Abril Rodríguez, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, reflexiona sobre la profundidad emocional e intelectual que conlleva el aprendizaje de diversas lenguas, y sobre las formas de entender el mundo que están contenidas en ellas.
Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Analfabetismo universal
Abril Rodríguez, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, reflexiona sobre la profundidad emocional e intelectual que conlleva el aprendizaje de diversas lenguas, y sobre las formas de entender el mundo que están contenidas en ellas.
Texto de Abril Rodríguez 22/02/24
No temo admitir que me reconozco como una persona iletrada, a pesar de estar escribiendo esto en un idioma que he habitado por tanto tiempo y cuya conquista empezara desde mis primeros balbuceos. La idea de que algún día se deja de serlo es una mentira que nos han contado a todos desde la infancia. Si apelo a la experiencia de cualquiera, estoy segura de que todos hemos compartido la sensación de sentirnos analfabetas en cada uno de los idiomas existentes en el mundo. Poco importa la forma en haya sucedido el descubrimiento… al intentar leer el libro de un escritor en otro idioma y descubrir que la gramática y los libros de metodología de aprendizaje de dicho idioma nunca te preparan como lector, nunca te aportan las herramientas suficientes para el encuentro entre la literatura y tú. Solo te forman como hablante, solo eres un aprendiz y practicante de la lengua y no del idioma destino en su totalidad.
Se aterriza plenamente en esa realidad iletrada cuando se viaja; es entonces cuando se reconoce a una misma en tierras extrañas, contemplando letreros que no significan nada para una más que confusión. En algún lugar leí que es imposible observar un texto sin que el cerebro descifre a través de la lectura todo ese conjunto de grafías que lo conforman. Claro que eso solo funciona en los idiomas cuya escritura una conoce, la regla no aplica para todos los demás que la ignorancia reduce al absurdo.
He sido ágrafa una y mil veces. La primera de ellas la creí olvidada, creí que era una etapa que había superado tantísimo tiempo atrás. En ese sentido, tal vez el aprendizaje de idiomas no signifique más que revivir esa experiencia elemental de la infancia. Recuerdo que las primeras veces que observaba los textos dispuestos en mi escritorio pensé en la imposibilidad de leerlos, y en la aún más hiperbólica imposibilidad de desprender de mi propio lápiz trazos parecidos a los impresos en el papel; que expresaran todo un sentido como aquellos era más que una utopía. Mi padre me compraba libros de literatura infantil para que pronunciara mis primeras palabras literarias. Pero eso, en un principio, no funcionó; mi madre me interrogaba todas las tardes, mientras hacía cualquier otra cosa, sobre las lecturas asignadas por papá. Yo tenía tanto miedo de esos grafemas impronunciables que me inventaba posibles historias del libro que tenía en las manos. Mi madre preguntaba más y más sobre aquellas mentiras creadas por mí, que nunca pudieron convertirse en historias porque nunca fui convincente mintiendo. El juego entre nosotras permaneció por muchas tardes, hasta que comencé a hablarle de las historias verdaderamente ficticias y magníficamente artificiosas que iba recogiendo en mis primeras lecturas.
Recuerdo que los trazos de mis primeras “e” imitaban el sentido direccional del número tres. Esas imposturas de las “e” impacientaban a mi padre. Lo cual creo que derivaba de su pasión por las matemáticas. ¿Cómo la hija de un ingeniero podía confundir una letra con un número? Cuando pude escribir la “e” en la dirección correcta, cometí el error de agregarle más trazos de los tres horizontales que la conforman. Recuerdo haber delineado como siete de ellos. Esplendidos fracasos de reinvención escritural. Mi padre parecía satisfecho; no más confusiones entre números y letras.
Es cierto que al intentar escribir en idiomas con sistemas de escrituras iguales al nuestro tenemos gran parte del terreno ganado. Pero es inevitable sentir la frustración al aventurarse a escribir por primera vez un texto en una segunda, tercera, quinta lengua, por pequeño que sea este, y descubrir que te faltan palabras. Palabras que no has pronunciado en la oralidad, ni escuchado decir a alguien… es imposible identificar algo que no se conoce. Palabras que no sabes que son palabras porque no las diferencias de las muletillas o las preposiciones, o de los verbos, o incluso tal vez de un simple carraspeo. Palabras que crees inexistentes en ese otro idioma porque varios lingüistas teorizan que la sinonimia no existe en ninguna lengua dada; no hablemos ya de intentar asemejar una palabra a otra en dos lenguas distintas.
Me siguen faltando palabras en esta realidad mía que llamo al español. Me siguen faltando en los idiomas que me atrevo apenas a decir que conozco un poco de ellos. Y sigo ignorando las realidades que se pueden construir con tantos idiomas que desconozco.
También depende del idioma la distancia que haya entre lo que puedas expresar oralmente y lo que puedas escribir y leer. Recuerdo que cuando estaba aprendiendo francés, Madame (así le decíamos a la profesora; para economizar omitíamos el apellido, así que en un punto pasó a ser simplemente Madame y ya nos resultaba raro reconocer que tuviera otros nombres además de ese) dijo a la clase que el pasado simple no lo estudiaríamos; en francés el pasado simple no se usa en el habla y, a menos que fuéramos a leer con frecuencia más allá de noticias o breves textos no literarios, era totalmente prescindible. En esos momentos yo me sentí decepcionada ya que solo me había inscrito a la clase para poder leer a Proust en su idioma, sin ninguna mediación que me separara de él; yo quería fascinarme de su escritura en francés y no de una simple traducción. Más de una vez practicábamos en clase las formas frecuentes en la oralidad, y aquellas frecuentes en la escritura apenas y las mencionaba Madame. Entonces quise consolarme con lo que escribió Monterroso acerca de que “es mejor leer a un autor importante mal traducido que no leerlo en absoluto”.
Fue otro shock totalmente diferente para mí cuando mis padres me inscribieron de pequeña en una escuela de inglés británico; no me tomó mucho tiempo descubrir que con todo aquello que había aprendido me era imposible leer a Shakespeare. En esos momentos supe que el aprendizaje de un idioma se limita a una de las tantas dimensiones del tiempo que lo constituyen. También recuerdo que mi maestra Mercedes nos decía emocionada que esa era la ventaja de los hablantes del español: nosotros podíamos leer a Cervantes y Alfonso el sabio sin ningún impedimento… Conocer la literatura de otros tiempos en cualquier otro idioma era imposible, al menos para todos aquellos que no se especializaran en eso o que no estudiaran el idioma antiguo. Así que no solo soy analfabeta en otros idiomas, sino que también lo soy por periodos de tiempo ahora “estáticos” en la literatura.
¿Cuánto tiempo toma dejar de ser analfabeto en otro idioma? Me temo que es una pregunta sin respuesta. Como todo, también es relativo porque depende de la complejidad idiomática, de la asiduidad con que se estudie, pero sobre todo de perder el miedo a intentar leer un texto y reconocer que en un principio solo se entenderán un puñado de palabras. Incluso ese puñado puede no ser suficiente para leer una oración. Pero luego esas palabras se transforman en oraciones, estas evolucionan a un párrafo y de un momento a otro, casi sin darse cuenta, se ha leído una página entera sin pausas, sin titubeos, sin recurrir al diccionario con cada tropiezo de palabras.
Cada idioma al que me he aventurado a conocer me ha demostrado mi analfabetismo de alguna u otra manera. Mi nivel de ignorancia es diferente en los idiomas que conozco. En unos soy más ignorante que en otros, en unos me siento más iletrada que en otros. Pero descubrir que era analfabeta en japonés, ¡qué sorpresa!, fue una experiencia aún más traumática que todas mis experiencias previas en las que me reconocí como tal. Recuerdo que llegué a Japón lista con mis años de aprendizaje, suficientemente confiada como para pensar, ilusa de mí, que todo marcharía bien… hasta esos momentos todos los niveles de analfabetismo que había experimentado me permitían leer letreros y anuncios en otros idiomas, cosas no tan complejas. Pero intentar leer las paradas que hacía el metro y admitir que no reconocía la mayoría de los kanjis ahí escritos fue uno de los momentos más frustrantes en mi intento por ser cada vez menos ágrafa e ir tachando idiomas de la lista.
El japonés me enseñó algo más que el saber que se puede ser analfabeta en más de un idioma. En japonés las onomatopeyas son casi una subcategoría. Tal vez son un eco bastante distorsionado por el tiempo del proto-japonés, no lo sé. Los lingüistas no saben mucho sobre los orígenes del japonés, idioma de una cultura muy enraizada en su historia, por lo que resulta curioso además que no se conozca ni siquiera a qué familia lingüística pertenece. Muchas onomatopeyas casi tienen la función de un verbo porque implican acción; de hecho, muchas adquieren su rol como verbos al añadirles al final el verbo suru (する), que significa hacer o realizar, o al añadirles otro verbo que maximice el sentido de la acción cuyo sonido representan. Una de mis favoritas es guru guru mawaru (ぐるぐる回る): es la onomatopeya de dar vueltas, seguida del verbo girar. A veces pienso que el japonés es el más hiperbólico y pleonástico de los idiomas que he conocido, lo cual me parece maravilloso.
Nina, una gran estudiosa de literatura japonesa que conocí gracias a mi director de tesis, me dijo que los niños, yo nunca he hablado con niños en japonés hasta la fecha, suelen hablar casi con puras onomatopeyas. Hay cientos de ellas en japonés y, muchas veces, Nina sigue sin entender lo que quieren decir los infantes japoneses.
Un día hicimos un ejercicio en clase de japonés en el que teníamos que elegir la onomatopeya correcta para diferentes acciones representadas en imágenes, e intentando guiarnos por nuestra “intuición” siempre elegíamos la opción incorrecta. Ni siquiera al escuchar los audios podía relacionar la onomatopeya de doblar una hoja con su respectiva transliteración. Claro que nosotros intentábamos escuchar las onomatopeyas a través de la fonética del español y aunque quise imaginarme cómo podría sonar la onomatopeya de deslizar la mano sobre una superficie, al corroborarla con el japonés descubría lo lejos que me encontraba de lograrlo. Me encanta cómo las onomatopeyas reflejan la arbitrariedad del lenguaje y cómo incluso la lengua materna determina la forma en que captamos los sonidos; no hay realidades absolutas, solo distintas formas de percepción. Creo que cada idioma es un punto de vista del mundo. Pero ya no quiero hablar sobre la experiencia de ser sorda en otro idioma. Baste mencionar que mi experiencia con el japonés me recordó una vez más lo que dijera Wittgenstien: “los límites del lenguaje son los límites de mi mundo”. EP