La marcha y el paro, también por el placer

¿Cuándo una mujer deja de serlo en el imaginario colectivo?, ¿cuáles son las mujeres que valen y las que no? Irma Gallo desentraña estas preguntas y hace planteamientos sobre el cuerpo, la edad, el placer y la voluntad.

Texto de 05/03/20

¿Cuándo una mujer deja de serlo en el imaginario colectivo?, ¿cuáles son las mujeres que valen y las que no? Irma Gallo desentraña estas preguntas y hace planteamientos sobre el cuerpo, la edad, el placer y la voluntad.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Este domingo 8 de marzo las mujeres, las que así lo queramos, marcharemos. Iremos vestidas de morado y con paliacates verdes, no sea que nos vayan a confundir con golpeadoras de “derecha”. Pero esto no tiene nada que ver con izquierdas y derechas. Sépanlo de una vez.

Al día siguiente, lunes 9, pararemos. Claro, las que tenemos el privilegio de poder hacerlo, ya sea porque trabajamos en espacios conscientes del problema que vivimos en México, en los que se ha anunciado que no habrá represalias administrativas a quienes decidamos faltar, o porque somos amas de casa, o freelancers o tenemos nuestro propio negocio. También pararemos las trabajadoras y estudiantes que estamos hartas. Porque sí, este hartazgo sobrepasa el miedo a que nos descuenten un día de sueldo, nos reprueben en una materia o nos despidan.

Marcharemos y pararemos porque a las mujeres nos están matando; por las Ingrid y las Fátimas, pero también por las indígenas, las trabajadoras sexuales, las mujeres que están en prisión y las de la tercera edad, víctimas de feminicidio, que nadie nombra.

Marcharemos y pararemos para que nuestras parejas, padres, tíos, hermanos, primos, amigos, jefes, colegas no nos acosen, no nos violen, no nos maten.

Marcharemos y pararemos para que no haya más María Elenas rociadas con ácido sulfúrico por decirle a su pareja “ya no quiero estar contigo”.

Marcharemos y pararemos para poder caminar seguras en nuestras calles, a la hora que sea, vestidas como nosotras, y nadie más, decidamos; solas o acompañadas, pero por pura decisión propia.

Marcharemos y pararemos para poder abordar un taxi en la calle o pedir un Uber, Didi, Cabify sin el miedo a desaparecer y que nunca más sepan de nosotras. Sin el miedo a que nos encuentren en un terreno baldío, nuestros cuerpos abiertos, desnudas, atadas de manos, con la expresión de terror con que hemos mirado a nuestro asesino grabada para siempre en el rostro.

También

Quiero pensar también que marcharemos y pararemos por cosas “menos urgentes”, como el derecho a ser vistas, escuchadas y tomadas en cuenta en todos los terrenos: no sólo en tener trabajos con remuneración igual a la de los hombres, representación equitativa en puestos públicos, sino también libertad para ejercer nuestra sexualidad a la edad que queramos, como, con quien y cuantas veces queramos.

Estoy hablando del aborto, por supuesto, pero también del derecho a tener sexo con quien nos plazca: con otra mujer, con un hombre mayor o incluso con un hombre joven, mucho más joven, sin que nadie nos critique ni se burle de nosotras… empezando por nosotras mismas.

Hace unos días leía La guerra de las mujeres, de Rita Laura Segato (Traficantes de sueños, 2016; aquí puedes leer el PDF gratis), y una de las frases que más me resonó iba más o menos así: “El cuerpo de la mujer se convierte en un soporte en el que se inscriben nuevas formas de dominio y de soberanía”. Pensé, al leerla, que todo el mundo —empezando por los hombres aunque no sólo ellos— cree que tiene derechos sobre nuestro cuerpo. Que lo pueden dominar. Que mandan en él. Hablo de feminicidios y de violaciones, de trata, de golpes y hostigamiento, de estupro y violencia económica, ésa que provoca que los cuerpos de las niñas y las mujeres no se puedan alimentar bien; hablo de violencia obstétrica (¿cuántas mujeres en el mundo son esterilizadas sin su consentimiento?, ¿cuántas cesáreas innecesarias se practican a diario?), pero también de las burlas, del aislamiento, de la segregación a que se ven sometidas muchas mujeres que deciden que su pareja será un hombre casado, uno mucho menor o quizá otra mujer…

Después de leer a Segato, este fin de semana una cosa más me impactó: vi la película Celle que vous croyez (No soy quien crees, Safy Nebbou, 2019; aquí puedes ver el tráiler con subtítulos en inglés), en la que Juliette Binoche interpreta a Claire, una mujer en sus cincuenta que tiene una relación tórrida con un Ludo, cerca de dos décadas menor. Después de una noche de sexo salvaje y apasionado, como esas con las que a menudo fantaseamos todas, Ludo le dice a Claire: “Estás muy vieja para esto. ¿Qué creías? ¿Que iba a conocer a tus hijos? ¡Pero si podría ser su hermano!” A partir de esta decepción, y con el objetivo de seguirle el rastro, Claire decide que enamorará a su amigo Alex.

No les voy a contar la película, sólo diré que hay un romance que termina mal.

¿Por qué una mujer con la cara y el cuerpo de Juliette Binoche tendría que recurrir a una mentira para conquistar a un hombre más joven? Sólo se me ocurre una respuesta: porque tiene más de cincuenta años. Los hombres más jóvenes ni siquiera la voltean a ver. Sus ojos no se posan ni por equivocación en ella: es una “señora”. Es como si de pronto se hubiera vuelto invisible; sí, la mujer invisible. Es el cuerpo que ya no existe, aunque respire y camine, o que no tiene ningún interés, que no vale nada.

El de Claire es el cuerpo que contuvo a sus dos hijos y que después de un matrimonio de veinte años dejó de ser atractivo para su esposo, cuando él encontró otro cuerpo de mujer mucho más joven. Un cuerpo sin estrías en el vientre, con los pechos firmes, sin celulitis. Un territorio no necesariamente virgen, pero sí supuestamente “menos explorado”; un territorio en donde ejercer su dominio como el conquistador que “descubre” y “conquista” nuevas tierras.

El cuerpo de las mujeres sigue siendo ese “soporte”, como le llama Rita Segato, “en el que se inscriben nuevas formas de dominio y de soberanía”.

El patriarcado ha querido imponer la idea de que todo lo que tiene que ver con la mujer pertenece al ámbito de lo privado. Por eso, “su lugar está dentro de la casa, ocupándose del cuidado de los hijos y del hogar”.

Todo menos el cuerpo. ¡Qué curioso! Es lo único que debe estar expuesto a todo el mundo, pero ¡ojo!, sólo si es joven y está en forma, por supuesto.

A pesar de esta exposición, según el patriarcado, el de la mujer no es un cuerpo que tenga autonomía: no podemos decidir que no queremos tener un hijo, y no estoy hablando sólo del aborto, sino de cómo se castigaba socialmente a las mujeres que decidían quedarse solteras y sin hijos hasta hace poco.

Este cuerpo de mujer —piensan, y se atreven a opinar— ya no sirve para nada cuando envejece. Deja de ser botín y se vuelve un estorbo. Sólo se tolera el cuerpo femenino envejecido de quien ha sido madre, porque ya “cumplió con la función para la que fue creada”. Y sólo se tolera oculto, bien tapadito. Casto, pues.

Que en ese cuerpo, un cuerpo de más de cuarenta, quepa todavía el deseo es imperdonable. Está equivocado.

Este domingo

Por eso, este domingo marcharé y el lunes pararé para que ya no tengamos miedo a ser violadas, rociadas con ácido, desaparecidas o asesinadas; para que podamos abortar sin miedo a ser encarceladas y con condiciones sanitarias idóneas; para tener los hijos que queramos, como, cuando y con quien lo deseemos; para que nosotras, nuestras hijas y las hijas de ellas puedan estudiar y trabajar en donde quieran y de lo que quieran, y ganen igual que sus compañeros varones. Pero también marcharé y pararé para que nadie me diga con quién sí está “permitido” darle placer a mi cuerpo, y hasta cuándo. EP

Cartel de organizaciones que convocan a la marcha en la CDMX, tomado de malvestida.com
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