Contrario a lo que muchos piensan, sobre la democracia no se ha derramado demasiada tinta. Quizás la actual crisis sea el mejor momento para dotar de contenido a las nuevas utopías democráticas. En este breve ensayo, Isidro H. Cisneros aborda con mucha claridad el malestar democrático y sus posibles remedios.
¿Cuál democracia?
Contrario a lo que muchos piensan, sobre la democracia no se ha derramado demasiada tinta. Quizás la actual crisis sea el mejor momento para dotar de contenido a las nuevas utopías democráticas. En este breve ensayo, Isidro H. Cisneros aborda con mucha claridad el malestar democrático y sus posibles remedios.
Texto de Isidro H. Cisneros 04/11/24
Cuando los antiguos griegos hablaban de democracia, pensaban en una plaza o en una asamblea en la cual los ciudadanos eran llamados a tomar –ellos mismos– las decisiones que les involucraban. En su extrema síntesis, ésta es la imagen que todavía hoy nutre nuestra idea básica de la democracia. Para simplificar el discurso podríamos hacer referencia al término democracia directa, pero entonces requeriríamos hacer de la democracia no una idea, un esquema o una visión mental, sino más bien una precisa forma de gobierno o, usando el léxico político moderno, un cierto tipo de régimen político distinto de la denominada democracia representativa. La idea de democracia, como aquí la entendemos, escapa de las redes que encierran estas clasificaciones tradicionales. No se agota ni en un modelo de gobierno caracterizado por un conjunto de principios, reglas y procedimientos, ni por la presencia de un sistema de valores. La democracia pertenece, más bien, a la amplia fenomenología de las experiencias políticas clásicas y modernas. Es un proyecto en continuo desarrollo.
La idea de democracia llega hasta nosotros –insistiendo– en la imagen de una asamblea deliberante, es decir, la “polis”, aquella particular experiencia política de la antigüedad que se articulaba en la coincidencia material en un espacio común –el “ágora”– donde los individuos libres interactuaban como iguales.1 En tal sentido, antes que una forma de gobierno nacida en Grecia y que después reapareció con diversas variantes históricas hasta incorporarse en la democracia representativa de los modernos, la palabra “democracia” evoca una cierta disposición espacial, o dicho de otra forma, un plano horizontal para la interacción entre los iguales. Expresándolo con el vocabulario de Hannah Arendt,2 un espacio común de recíproca pertenencia y donde la pluralidad de seres únicos actúa concertadamente.
A pesar de todo, la democracia no siempre ha sido considerada la mejor forma de gobierno. Así ocurrió en el pasado con antiguas tipologías sobre las instituciones políticas, como la propuesta por el historiador griego Polibio, para quien la democracia era una forma de gobierno degenerado que ocupaba el último lugar en una clasificación que encabezaban los sistemas aristocráticos. Por su parte, Platón afirmaba que la democracia representaba solamente el gobierno del número y de la libertad desenfrenada. Mientras que Maquiavelo prefirió denominar “república” –y no democracia– al gobierno genuinamente popular. Lo mismo acontece con aquellas filosofías de la historia como la de Hegel, para quien la democracia sería una forma política que pertenece a la tradición, aquí la evolución de la civilización es vista a través del paso de una modalidad de gobierno a otra y el momento culminante del desarrollo histórico está representado, de acuerdo con el filósofo, por la monarquía constitucional. Fue solamente hasta la época moderna que la democracia se impuso como una forma positiva de gobierno fundada en el consenso de los ciudadanos.3
Una infinidad de otros autores contemporáneos se han interrogado justamente sobre la idea de democracia que se ha desplegado en nuestras sociedades, con el objetivo de tratar de encontrar el sentido de los regímenes políticos de nuestro tiempo. De esta manera, han florecido distintas interpretaciones que asignan a la democracia un rol de transformación contundente. Esto vale, en primer lugar, para la versión de la “democracia radical” propuesta por Judith Butler,4 pero también para otras versiones como la de “democracia anárquica” sobre la cual reflexiona Jacques Rancière,5 o para el concepto de “democracia insurreccional” elaborado por Miguel Abensour,6 el cual involucra en su argumentación la interpretación de la “democracia salvaje” de Claude Lefort.7 Este último puede ser señalado como el principal autor que impulsa un ambicioso filón teórico caracterizado por el compromiso para radicalizar la idea de la democracia, pensándola más bien en términos de conflicto permanente y como campo de lucha. A estas interpretaciones sobre la transformación democrática se suman muchas otras.8
Sin embargo, cualquiera que sea la definición que se ofrezca, un hecho resulta cierto: la democracia está enferma. No se trata solo de una impugnación de sus presupuestos lógicos o de la deslegitimación de sus valores políticos, la referencia específica es a un creciente malestar ciudadano que se manifiesta en contra de una democracia que ha resultado deficitaria respecto a los requerimientos de la población, además de que arrastra grandes paradojas, insuficiencias y contradicciones. Se trata de un descontento social hacia la democracia formal, culpable de haber generado una clase política parasitaria, corrupta e ineficiente que ha sido incapaz de mantener las promesas de nuevos y más amplios derechos ciudadanos que permitan estar a la altura de los objetivos que postula el moderno orden político de igual libertad, iguales garantías jurídicas e igual dignidad para todas las personas. Es un descontento ciudadano que expresa la creciente distancia entre los nobles ideales y la cruda realidad. Al grado que actualmente se hace referencia, incluso a la “contrademocracia”,9 y en el extremo, asistimos a un cuestionamiento de la idea misma de democracia.10
Está en crisis la versión de la democracia liberal y representativa que se concentra principalmente sobre la forma y las reglas de procedimiento, una vez que se ha constatado la imposibilidad de otorgarle un fundamento sustancial o de contenidos, que cuando se ha intentado tradicionalmente ha terminado en experimentos potencialmente autoritarios.11 La paradoja de la democracia está en el mito y en la creencia no negociable de su imperfección, que además es el corazón mismo de un sistema que asume la cercanía y el compromiso como sus marcas distintivas.12
La crisis cualitativa de la representación se manifiesta en el desinterés político por la corrupción de la “casta”, por el espectáculo irritante y ridículo de la política mediática y por la indiferencia de los partidos en competencia, cada vez más anodinos y prescindibles. La crisis de la representación política busca respuestas en las instancias normativas de la democracia deliberativa de acuerdo con la mayor o menor concreción del dialogo entre los ciudadanos. Por ello, Norberto Bobbio identifica la necesidad que este sistema tiene de reformarse siempre en un sentido que favorezca a los ciudadanos. Considera a la democracia como una forma de gobierno que vale la pena perseguir porque representa el imperio de las leyes, la pluralidad de opiniones, el gobierno de las mayorías y además, porque garantiza la libertad privada y pública de los ciudadanos. Sin embargo, también alerta sobre el agotamiento de sus potencialidades transformadoras, dando vida al fenómeno denominado “crisis de la democracia”.13
Es sobre todo una crisis de sus fundamentos éticos, representados por el “problema moral” de la separación entre lo que la democracia representa cotidianamente y el conjunto de ideales de justicia y libertad que la caracterizaron en sus orígenes.14 Son las fracturas de la democracia frente a sus enemigos externos e internos que buscan permanentemente reducirla, limitarla y vaciarla de contenidos. La crisis de la democracia se combate con mayor participación ciudadana. Los sistemas políticos requieren de una nueva gobernabilidad que aumente la capacidad para encontrar un equilibrio entre las expectativas de los ciudadanos y las respuestas institucionales. No se puede permitir que el malestar se transforme en un rechazo hacia la democracia.15 Ciertamente la democracia ha resultado deficitaria en distintos aspectos que son centrales para nuestra vida cotidiana, como son la desigualdad creciente derivada de una crisis económica que se prolonga en precariedad laboral y salarios de pobreza, la emergencia de un fanatismo político dominado por la exclusión que alimenta la polarización, la restricción de libertades en nombre de la seguridad pública, el desarrollo de una política-espectáculo construida sobre la mentira y, por si fuera poco, la violencia rampante contra las mujeres que osan ser ellas mismas.
Pero sin duda, el aspecto más relevante del actual malestar contra la democracia lo ofrece el desencanto político que vivimos, derivado de las consecuencias devastadoras de la incapacidad institucional para enfrentar las múltiples crisis que envenenan nuestras vidas y que está representada, principalmente, por la ruptura de la relación entre gobernantes y gobernados.16 Si se extingue este vínculo subjetivo entre lo que piensan y quieren los ciudadanos, y aquellas acciones llevadas a cabo por quienes ellos eligieron, se profundizará aún más la crisis de legitimidad política y con ella, el sentimiento mayoritario de que los actores del sistema político no interpretan más a los ciudadanos. De esta manera, la representación política habrá cedido su lugar a la representación de los grupos, facilitando la coincidencia entre el interés nacional y los intereses de una clase política determinada.17 Esta fractura tendrá como consecuencia inmediata e irreversible dejar huérfanos a los ciudadanos de un cobijo que los proteja en nombre del interés común.
Por otro lado, es posible observar en diferentes latitudes un ataque del populismo a la frágil institucionalidad democrática para llevar a cabo un proceso de colonización de sus instituciones que, como el cáncer, afecta aspectos centrales del régimen político democrático representados por la separación de poderes, la solidez de los contrapesos del poder o la cultura de la legalidad. Las escasas justificaciones del asedio al sistema democrático invariablemente giran en torno a la urgencia de impulsar profundas transformaciones políticas derivadas de un hipotético reclamo popular. Sin embargo, se trata de esquemas cuyos contornos están vinculados indisolublemente con ideas e instituciones de un pasado predemocrático. Así es como se impulsan los nuevos modelos de gobernanza de carácter unipersonal.
En tal contexto, no estamos asistiendo al triunfo de la despolitización, sino a la victoria de la antipolítica que surge del abandono de la perspectiva de un “gran futuro” para nuestra sociedad, buscando sustituirla por una actitud de creciente desconfianza hacia el poder.18 La antipolítica no debe confundirse con la crítica ejercida por la parte más activa de la ciudadanía y la opinión pública. Tampoco con la despolitización típica de las democracias postideológicas. En este escenario se fortalece la idea de que las elecciones ya no proyectan un momento real de la participación política en el cual se confrontan visiones del mundo contrapuestas, sino que representan, más bien, una banal selección técnica de los gobernantes. Esta erosión de la confianza social se traduce en distintas formas de cinismo y desencanto. Si la izquierda y la derecha han dejado de tener el significado que poseían antes y ambas modalidades de la política se encuentran agotadas –cada una a su manera– se debe a que nuestra relación con las instituciones ha cambiado.
La crisis que afecta a la democracia liberal puede enfrentarse con la participación directa de los ciudadanos a través de medios electrónicos. Se trata de impulsar una democracia digital como alternativa a los viejos esquemas de la participación fundados en el clientelismo y la manipulación política.19 Las tecnologías de la comunicación representan formidables instrumentos de libertad y de participación democrática y además, un antídoto a la persistencia del abstencionismo electoral. El declive programático de los partidos políticos se une a la creciente insatisfacción ciudadana respecto al funcionamiento de las instituciones democráticas. Para sanar a la democracia de sus males endémicos es necesario que los ciudadanos se informen, agreguen y coordinen para contrastar a la política tradicional.
La democracia participativa a través de plataformas digitales elimina a los intermediarios partidocráticos y potencia la deliberación. La democracia digital no necesita de las urnas tradicionales y ofrece nuevas oportunidades de inclusión y de igualdad política para importantes grupos de ciudadanos anteriormente excluidos de los procesos de toma de decisiones. Las utopías están en la génesis del pensamiento político moderno e identifican los sueños, deseos y esperanzas sobre un mundo mejor. Sin embargo, es necesario dotar de contenido a las nuevas utopías democráticas que aparecen detrás de las modernas revoluciones ciudadanas y de los movimientos sociales, tanto del feminismo y el ecologismo como del pacifismo y de otros sujetos políticos en busca de reconocimiento. Los novedosos ideales no tienen nada que ver con las viejas ideologías que han sustituido las veleidades revolucionarias con el sueño de una caída del capitalismo.
Se trata de proponer un nuevo agregado de recursos simbólicos que permitan proyectar los ingredientes fundamentales del desencuentro y el debate político, así como de los caminos para la construcción de alternativas de futuro. De no ser así, después del eclipse de los grandes sujetos históricos solo quedaría oponerse a la naturalización de la ley del más fuerte. No basta con razonar sobre el tipo de organización que podría ser portadora de los nuevos recursos simbólicos, sino que es necesario definir los contornos del programa ciudadano.20 Quizá ha llegado el momento de trascender el debate sobre la utilidad de los partidos políticos tradicionales para regresar a reflexionar sobre el “hacerse Estado” de los grupos subordinados y sobre sus capacidades para construir una hegemonía ciudadana de carácter democrático, si lo que se desea es manejar la transición a una sociedad postpopulista. Además, se requiere de otro constitucionalismo que reconozca e institucionalice los reclamos materiales y espirituales de dignidad, igualdad, libertad, justicia, tolerancia y solidaridad. Resulta necesario mantener conjuntamente los viejos derechos sociales conquistados en el pasado con los nuevos derechos civiles reivindicados por los movimientos ciudadanos. Es un intento viable por dilatar la dimensión de estos derechos en una coyuntura histórica que busca cancelarlos. EP
- Rodríguez Adrados, Francisco, La democracia ateniense, Alianza, 1993. [↩]
- Arendt, Hannah, ¿Qué es la política?, Paidós, 1997. [↩]
- Finley, Moses, Vieja y nueva democracia, Ariel, 1980. [↩]
- Butler, Judith, Desposesión. Lo performativo en lo político, Eterna Cadencia, 2017. [↩]
- Rancière, Jacques, El odio a la democracia, Amorrortu, 2007. [↩]
- Abensour, Miguel, La democrazia contro lo Stato, Cronopio, 2008. [↩]
- Lefort, Claude, Democracy and Political Theory, Polity Press, 1988. [↩]
- Greppi, Andrea, Concepciones de la democracia en el pensamiento político contemporáneo, Trotta, 2006. [↩]
- Rosanvallon, Pierre, La Contrademocracia, Manantial, 2007. [↩]
- Brennan, Jason, Contro la Democrazia, Luiss University Press, 2018. [↩]
- Ciliberto, Michele, La Democrazia Dispotica, Laterza, 2011. [↩]
- Salvadori, Massimo, Democrazie senza Democrazia, Laterza, 2011. [↩]
- Bobbio, Norberto, et.al., Crisis de la democracia, Ariel, 1985. [↩]
- Przeworski, Adam, Qué esperar de la democracia, Siglo XXI, 2010. [↩]
- Crouch, Colin, Combattere la Postdemocrazia, Laterza, 2020. [↩]
- Graeber, David, Critica della Democrazia Occidental, Elèuthera, 2020. [↩]
- Ketterer, Hannah, et.al., ¿Qué falla en la democracia?, Herder, 2023. [↩]
- Nelson, Bryan, Democracy and Defiance, Edimburgh University Press, 2024. [↩]
- De Blasio, Emiliana, Democrazia Digitale, Luiss University Press, 2023. [↩]
- Dauvé, Gilles y Nesic, Karl, Más allá de la democracia, Lengua de Trapo, 2013. [↩]
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.