonizó la mayoría —tres— de las películas de John Cazale: Al Pacino. Se trata de Perfume de Mujer (1992), película que, salvo alguna escena con tango incluido, no ha pasado muy bien la prueba del tiempo. En retrospectiva, su máximo logro quizá no es haberle dado a Pacino su hasta ahora único Oscar, sino haber presentado al hijo ilustre de Fredo Corleone, un joven rollizo que respondía al nombre de Philip Seymour Hoffman. Desde entonces, desde aquella remota interpretación de un hijo de padres adinerados, Hoffman robó escena tras escena a quien se le pusiera enfrente, con papeles pequeños de seres en apariencia insignificantes. Ver su filmografía, desde aquel 1992 en que aparece a cuadro hasta 2005, cuando se consagra con Capote, es notar que la descendencia de Fredo/Cazale está viva, muy viva, incluso más que la de los infelices vástagos de Michael/Pacino.
Desde un entusiasta perseguidor de tornados en Twister (1996) hasta el periodista rockero lleno de palabras necesarias en Casi famosos (2000), pasando por el mayordomo fiel de Jeffrey Lebowski —el millonario, favor de no confundir con el Dude— en El gran Lebowski (1998), Philip Seymour Hoffman demuestra que hacen falta pocos minutos para quedarse en la retina del espectador; para hacer que sus a menudo patéticas criaturas vivan un delicado simulacro de existencia mientras los protagonistas siguen con su rollo, allá ellos.
De entre la galería de personajes breves y extraordinarios que creó Hoffman, mi favorito siempre será su triste ingeniero de sonido de películas porno en la cinta Boogie Nights (1997). Como buen ingeniero de sonido, como buen hijo de Fredo Corleone, Seymour Hoffman siempre se mantiene al margen, al acecho, y revela en un destello, a la menor oportunidad, el infierno personal que llevó en silencio mientras uno, el espectador equivocado, seguía la historia incorrecta: la del protagonista. Tengo en mente la escena donde el personaje de Hoffman le confiesa al protagonista, a Dirk Diggler, su amor, su pasión por él. Sólo un actor como Philip Seymour Hoffman, sólo un verdadero hijo de Fredo, pudo cargar con una escena así de compleja: Hoffman revela, con su interpretación, que el ingeniero de sonido ama tanto a Dirk Diggler que intenta parecerse a él, que quiere, que desea ser él, y al realizar esa patética confesión uno está resuelto a ver que en verdad el sonidista es mejor que él. Desde su aparente pequeñez, desde su insignificancia, es más valioso que el protagonista, más importante que todos los Dirk Digglers del mundo.
Me sucede lo mismo cada que vuelvo a ver la mítica escena del beso de Judas en El Padrino II —“I know it was you, Fredo”—, entre Michael Corleone y su hermano, el pequeño, el roto, el olvidado e inolvidable Fredo Corleone.
Al final, ¿quién de los dos salva el alma?
Philip Seymour Hoffman es mi favorito de entre la legión de hijos de Fredo Corleone, que creyó morir sin descendencia. Hay muchos otros, y a bocajarro menciono, entre los de Hollywood, a Steve Buscemi, a Catherine Keener, o más reciente, a Paul Dano, que le plantó cara al mismísimo Daniel Day Lewis en la grandísima There Will Be Blood (2007), en una actuación de la que Fredo Corleone —o John Cazale, ya no estoy muy seguro quién de los dos— hubiera estado orgulloso.
Entre los mexicanos, se me ocurre señalar a Gustavo Sánchez Parra, un actor que justifica esa categoría un tanto extraña de los Premios Ariel: “Mejor Actor de cuadro”, es decir, que no llegan ni a secundarios. Con Sánchez Parra entendí esa categoría cuando me enteré que la ganó por Amores Perros (2000). Actor de cuadro suena a escondido en el cuadro. Puede que Sánchez Parra esté escondido en ese cuadro hiperquinético y defeño de la película de González Iñárritu, pero a más de 20 años de su estreno sigue siendo el elemento que más recuerdo de Amores Perros. ¿Qué historia, qué vida no contada hay detrás de aquel personaje de pelo colorido? Nunca lo sabremos, pero Sánchez Parra seguro que lo sabe. Esa es otra constante de los hijos de Fredo Corleone: se llevan el secreto de sus vidas imaginarias a sus tumbas imaginarias.
Todos tienen, aun sin sospechar que lo tienen, un hijo predilecto entre la descendencia de Fredo. Cuando le conté esta idea ociosa a mi amigo Marco, a quien este texto va dedicado, me aventó varios nombres que ahora mismo no recuerdo.
Esa es, por cierto, otra de las virtudes incomprendidas de los hijos de Fredo: el anonimato. Reconocemos sus rostros porque los vemos en todas partes, en un montón de películas, sin tener siquiera la consideración de recordar sus nombres. EP