Reseña:Diplomacia en la zona del Cactus de Bogomil Guerásimov

Juan-Pablo Calderón Patiño nos ofrece una elocuente reseña sobre Diplomacia en la zona del cactus, libro escrito por el exembajador búlgaro Bogomil Guerásimov sobre su labor como diplomático en nuestro país.

Texto de 28/11/24

Cactus

Juan-Pablo Calderón Patiño nos ofrece una elocuente reseña sobre Diplomacia en la zona del cactus, libro escrito por el exembajador búlgaro Bogomil Guerásimov sobre su labor como diplomático en nuestro país.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Pocos se atreven a la disciplina de sentarse y escribir el memorama de las experiencias vividas, desde el paso por el desierto, los días grises, los luminosos, la plenitud de la felicidad hasta la pista del ayer y la sentencia de Ortega y Gasset de que no somos lo que fuimos sino lo que aspiramos ser. Un diplomático de carrera búlgaro se atrevió a esa osadía con una prosa cuya amenidad inteligente hay que agradecerle, pero también su valentía y agudeza. En Diplomacia en la zona del cactus (Fondo Nacional de Cultura de Bulgaria, 2024),1, Bogomil Guerásimov no hace la suerte de una bitácora de lo andado, sino recrea cada momento resaltando los sabores, sinsabores, desafíos y oportunidades que tiene todo diplomático en su carrera cuando inicia desde los escalafones reglamentarios.

“recrea cada momento resaltando los sabores, sinsabores, desafíos y oportunidades que tiene todo diplomático en su carrera…”

Sería imprudente calificar la obra de Guerásimov como la de un diplomático de Europa occidental o la de un diplomático de carrera mexicano que ve más que a su vecino del norte. Todo recuento de memorias es justo ubicarlo en el andén de la historia, de sus circunstancias, ritmos, tiempo y espacio. Los años más delicados de la Guerra Fría donde las novelas de espías se quedaban cortas ante ejecuciones con un piquetazo de veneno desde un paraguas de la KGB en el metro londinense, el código de “ir a tomar un café a la embajada soviética” que retrata el autor cuando había que enviar o recibir una comunicación secreta a/o desde Sofía hasta el papel de los comisarios políticos del Partido Comunista por doquier, fueron realidad. Guerásimov cruzó la misma puerta de la embajada soviética en la Ciudad de México que cruzó Lee Harvey Oswald y tantos más, eso sin contar la paranoia de persecución de muchos de sus compañeros de trabajo o de travesía. En ese sentido, el lector debe ser cuidadoso de no ver la época en la que se dieron los hechos con los ojos de ahora, pues hacerlo provocaría el riesgo de no valorar la obra en su espacio, tiempo y forma. Lo advierte el autor. ¿Puede una persona así escribir con veracidad en lugar de ser víctima del sistema, no convertirse en parte de su esencia represiva? El lector tendrá respuesta recordando la Bulgaria monotemática, de un solo partido, siempre bajo la mirada de Moscú.

De Sofía a Delhi, Yakarta, Londres y diversas misiones hasta llegar al valle de Anáhuac como embajador búlgaro. Representar a un país que fue satélite de la órbita soviética no fue fácil, pero Guerásimov lo hizo consciente de que su misión tenía que ser lo más profesional, además de exigirle lo que el entonces canciller búlgaro dijo: “un diplomático tiene que tener dominio de muchas cosas, para que se le puedan abrir puertas”, palabras sabias que rebasan la geometría ideológica para resaltar los instrumentos insospechados para hacer diplomacia. Imposible imaginar un diplomático abstemio, que no juegue al dominó, a las cartas, al tenis, sea ciclista aficionado o lo que sea para lograr su misión. Ya no sería suficiente saber alguna lengua occidental sino también algún oficio, algún deporte, alguna gracia fundamental para ser un buen diplomático, sentencia uno de los personajes centrales.

Guerásimov vive un proceso transcultural de excepción y si declara que la palabra ‘propaganda’ le da repugnancia por su cercanía al nazismo, advierte que la integridad durante el totalitarismo es una gran mentira. En su estancia en México descubre esa palabra que es más que una mala expresión de siete letras: “pendejo”. Describe, o trata de hacerlo, a los “pendejos”, quienes “solo pueden demostrar integridad y quijotismo”. Sabe descifrar que, por arriba del modelo capitalista, comunista, el de un formal No Alineado o tercermundista, en la vida diplomática siempre existe un frente interno con “esa agua sucia con sanguijuelas para chupar la sangre”. La rigidez de los reglamentos internos, los egos de los superiores, los recomendados sin pista ni preparación, más que estar con quienes deben de estar, son una afrenta que exige serenidad, estrategia y mucho trabajo para salir avante. En ese pantano en Escocia reconoce el cuidado de Dios en hacer el whisky, el esmero en la creación de esta bebida y como buen diplomático es un sibarita que sabe y disfruta pese a la sobriedad de pertenecer a un Estado comunista; finalmente el buen gusto se trae en la sangre y vale más que el dinero o las trampas del totalitarismo. Con esa virtud no vacila en la reciprocidad sin densidad que el multimillonario Rockefeller tuvo en Nueva York con la delegación búlgara que lo visitó. Primero en Sofía le dan un agasajo al banquero neoyorquino para que vea que los banquetes son una norma en el comunismo, mientras que en la Gran Manzana devuelve la reciprocidad con una ternera con un puré de papa simplón…. En esas incongruencias se refugian demonios incontenibles de una decepción que debe quedarse como anécdota para seguir el camino. Bien vale la pena navegar con bandera de inocencia en algunas ocasiones, en otras las velas del deber cívico se deben desplegar con los vientos que hacen llegar a buen puerto con valentía y coraje.

El título del libro da en el blanco, Diplomacia en la zona del cactus, esa planta del desierto que combina una parte de la geografía mexicana con la jungla, montaña y una biodiversidad sorprendente. Él elige el cactus, no la parota, la ceiba o el manglar; es su derecho, pero también la fascinación de su hija. El asombro viene cuando rompe esa camisa de fuerza que puede ser lo estricto del protocolo al entregar cartas credenciales al entonces mandatario mexicano Luis Echeverria Álvarez, a semanas de terminar su responsabilidad en la primera magistratura. Le reconoce al presidente que aspiró a la Secretaría General de las Naciones Unidas que romperá el protocolo y capta la atención del mandatario que llegó al puesto sin un antecedente de elección popular previa, ni siquiera en la sociedad de alumnos en la universidad. Echeverría, fiel a su estilo, lo invita a una gira por cuatro estados tropicales de la República, le pone guayabera al embajador Guerásimov y a su pequeño hijo que será amigo del menor de los hijos del mandatario. Provoca el embajador búlgaro la sorpresa del Cuerpo Diplomático, sabe ser un genuino encantador de la serpiente sobre el nopal y nos descubre Bulgaria, retando la distancia geográfica, histórica y cultural. La universalidad de su misión está en el basamento de su nación con 1300 años frente al parto de México al que contemplan 3000 años con su huella civilizatoria. Su escudera y aliada, junto a su vocación por promover a Bulgaria en tierra azteca, es formidable hasta lograr que el líder y camarada búlgaro visite México, a la vez que el presidente José López Portillo visite Sofía. Se trataba de hacer continente, porque Cuba no es continente, sino base entre camaradas. El cambio es evidente.

Portada del libro

El Embajador Guerásimov hace lo que debe hacer un buen diplomático: tender puentes con la universidad, los partidos políticos, los gobernadores (sobresaliendo el arquetipo del cacique Rubén Figueroa en Guerrero), los legisladores, las personalidades académicas e intelectuales. Con todos recrea una atmósfera para promover y defender a su patria, más allá de la tiranía comunista. Su entrada a dos despachos presidenciales en Los Pinos, casi con derecho de picaporte, le da vista, quizá, como uno de los embajadores más recordados. Ese ingreso le provocaría el celo y la desventura de muchos, incluyendo dos cancilleres mexicanos, uno de ellos Don Alfonso García Robles, nuestro primer Nobel mexicano, ni más ni menos. Ni que decir de sus superiores en Sofía que estaban asombrados por su alto nivel de interlocución del que a veces parecían dudar al preocuparse más por minucias que por lo sustantivo.

Al embajador búlgaro le faltó la oportunidad de dos diálogos —no creo que los haya tenido porque los hubiera ilustrado en el libro dada la talla de los personajes. Uno, con Octavio Paz que hubiera sido enriquecedor, con su aliada y amiga Lyudmila, en virtud de su cercanía con el hinduismo, tema que conoció a profundidad el poeta en sus años de embajador mexicano en Delhi, cargo al que renunció por la barbarie del 68 mexicano. La estancia de ambos diplomáticos en India hubiera enriquecido el encuentro. El otro, tomar un café (no a la soviética) con el Secretario de Gobernación Jesús Reyes Heroles, el último ideólogo del PRI, del otro partido hegemónico que abrió las puertas al pluralismo democrático en México. Justo, Reyes Heroles hizo su discurso de la reforma política en Chilpancingo, Guerrero, donde muy cerca, en Iguala, estaba un experimento búlgaro en materia de cooperación agroindustrial. Un café con Reyes Heroles, quizá, le hubiera convencido de quedarse en territorio mexicano y entender más a un México disperso, contradictorio, de variopinta, profundo y al que se le debe cuidar de su bronco despertar.  

Debemos celebrar la pluma de Guerásimov, resaltar que su brillante labor apuntó a que Bulgaria fuera más conocida en México y que México se conociera más en Bulgaria. Sorprende la miopía de México de no tener una embajada en Sofía; tenerla sería un homenaje para diplomáticos como Guerásimov que han contribuido a tender puentes magníficos entre la nación mexicana y la búlgara. El lector deberá someter al final del libro un juicio particular con una advertencia: que por más que Guerásimov se hizo miembro del Partido Único de Pendejos, en Monterrey, el célebre PUP, deberá decir quién merece esa palabra, el hombre o la tiranía de un sistema que al final se desbordó como reloj de arena entre la tormenta de la historia. Sería injusto que el PUP tenga más militantes que cualquier nueva fuerza hegemónica en los tiempos actuales mexicanos o de la propia Bulgaria, donde el hilo en común es el debilitamiento de los partidos políticos. ¿Un falso dilema para el PUP?

“el cactus de Guerásimov es el cactus estrella por una sola razón: son los cactus que florecen.”

El libro que está en las manos de los lectores es un ejemplo de las palabras del búlgaro universal que escribía en alemán, Elías Canetti, cuando apuntó: “odio los juicios que sólo aplastan y no transforman”. El juicio de Guerásimov puede transformar la experiencia y ahondar en recomendaciones para los que buscan sacar la diplomacia de su letargo. Para mí, el cactus de Guerásimov es el cactus estrella por una sola razón: son los cactus que florecen. EP

  1. Guerásimov, Bogomil. Diplomacia en la zona del cactus. Traducido por el Fondo Nacional de Cultura de Bulgaria. Primera Edición, México, febrero 2024. []
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