Cuento perteneciente al libro Sonámbulos, Premio Nacional de Cuento Breve “Julio Torri” 2019, que será publicado en diciembre por el Fondo Editorial Tierra Adentro.
Aguayo
Cuento perteneciente al libro Sonámbulos, Premio Nacional de Cuento Breve “Julio Torri” 2019, que será publicado en diciembre por el Fondo Editorial Tierra Adentro.
Texto de Alejandro Espinosa Fuentes 18/10/19
Uno de los requisitos para conseguir el título en ciencias de la comunicación es acreditar el dominio de dos idiomas diferentes al español, o como sea que se llame esa lengua que hablamos. Según dicen, en España la llaman castellano para no demeritar el valor de las otras lenguas de la Península. Un sabio aseguraba que se le empezó a decir español cuando los conquistadores llegaron a América. Aquí se consolidó su reino, pero a los mexicanos no nos gusta que el idioma tenga el nombre de la tierra de la que nos independizamos. ¿Preferiríamos decirle mexicano? En Estados Unidos se considera racista afirmar que un latino habla mexicano porque no se tiene en cuenta que los migrantes provienen de diferentes países. Entonces volvemos a lo mismo, ni siquiera sabemos cómo nombrar a la herramienta encargada de nombrar a todo lo que nos rodea.
La universidad cree que los estudiantes dominan esa primera lengua y por eso les exige, para hacerse licenciados, la correcta comprensión y expresión de otros dos idiomas, como si fueran enchiladas y no universos inconmensurables. La mayor parte de los estudiantes se inclina por acreditar inglés y francés. Esta tendencia lleva a que se saturen los grupos del Cele. También el italiano, el alemán, el portugués y hasta el chino se saturan. Los que no encuentran grupo se conforman con una lengua exótica que quizá no les sirva para nada, pero los proveerá de datos curiosos por el resto de sus vidas. Algo como rumano, ruso, japonés o árabe. Yo me decidí por estudiar noruego, mi amor por Knut Hamsun y una canción de los Beatles me dirigió a esa lengua de la que no sabía y sigo sin saber nada, pese a que me expidieran un certificado que comprueba mi dominio.
Solo aparecimos seis personas en el salón de clase, un aula fantasmagórica en el último piso del Cele. El profesor Vicente Aguayo llegó tarde a la primera sesión alegando que había ratas en su casa y ninguna de las trampas y venenos daba resultados satisfactorios. Era un tipo chaparro y encorvado, vestía una gabardina peluda semejante al pelaje de las ratas, que se confundía con su cabello color hormiga. Sus ojos eran pequeñas cerraduras en ese enorme cofre desvencijado que tenía por cabeza. Vicente Aguayo era uno esos tipos que ves en la calle riéndose frente a un espejo o peleándose a gritos con una cabina telefónica.
Repartió unas copias con ejercicios básicos redactados en la solemne lengua noruega y nos enseñó ciertas frases de cortesía: buenos días, por favor, gracias, ¿dónde está el baño? Era, tal vez, el mejor profesor que había tenido en mis cinco años de carrera. No solo se aseguraba de que asimiláramos las complejas construcciones gramaticales, sino que fomentaba intensos debates sobre temas políticos o históricos. Era gracioso hablar de la caída de la Gran Tenochtitlan en una lengua vikinga.
Tomé la clase del profesor Aguayo dos veces por semana durante todo un año. Solo una chica desertó a medio curso, Sara o Sariei, como le decíamos en clase según la traducción nórdica. Fue una lástima que se diera de baja porque era la única que había viajado a Europa y sabía cosas de Noruega que a veces sorprendían incluso al profesor. Noruega tenía rey. Noruega y Suecia se peleaban por el agua de sus ríos. Noruega poseía el fondo de capital privado más grande del mundo y eran dueños parciales de numerosas empresas petroleras. Noruega tenía un programa de salarios para yonquis y vagabundos. Noruega fue ocupada por los nazis durante cinco años hasta que llegaron los rusos. Sariei se regodeaba con sus datos curiosos, aunque el profesor nunca le seguía la corriente. Por lo general se mostraba incómodo con las intromisiones, le daba el avión y continuaba enseñándonos las conjugaciones, los adverbios y el subjuntivo de la lengua noruega.
En diciembre recibí mi diploma firmado en las oficinas administrativas del Cele y fantaseé con la idea de quedarme de oyente durante el siguiente curso. Decidí que era mejor titularme lo más pronto posible para solicitar un posgrado en Oslo, donde pondría mis conocimientos a prueba y perfeccionaría mi acento. En cuanto a la escritura, poco o nada tenían que enseñarnos a los cinco alumnos que habíamos asistido al curso de Vicente Aguayo. Incluso creamos un grupo de Whatsapp llamado Los Hamsuns, donde solo estaba permitido escribir en noruego. El profesor se conmovió hasta las lágrimas cuando le enseñamos que ya éramos capaces de bromear, coquetear, ponernos nerviosos y hasta comentar un partido de los Pumas en el idioma escandinavo.
El problema es que no era un idioma escandinavo. Lo descubrió la prensa al anunciar el despido inmediato del profesor. Tras leer la nota en El Universal, pregunté por el chat qué había pasado y, como nadie lo sabía, le llamé a Sariei, quien me dijo sin rodeos que el idioma noruego no tenía subjuntivo. ¿Cómo? ¿Qué estaba ocurriendo? El profesor Aguayo no nos había enseñado noruego sino una lengua inventada, una lengua nueva que él mismo había configurado. Sariei fue quien destapó la farsa, por eso abandonó el curso a medio semestre.
Durante las vacaciones de semana santa visitó Noruega con su familia y se sintió frustrada al intentar comunicarse. Nadie la entendía. Sus padres la miraban con lástima cuando volvía del mostrador de un café con la cara estupefacta. Terminaron hablando en inglés y creyendo que Sariei se había hecho güey en la clase. Pero Sariei era una alumna de diez y se dio a la labor de desentrañar el misterio. La lengua que ella había aprendido solo la conocían el profesor y cinco alumnos del Cele. En cuanto lo descubrió, interpuso la denuncia y divulgó la historia en la prensa: “Profesor de noruego despedido de la UNAM por enseñar lengua inventada”.
¿Qué hablábamos entonces? Al igual que con el español, castellano o mexicano, tampoco sabíamos cómo se llamaba esta nueva lengua que manejábamos con fluidez. La universidad invalidó nuestros certificados y nos vimos obligados a cursar otro idioma para conseguir el título. Me inscribí en italiano y no aprendí nada, las interrogantes no me dejaban en paz. Peor aún, las preguntas que me hacía las formulaba en ese falso noruego, porque los alumnos del profesor Aguayo ya pensábamos en falso noruego, soñábamos en falso noruego, ¿cuál era esta lengua que se comía los pensamientos y nos expresaba con sinceridad en un mundo cada vez más hostil? Intentamos ponernos en contacto con el profesor y todos nuestros esfuerzos fueron en vano. Se rumoraba que había huido de la ciudad en busca de una escuela remota en la que nadie estuviera al tanto de su estafa.
Por el grupo de Whatsapp decidimos bautizar la lengua que aprendimos como aguayo, hablábamos el idioma aguayo, éramos una nueva comunidad lingüística minoritaria en un país con más de cien lenguas en vías de extinción. No podían menospreciarnos si en México había más hablantes de aguayo que de algunas lenguas indígenas, como el ayapaneco, que era motivo de tantos chistes: En México solo quedan dos hablantes de ayapaneco, dos viejitos de ochenta años que, para colmo, están peleados y no se hablan. Los hablantes del aguayo sí que interactuábamos y, al menos en la escritura, dominábamos una lengua cada día más culta y refinada.
La interlocución presentaba ciertos problemas, especialmente porque la mente maestra detrás del código no había dejado tras su partida un diccionario. Tomamos la decisión de buscar al profesor Vicente Aguayo, fuera cual fuera su paradero. Durante seis meses rastreamos en vano los rumores de su exilio. Un colega suyo nos dijo que trabajaba en una veterinaria de Celaya. Una secretaria de la universidad aseguraba que se había mudado al Estado de México porque seguía en una batalla legal por su plaza y no podía alejarse de la capital. En las redes sociales un escandaloso difamador denunció que Aguayo ya tenía un puesto en el nuevo gobierno. Nada de eso era cierto, lo comprobé una tarde en el séptimo piso de la Biblioteca Central. El destino quiso que todos los baños de las plantas inferiores estuvieran cerrados, por lo que me vi obligado a subir al solitario piso 7, donde distinguí su silueta encorvada frente a un escritorio.
Lo reconocí por la gabardina, después distinguí su voz acelerada. No hablaba en falso noruego, o no exactamente, era un dialecto similar con voces y conjugaciones para mí incomprensibles. Lo saludé en aguayo y el profesor me observó con interés. Murmuró tres palabras de las que solo entendí que algo era elegante. ¿Elegante?, le pregunté en español, mexicano o como sea que se llame mi lengua materna. Vicente Aguayo reaccionó escandalizado. Lo siento, no comprendo, se disculpó en falso noruego. Le pregunto que qué es elegante, dije. Ah, ya entiendo, dio un manotazo en la mesa y me inspeccionó igual que a una criatura exótica, hablas el dialecto clásico, reconozco ciertas palabras, pero debo confesar que no lo domino del todo.
Me quería convencer de que había olvidado las bases de su propia lengua, la había evolucionado hasta convertirla en otra cosa, un dialecto local, como el mexicano o el argentino. En verdad no era tan distinto al idioma que nos había enseñado en el Cele, bastó con que ralentizara la pronunciación para que lo comprendiera sin trabas. También yo procuré hablar despacio, aunque me resultaba raro que en tan poco tiempo hubiera perdido las raíces de su idioma. ¿Cómo lo había reinventado? ¿Con quién practicaba? Me dijo que no había nadie más; con excepción de esta conversación hacía mucho que no sostenía un diálogo sensato. La mayor parte del tiempo hablaba solo y solía enriquecer su lengua componiendo canciones, poemas, aforismos y traducciones.
Por fin insinuó el tema que más me interesaba, pues tenía la idea de proponerle que editara un diccionario y una gramática estricta para que el aguayo pudiera ser difundido en los cinco continentes. Me contestó que algo no le quedaba, pero no entendí qué cosa. El profesor reflexionó unos instantes haciendo memoria de las etimologías y enunció un término que sonaba similar a “tiempo”. ¿Tiempo?, sugerí. Sí, exacto, olvidé cómo se decía; no me queda tiempo. ¿Por qué?, pregunté preocupado por su salud.
En el idioma aguayo no existe la palabra muerte, lo más parecido es “uppak”, que es un adjetivo sensorial generalmente usado para señalar ciertos colores opacos, no vivos. Vicente Aguayo se llevó una mano al pecho y me confesó, no con mucha congoja, más bien aliviado, que no le quedaba tiempo porque estaba cerca de la no vida. ¿Está enfermo?, pregunté y me devolvió una sonrisa. Tal vez le divertía que en su lengua inventada enfermo se decía malade, como en francés.
Por fortuna no, dijo el profesor, pero me dirijo hacia la no vida porque no me queda tiempo. Otra vez repitió esa palabra que en su dialecto sonaba al nombre de una medicina. Dame tu dirección, propuso tendiéndome pluma y papel. Creí que, si antes le faltaba un tornillo, ahora ya no tenía ni un clip que lo equilibrara. No le voy a dar mi dirección a este psicópata, pensé. Tengo que irme, se levantó Aguayo de un salto. Si me das tu dirección, haré que te manden todos mis apuntes y documentos. Garabateé en un renglón mis datos postales y debo decir que no me alegré cuando volví a tener noticias suyas.
No sucedió al día siguiente, pero sí en la misma semana. Los guardias de la seguridad universitaria encontraron el cuerpo del profesor Vicente Aguayo colgado de la jacaranda que ensombrece el acceso principal del Cele. No recibí jamás sus documentos sobre la lengua aguaya y creí que había habido algún malentendido en el correo. Sin embargo he llegado a la conclusión de que jamás hubo ningún envío. Según me informé más tarde, ni siquiera hallaron apuntes o libros en su departamento, solo un inmueble vacío.
Por un tiempo pensé en titularme con un proyecto documental sobre ese extraño hombre que se dio a la labor de concebir una lengua nueva. No me fue posible porque la universidad no aceptaba trabajos que no fueran rigurosamente teóricos; además, de la obra de Vicente Aguayo no había ni una pizca de bibliografía. Solo encontré en la hemeroteca una vieja nota del periódico que aludía a un hecho ocurrido aproximadamente un año antes de que me inscribiera a la clase de noruego. Un grupo criminal asesinó por accidente a una familia, una madre y sus tres niñas. Estaban en el Vips frente a los coyotes de Avenida Universidad cuando el comando rafagueó el restaurante desde el estacionamiento. El padre, Vicente Aguayo, fue el único sobreviviente.
Me quedó clara la razón por la que un hombre se daría a la labor de inventar una lengua nueva, un universo insólito en el que no existiera la palabra muerte. Quizá, si Sariei no lo hubiera descubierto, con el paso de las generaciones hubiera construido un mundo paralelo en el que fuera incomprensible su desventura.
De poco sirvió su cometido, hace mucho que cerramos el grupo de Los Hamsuns y ninguno de los hablantes de aguayo quiere saber nada de esa lengua muerta. Solo yo me aferro a conservarla con este cuento que nadie además de mí entenderá, y es que a veces las misiones inútiles son lo único que le da sentido a la existencia. EP