Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: No sé cómo me acerqué a la poesía

Sarah Silva, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, escribe sobre las experiencias de vida y los procesos emocionales e intelectuales que la llevaron al arte poético.

Texto de 19/01/24

Sarah Silva, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, escribe sobre las experiencias de vida y los procesos emocionales e intelectuales que la llevaron al arte poético.

Tiempo de lectura: 7 minutos
I. La casa

Era la de mis abuelos. El hogar fue el mismo donde mamá creció. Por fuera tiene los mismos colores de siempre: blanco y turquesa. Hablo de una casa, pero en realidad son dos casas que componen un hogar. Una en el piso de arriba; luego, las escaleras que llevan a la de abajo. La parte superior era de mis abuelos; la inferior, de mamá y mía. En las mañanas, la primaria. En las tardes, matemáticas, ballet, jazz. Los sábados eran de inglés y domingos de catecismo. Dios sabe cuánto lloré por ir obligada.

“[…] las tardes siempre han sido de sol. Más en la casa de arriba, la más cercana al cielo.”

Soy hija única. Eso significaba, además de que los juguetes y la atención eran exclusivamente míos, que los juegos eran con prima Diana, quien vivía a unas cuantas cuadras, o con mi abuelo materno, a quien me refiero como ‘papá Jorge’. Algunas tardes eran de ajedrez. Siempre perdía. Era la habilidad de Diana o la trampa de papá Jorge. Algunos días no jugábamos, pero, eso sí, las tardes siempre han sido de sol. Más en la casa de arriba, la más cercana al cielo. Padre abría la ventana y se sentaba en la cama para ver la televisión. Yo era su sanguijuela. Mirábamos juntos la tele. ¿Leer libros? Algunos cuantos. Padre estudió Letras Hispánicas y se dedicó a ser maestro de español en nuestra ciudad. Las lecturas que me dieron tanto él como mamá y abuela no eran precisamente los libros clásicos. Recuerdo muy pocos nombres: Corazón, diario de un niño de Edmundo de Amicis es uno. Eso sí, recuerdo mejor El libro vaquero que abuela escondía en el baño y yo agarraba con mucha curiosidad porque tenía dibujos y letras. También recuerdo los números de Memín Pinguín que abuela me regalaba cada sábado. Después de inglés, íbamos al mismo puesto de revistas, me compraba mi cómic y de venida leía en el carro. Llegaba a casa, seguía leyendo mientras abuela me preparaba un elote. Leía. Eran mis historietas y yo.

En la secundaria sufrí lo inevitable: odiaba el mundo. Odiaba a todos. Odiaba la lectura. Para qué leer. ¿Tenía que leer obligatoriamente en la secundaria? ¿Por qué me daban un libro de números? ¿Por qué tenía que estudiar los poemas y cuentos que venían en los libros de textos?

Escribí de mi infancia y de mi adolescencia porque comparto una idea similar con Ethel Krauze en su libro Cómo acercarse a la poesía. La autora, quien inicialmente se planteó cómo escribir algo que acerque a la gente a la poesía, encontró la verdadera pregunta: ¿cómo me acerqué yo a la poesía? Retomo la pregunta de Krauze. No puedo responder sin contestar primero cómo me acerqué a la literatura. La poesía viene después y con un no sé.

II. Papá

En mis años de preparatoria dije que estudiaría física o veterinaria. Diana, quien ahora es nanotecnóloga, ha dicho que juraba que sería física. Tuve varias fases: pasé de esas carreras y, cuando leí un poco a Rius, estuve convencida de que mi licenciatura sería de ciencias sociales o de humanidades. Abandoné la pretensión adolescente y, en el momento de elegir una profesión, volví a la lectura. Jaime Sabines. Mario Benedetti. Un poco de Rubén Darío. A la par, iba con una psicóloga quien me realizó un test de orientación vocacional. Por fin, el día de los resultados: “Tienes un alto interés en las ciencias de la salud, ¿te interesaría estudiar medicina?” ¿Cómo así?, si tanto les dije a mis amigos, hoy médicos, que jamás estudiaría una carrera como esa. Las otras dos opciones: psicología y odontología. Bueno, la primera se escuchaba más agradable que examinar boca, lengua, dientes.

A finales del primer semestre en Psicología, el cáncer de nuevo en papá Jorge. Como en la primaria. La diferencia fue el mal pronóstico. A madre no le agradaba tanto que lo visitara en el hospital porque pensaba que me dolería. Aun así, quería verlo. Estuve con él pocos días. Papá en cama, sedado. Su cuerpo flaco. Duerme. Mi psicóloga dijo que, a pesar de que no me escuchara, le hablara. Un día no pude. Saqué un libro de la mochila. La portada, amarillo deslavado. Mejor leerle, quizá las letras sí las alcance a escuchar:

Después de reposar mi cuerpo exhausto,
empecé a andar por la desierta cuesta,
y el pie más firme siempre era el más bajo…

Me tomó un momento. Qué tonta, me dije. No me di cuenta de que le empecé a leer el primer canto del “Infierno” de La Divina Comedia.

“En el centro, su cuerpo lleno de moretones por las agujas, su cuerpo delgado, su cuerpo que olvidó el color, su cuerpo agobiado por la luz, su cuerpo escarabajo muerto.”

Supe de la muerte cuando padre falleció. En uno de mis sueños, él. Era la casa blanca y turquesa, la sala de mi abuela. En el centro, su cuerpo lleno de moretones por las agujas, su cuerpo delgado, su cuerpo que olvidó el color, su cuerpo agobiado por la luz, su cuerpo escarabajo muerto. “Las imágenes acechan”, dice Robert Hass. Todos somos acechados por cualquier tipo de imágenes que apelan a nuestros sentidos. Lo fui por una: el cadáver de padre. Entonces, la fractura. Dejar Psicología para estudiar lo mismo que papá. Volver a estar juntos.

III. La facultad

Lo supe desde el inicio: la carrera no formaría escritores. No importa. Me agradaba más que estudiar a Lacan y a Freud. Qué importa que no enseñen de escritura creativa. Seré narradora. Lo adelanto de una vez: nunca pude escribir un cuento. No sé cómo me acerqué a la poesía. Pero no me inquieta. Razones: para Wislawa Szymborska todo nace a partir de un no sé. La inspiración, la creación, la escritura nacen a partir del desconocimiento. Lo segundo es que el azar y la poesía guardan, de alguna u otra manera, la misma naturaleza del misterio. Hay algo oculto en el poema, solo debemos prestar atención. O quizá solo era prestar atención a que la poesía me conduciría a ella misma. Es decir, yo apostaba por el cuento, por los cuentos de Rosario Castellanos, de Inés Arredondo, de Edmundo Valadés… Aún no conocía la poesía de Chayito. Cuando la leí, ella me llevó a otros caminos. La mayoría por interés propio que por tradición literaria: de Chayito a Sylvia Plath; de Sylvia a una antología bilingüe de poetas portuguesas y mexicanas; de ellas a Ethel Krauze; de Krauze a Clara Janés; de Janés a Renato Leduc…

Y luego, Altazor de Vicente Huidobro. En su tiempo, hablé con una chica sobre la obra. “Para qué escribir si todo está en Altazor”, le dije. “Pues precisamente por eso hay que escribir”, me respondió. Vomité algunos poemas, o intentos de. Todos desde una timidez. Escritos esporádicos. Al igual que el misterio y el azar, desde las sombras.

IV. El museo

“De las miles de millones de moléculas orgánicas, en las actividades esenciales de la vida sólo se utilizan cincuenta. Las mismas estructuras se utilizan una y otra vez para llevar a cabo diferentes funciones. Y en el núcleo de la vida en la Tierra —las proteínas que controlan la química de la célula y los ácidos nucleicos que transportan las instrucciones hereditarias— descubrimos que estas moléculas son esencialmente las mismas en todas las plantas y animales. Una encina y yo estamos hechos de la misma sustancia”, dice Carl Sagan.

Un árbol y yo somos parientes cercanos. Una encina y yo tenemos algo en común. Compartimos la misma sustancia. Es claro con madre: ambas de la misma familia, nací de ella, fui su hemorragia. Pero un árbol y yo… parientes cercanos. Significa dos cosas: uno, que realmente papá Enrique y yo siempre estaremos emparentados, sin importar que sea mi padrastro o lo que sea que signifique padre biológico. Dos: que en esa sentencia de Sagan, al leerla, hay un efecto de asombro.

En el museo del Centro de Ciencias de Sinaloa, no pude dejar de sorprenderme por algo tan simple: las matemáticas. Qué importa que yo no sea matemática, qué importa que todos digan que las humanidades y las matemáticas están peleadas. Hay números. Hay figuras a nuestro alrededor. Una pelota de fútbol tiene un nombre: icosaedro truncado. Mi maestro de matemáticas me lo enseñó. “¿Esa cosa tiene un nombre?”, pensé. Asombrada, busqué una pelota, quise palpar su figura. Sentirla en las manos. En los dedos. Sentir su geometría. Desvestirla. La apachurré sin querer. Mis perras se emocionaron en aquel momento. ¿Qué les importan las matemáticas? Ellas solo quieren jugar.

Creo en las palabras de Sagan, que un árbol y yo somos parientes. Creo en la curiosidad de Wislawa Szymborska cuando dijo que de niña no se sorprendía de nada, pero, pasado el tiempo, observaba cualquier objeto pequeño ―una flor o una hoja— y se preguntaba: “¿Cómo existe algo así? ¿Qué es esto?”. Creo que todo nace a partir de un no sé, a partir de la curiosidad frente a la automatización y creo en la sorpresa de volver a decir: una encina y yo somos parientes; los números fueron creados para llevar un registro de impuestos; los seres vivos tenemos un gen del lenguaje llamado FOXP2; cuando este presenta alguna mutación, entonces las aves no trinan. ¿De qué hablarán los poetas ahora si domina el silencio del ave?

Eran las ocho de la mañana. Todavía no llegaban los visitantes al taller de matemáticas. La unifila era entonces mi mejor amiga. Me separaba del afuera. Y dentro del espacio, inquietudes: si el trinar silencioso de las aves, si los números; si la química; si la biología; si la medicina; si la historia de la medicina; si abuela paterna enferma; si abuela con alucinaciones; si los momentos en que me tocaba presenciar sus alucinaciones; si los videos de medicina; si los artículos; si un día no pude dormir pensando que yo tenía gusanos en el cerebro; si, entonces, era mejor buscar más preguntas que respuestas para entender a abuela paterna, para entender la enfermedad de papá Jorge, para entender el Alzheimer de abuela materna, para entender mi propio cuerpo, para apropiarme del lenguaje, para entender el mundo, para preguntarme: “¿Cómo existe algo así? ¿Qué es esto?”

“¿De qué hablarán los poetas ahora si domina el silencio del ave?”

V. La otra casa

En un ejercicio de un taller de poesía, un compañero dijo que su casa era siempre cambiante. Yo, en cambio, describí la mía llena de perritos, como debe ser todo un hogar. Ahora entiendo a mi compañero. Mi casa ahora es cambiante. Si antes el calor, dentro de la casa el frío. Busco otro refugio: lo más parecido al cuarto donde comí elotes que mi abuela preparaba, al baño donde me robaba El libro vaquero, al pequeño y oscuro taller de matemáticas. Algo de parecido tiene este nuevo refugio a los anteriores: me siento sola en una mesa negra a leer en voz alta; en el escritorio frente a la computadora negra esparzo libros según requiera la escritura: de un libro de historia de la medicina a Wislawa Szymborska, José Gorostiza, Ethel Krauze, Elisa Díaz Castelo…

Esta es la nueva casa. Habito dentro de sus paredes frías, habito varias horas al día. El año pasado e inicios de este, viví en el calor, el diciembre cálido culichi. Pude, a pesar de la temperatura poco amable, adentrarme en mis obsesiones: el cuerpo, la medicina, la enfermedad y la ciencia. El adentro, el afuera. Reconozco que estas obsesiones no pertenecen meramente a mi área de estudios. Me requiere tiempo. Un observar e investigar. Sé que la casa me permitirá desarrollar y pulir mi escritura. Compartir. Entender y desarrollar, bajo el contar y el cantar, mis no sé. EP

DOPSA, S.A. DE C.V