“Alaíde la triste. La que de niña imitaba el lenguaje de su abuela. La que se esfuerza por encajar, mimetizándose. Alaíde la que canta en español y tartamudea en inglés, y un día aprendió a amar el habla de los chilangos.”
Pizza y yoghurt: Una vez que sabes lo que es bueno
“Alaíde la triste. La que de niña imitaba el lenguaje de su abuela. La que se esfuerza por encajar, mimetizándose. Alaíde la que canta en español y tartamudea en inglés, y un día aprendió a amar el habla de los chilangos.”
Texto de Alaíde Ventura 23/12/19
La última vez que vi a Luis, poco antes de irme al desierto, me costó reconocerlo. Yo buscaba su cabeza de mechones negros entre los puestos del tianguis y lo que encontré en su lugar fue una esfera de sombras grisáceas. De cerca, puntillismo. Césped quemado y hecho de picos: sus pelos recién nacidos.
Se había rapado hacía un par de semanas y no me había querido decir. Por la ojeriza que le tienes tú a los pelones, confesó. Cuál ojeriza, si mi papá es el número uno pelonchas, me defendí.
(¿Por eso? ¿Freud?)
*
No es lo mismo estar en México que estar en México: en la ciudad. En esta vomitadera hermosa y horrible que es el Distrito Federal durante las vacaciones de invierno. Plásticos chinos y olor a cilantro fresco. Prisa. Adrenalina. Botargas mal lavadas. Ya estoy en casa.
Dice mi mamá que eso de sentirme capitalina es algo que heredé de la abuela, que se obligó a sí misma a perder el acento jarocho. Aunque pensándolo bien tampoco quiso adoptar el cantadito chilango. Ella hablaba en un español que era solo suyo. Creo que pretendía alcanzar la neutralidad, esa quimera, y ponía esfuerzo en ello. Decía quizás en vez de tal vez y utilizaba el futuro simple como si cualquier cosa. Te llamaré mañana. No “te llamo”. No “te voy a llamar”. Te llamaré.
Limpió de modismos su lenguaje y al final, cuando lo sintió demasiado plano, aderezó su plática con expresiones divertidas: Iguanas ranas. Qué suerte tienen las que no se bañan.
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He pensado mucho en mi abuela durante los últimos dos meses.
Es la primera vez en mi vida que estoy soltera. Aún no resuelvo del todo cómo debo conducirme. A ratos me aloco y fantaseo con emparejarme de nuevo, pero salgo con gringos y me aburro. Vivo con el corazón roto, y al mismo tiempo habitado, y así ando por la calle, como si trajera un resfriado. Escribo textos bajo pedido, preparo desayuno y cena, lavo mis calzones en la regadera, acepto la invitación a tomar un trago o a dormir con alguien. El resfriado no desaparece. Tampoco se contagia. Lo que es más: ni siquiera se percibe detrás de esta euforia que muchos confunden con libertad.
Estoy soltera y pienso en mi abuela, que vivió sola durante cuarenta años. Evangelina se divorció de Margarito, pero nunca se volvió a casar.
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Quedo con Luis en una cafetería de Miguel Ángel de Quevedo. Tiene rato que no lo veo y hemos hablado poco durante esta segunda mitad del año. Intercambiamos memes en Twitter, un par de likes en Instagram y eso es todo. Nuestra relación se basa en una proxémica que solo tiene sentido cara a cara.
Lo primero que llama mi atención es que su cabello se ve mejor que nunca. La verdad es que rapado parecía un enfermo terminal. Aquella vez del tianguis no me atreví a hacer muchas preguntas, pero me interesaba conocer la historia detrás de esa horripilante cabeza grisácea.
Luis me dice que un día notó que se le estaba cayendo el cabello. Comenzó a contar cada mañana los pelos que encontraba en la almohada. Un día sumó cincuenta y dos. Por la tarde acudió a una barbería de la colonia Juárez, donde un estilista de nombre Tomaso lo tranquilizó: su calvicie no era otra cosa que falta de cuidado. Ahorita lo remediamos.
Le preparó un champú personalizado, único para él. Desde entonces el cabello se le ve espectacular. Creció más fuerte que antes y ya nunca está grasoso. No recuerdo haberlo visto tan apuesto.
Ayer el frasco se le terminó, por lo que volvió a la barbería. La encontró cerrada. Y ni rastro de Tomaso.
Me confiesa que ya no puede usar otro champú. Una vez que sabes lo que es bueno, no hay vuelta atrás, me dice, consternado.
Conozco a Luis desde los quince años y nunca lo he visto sufrir por amor. Esto sería lo más cercano.
Tenemos que encontrar a Tomaso.
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Dice mi hermano que la abuela se convirtió en una señora sofisticada. Cuando volvió a Veracruz, después de diez años de vivir en Coyoacán, trajo consigo muebles de la máxima finura: un comedor de base torneada, sillas estilo danés, trinchador sin vitrina y varias mesitas para hacer juego. Sobrevive una de ellas. Es en donde Paz coloca el platito de la fruta mientras le da de desayunar en la boca al saco de huesos que es hoy mi abuela.
Recuerdo ese comedor de madera ligera, tan diferente del cedro y del pino. Doña Eva: tan distinta del resto de los jarochos. Mientras que en nuestra casa se desbordaban los acuyos y las enredaderas, a ella le dio por cultivar orquídeas. Usaba zapatos de tacón bajito y era rara la ocasión en que se permitía bailar ritmos tropicales.
Una sola vez la vi llorando, cuando la muerte de tía Lucía, y eso porque ella no se dio cuenta de que en la terminal del autobús una cámara iba monitoreando las llegadas.
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No me gusta la persona que soy cuando salgo con gringos: apenas la mitad de graciosa de lo que puedo ser en español, y la mitad de inteligente. Hablo lento, me ahorro algunas escenas, gesticulo demasiado y tomo decisiones ejecutivas torpes, como entablar digresiones largas que acabarán convertidas en parloteo.
Lo más inaudito es agradar siendo una persona a medias. Esto solo abona a mi desinterés.
(Algo que me parece bonito es que los muchachos pronuncian mi nombre como un saludo. Ah-la. Ho-la).
Joseph, el de los jueves, insiste en que nos sigamos viendo. Le pregunto por qué, sin falsa modestia. No quiero que enliste las razones por las cuales me encuentra interesante. Lo que quiero es saber qué ve él en mí, si ni siquiera logro hacerme entender. Acaso sea lo mismo que lo conduce a desbordarse de regocijo ante los frijoles bayos que nos sirven en Mary’s. Insípidos, sobrecocidos. Inadmisibles para quien ha conocido los frijoles de verdad. (Esta Alaíde también me resulta inaceptable. A mí, que he conocido a la Alaíde de verdad).
I can be myself around you, dice Joseph.
Creo que se refiere a que conmigo puede criticar a los periodistas con los que trabaja.
Me pregunto si yo también podré volver a sentirme yo misma. Y qué chingados significa esto.
*
Mi hermano solía decir que la abuela hablaba como de libro. Y como yo pasaba mucho tiempo en su casa, así comencé a hablar también. Me convertí en prescriptivista. Luego se me quitó, cuando ella dejó de ser mi interlocutora.
La abuela perdió el don de la conversación y ahora no puede orientarme. Ahí donde habitaban orquídeas hoy solo ha quedado el vacío.
He olvidado casi todas sus frases, por mucho que me empeñé en escribirlas. ¿Qué diría hoy la abuela si me escuchara diciendo híjole, wey, no mames, chido, carnal, verga, ojeriza, pelonchas?
No me gusta la persona que soy con los gringos. Lo que me hace feliz ahora es estar rodeada de chilangos, saberme una de ellos a través de un mecanismo de imitación.
*
La abuela siempre vivió sola, pero nunca la vi como una persona solitaria. No parecía necesitar compañía, aunque era evidente que la disfrutaba. Era generosa y ofrecía grandes cantidades de todo. También sabía recibir.
Platicábamos mucho. Así me fui enterando de su vida, ya de grande. Le gustaba hablar de su papá y de la construcción de la casa del puerto. También, de cuando vivió en el DF durante los años setenta. Esos eran sus temas favoritos, aunque había un personaje que siempre se aparecía en las historias. Fantasmal, errático, igual de intempestivo que en vida: mi abuelo. Margarito esto, Margarito lo otro. ¡Margarito de tal por cual!
Tengo la impresión de que, así como depuró su lenguaje, mi abuela depuró todo en su vida, incluidas las cuitas. Optó por la soledad, mas no se vio obligada a ella. Al contrario. Evangelina amaba a Margarito, pero eligió su propio bienestar. (Una vez que sabes lo que es bueno, no hay vuelta atrás).
No sé cuánto tiempo le habrá tomado el proceso de descubrir quién era y cómo se conduciría en el mundo. Espero que no le haya tomado cuarenta años.
Pienso mucho en mi abuela y en su corazón habitado.
*
Hace pocos años le pregunté a la abuela dónde había dejado a Margarito. Con la cabeza ya extraviada, ella respondió:
Está pudriéndose en el infierno.
Al cabo de un rato agregó:
Y yo también.
*
Joseph no habla español, así que no puede leer nada de lo que escribo. No sabe de qué tratan mis libros y mucho menos este blog. A él bastan mi presencia y mi risa, por ahora, aunque no entienda mi sentido del humor.
No creo poder volver a verlo.
Es raro ser Alaíde la persona. No la escritora, no Amiguiz. Alaíde.
Alaíde la triste. La que de niña imitaba el lenguaje de su abuela. La que se esfuerza por encajar, mimetizándose. Alaíde la que canta en español y tartamudea en inglés, y un día aprendió a amar el habla de los chilangos. Quizás aprenderá a amar el del los gringos. A-lla-ee-dayh. La que despreciaba a los calvos hasta que se fijó en uno.
Busco las respuestas de una voz imaginaria. Si depurara mis categorías, ¿qué quedaría?
Solo una:
Alaíde, la que piensa en su abuela.
Se aprende a vivir en soledad y con el resfriado.
(Una vez que sabes lo que es bueno). EP
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