Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Pizza y yoghurt: A veces la casa es la única que habla
Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Texto de Alaíde Ventura 28/10/19
Habilitaron la calefacción en los departamentos y ayer encendí la mía por primera vez. Estábamos a cero grados. Más que un sistema de calefacción, lo que tengo es una compuerta empotrada, oscura y un tanto siniestra, que emana una corriente de aire caliente desde la mitad de la sala. Algo así como las fauces de un gigante que me soplara su aliento en la cara. Un aliento limpio, de dientes cepillados (no todos los gigantes son sucios, se sabe).
Me han dicho que algunas de mis comparaciones son muy infantiles.
Me han dicho que yo soy muy infantil. Creo que dicen infantil para no decir inmadura.
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Mi mamá nos decía: “Tu cuerpo es tu casa, y si tú no la cuidas, nadie más lo hará”.
Éramos niños de malas costumbres. No nos limpiábamos detrás de los oídos ni nos bañábamos diario. Mi cena muchas veces consistía en una caja de galletas Emperador y un Chocomilk. Mi hermano y yo nos pitorreábamos de las ideas de mi mamá, de su metáfora new age y del tono casi poético en el que la enunciaba. Treinta años después, comenzaron los malestares de los cuales ella nos había advertido: cabeza, articulaciones, triglicéridos, fatiga extrema. Y ahora sí, a barrer la casa: limpieza, pintura, reparaciones generales, a ver si todavía logramos salvarla después de décadas de negligencia.
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He platicado con Abril sobre este hábito, que compartimos, de hablar en metáfora o en símil. Solemos decir que nuestra literatura, a medio camino entre biografía e invención, es como encender la licuadora y mezclar los recuerdos que nos vengan a la cabeza. El resultado contiene los insumos originales, pero al mismo tiempo es una creación nueva. La imagen de mi hermano a los catorce años, persiguiendo gatos en la casa embrujada, ahora me pertenece. Después de todo, también estuve ahí. Pero ya no son gatos, sino tlacuaches. Y no los perseguimos, los domesticamos.
Todo lo que escribo me ha sucedido, o bien: me pudo haber sucedido. Las circunstancias estaban dadas.
Hace mucho que comencé a apostarle a la verosimilitud antes que a la veracidad.
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A los ocho años, solo había una cosa que yo anhelaba ser: Kevin Arnold. Estaba un poco confundida, porque además de querer encarnarlo, lo amaba y lo quería de esposo (ayúdame, Lacan). Alguna vez llegué a besar la pantalla de televisión al ver su rostro en el promocional de Tv Azteca.
Lo que más me gustaba era verlo regresar a casa, con el atardecer de fondo, pedaleando su bicicleta vieja y enfundado en su chamarra de los Jets. Al mismo tiempo, Kevin del futuro, con voz modulada, se revestía de una sabiduría que no había mostrado antes y con palabras adultas nos explicaba la relevancia de un suceso particular en su vida.
Creo que por eso siempre anduve en bicicleta: por imitarlo a él. El fraccionamiento xalapeño donde crecí no se parecía en nada al suburbio de Los Ángeles donde habitaban los Arnold, pero cuando me mudé a la Narvarte descubrí que Zempoala tenía los céspedes perfectamente arreglados, igual que en mi fantasía.
Ahora vivo en Estados Unidos y cada tarde, después de clases, cansada pero todavía humana, estoy cumpliendo el sueño otra vez.
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Las primeras semanas en El Paso había comenzado a hablar sola. Al recorrer las calles de mi barrio, iba enunciando el nombre de cada negocio: Lidia’s Apartments, Tattoos, Monarch, Pricky Elder. He dejado de hacerlo, señal de que me integro a este ecosistema. Poco a poco, comienzo a sentirme como una persona con derechos.
También hablaba sola en casa, pero todavía no tengo muebles y es incómodo recibir el eco de un espacio vacío. Prefiero llenar el silencio con canciones de Shakira y con los mensajes de voz que me envían mis amigas. Me gusta escucharlos en una bocina e ir contestando a lo que dicen, como si estuviéramos cara a cara.
Durante la noche, a veces la casa es la única que habla. Gruñen las tuberías, responde la calefacción. El refrigerador tiene un monólogo exclusivo, un ronroneo que se agota de vez en cuando. También están los sonidos de los fantasmas que traje de México: a ratos escucho un plato de croquetas a punto de terminarse, o cuatro patitas que se desplazan por un piso laminado que no corresponde al de mi nuevo departamento.
La que nunca me habla es la ciudad. Aquí no existen los grillos ni el coquí nocturno; nada remotamente parecido. Tampoco escucho coches ni aviones. No sé qué sucede al interior de las otras casas.
El desierto es el hogar del silencio, por eso se exacerba la soledad.
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Cuando el régimen soviético finalmente condenó a Isaac Babel, la deliberación oficial del delito fue “silencio”, que equivalía a improductividad.
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Pienso que hay diferentes tipos de soledades.
Está la de sentirme embelesada por un libro o por una canción de reguetón, y no tener con quien compartirlo. Está la de llorar al lado de un hombre dormido. Está la soledad de vivir en un país que no es el mío, donde se habla un idioma que no domino por completo. Ésta, en particular, se siente como una opresión en el torso, un peso que me impide salir de la cama a la primera y que me obliga a mirar el techo durante horas, repasando cómo era mi vida cuando todavía estaba en mi país.
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Soy infantil porque estoy continuamente reconciliando mi voz adulta con la imagen de la niña que vuelve a casa en bicicleta.
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Lo que Kevin Arnold hace con sus recuerdos de infancia es lo que hacemos todos los que a veces nos sentimos extraviados. Indagar. Repasar. ¿Qué es aquello que no he visto? ¿Qué estoy pasando por alto?
Recuerdo que jugué Rummy con mi papá una tarde, y que en la noche antes de dormir me avisó que se iría una temporada a Estados Unidos. La soledad de una niña insomne, que sabe que al despertar todo será distinto. Recuerdo la tembladera que sentía cuando mi otro papá, el biológico, hablaba mal de mi abuela.
Soledades infinitas, todas a la licuadora.
Voz adulta, dime: ¿qué significa todo esto?
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Me construí un refugio de paredes blancas en medio del desierto. Me puse a cantar. Domestiqué el eco, igual que a los tlacuaches de la casa embrujada. Las soledades son infinitas, pero son mías: yo tengo control sobre ellas y sobre todo lo que sucede en este departamento.
La calefacción al máximo. También, el consumo de carbohidratos. No voy a sufrir por el frío. Yo, como Heracles, estoy colmada ya de males y no tengo dónde poner más. Hace un mes me quejaba del aire acondicionado, hoy acredito mi hipocresía de la manera más transparente posible: aborrezco el AC, pero adoro la calefacción.
Afuera, la avenida es un caos de hojas voladoras. He visto a mis vecinos barrer sus patios dos veces al día. El viento alcanza velocidades absurdas. Ayer salí a tirar la basura y una ráfaga me empujó como si nos estuviéramos bronqueando. Estamos a dos grados, pero la sensación es de muerte bajo cero. Resulta imposible creer que hace unas semanas andábamos en shorts con protectores UV 100 y tomando aguas con suero.
Sin embargo, aquí, en la blancura, la temperatura es la ideal. Soy maquinista de las fauces del gigante, y al dominarlo he logrado que mi departamento sea confortable. Quién sabe, quizás mañana llegue a ser un hogar.
El desierto, entorno hostil. Mi casa, un lugar que se ha vuelto familiar a fuerza de repeticiones: van cincuenta desayunos y mil horas de Spotify. Mi cuerpo, en reparación, comienza a recordar lo que había olvidado: la ligereza, la calma, el apetito y la suavidad.
La triangulación de todo lo anterior va construyendo el espacio al que me adapto sin manual de instrucciones.
Que esto sea metáfora de mi vida.
Voz adulta: “Y entonces lo convertí en metáfora de mi vida”. EP
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