Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Sobre los caníbales

Luis Mejía —becario de la Fundación para las Letras Mexicanas— nos ofrece una obra de teatro en un acto donde la mentira, el racismo, el deseo de venganza y la ambigüedad marcan la pauta.

Texto de 31/10/24

Luis Mejía —becario de la Fundación para las Letras Mexicanas— nos ofrece una obra de teatro en un acto donde la mentira, el racismo, el deseo de venganza y la ambigüedad marcan la pauta.

Tiempo de lectura: 11 minutos
A partir del ensayo homónimo de Montaigne
Personajes:
Padre
Hijo
Madre
El americano 

Obra en un acto

1557. Al fondo, encima de una consola, hay un estuche aterciopelado, una botella de Brandy y tres copas. Un hombre proveniente de la Francia antártica (el ahora Brasil) está sentado frente a una mesa. Harapiento, desgreñado, sucio y cubierto de úlceras, permanece cabizbajo. En su brazo tiene una marca hecha con fierro. De pie, otro hombre, que sin razón suficiente para distinguirlo con un nombre más que el de la nomenclatura general de ‘Padre’, lo mira detenidamente con un gesto en el que se entremezcla la impaciencia y el recelo. Segundos más tarde, un joven, al que tampoco hallo motivos para bautizarlo de otro modo que no sea ‘Hijo’, entra con paso rápido y decidido hacia una de las tres sillas que están en torno a la mesa.

PADRE: ¿Por qué tardaste tanto? ¿Tenías mejores cosas que hacer?

HIJO: Estaba revisando los…

PADRE: Cállate. Ven aquí. Escúchame con atención. Estoy cansado de tener que pelear con tu madre todos los días. Quiero zanjar este asunto de una vez por todas. En cuanto confiese la verdad, tomas la pistola y lo matas.

HIJO: Padre.

PADRE: ¡Y ni un pero! Estoy harto de tener que pensar días tras días en esto.

HIJO: La pistola, ¿dónde está?

El padre señala con la mirada el estuche aterciopelado.

PADRE: Está cargada. Luego de matarlo, lo castras y lo cuelgas de cabeza en el patio.

HIJO: ¿Qué? ¿Ahora?

PADRE: ¿Quieres hacerlo en una semana?

HIJO: ¿Y aquí en la fábrica?

PADRE: Sí, aquí mismo, hoy. ¿Cuál es el problema? Quiero que su crimen reluzca a la luz del sol.

El padre se sienta frente al americano (de quien, por más que investigué, desconozco el nombre real) y saca un puro. El hijo saca un encendedor y lo prende; luego se sienta en medio de los dos y de espalda al público.

PADRE: Di tu nombre.

El hijo se dirige al americano en una lengua ininteligible. El americano no responde. El hijo le da un golpe y le habla más fuerte. El americano balbucea.

PADRE: ¿Qué dijo?

El hijo vuelve a dirigirse a él, pero el americano sigue sin responder. El hijo lo toma de los cabellos y lo jala hacia sí.

HIJO: Culebra.

PADRE: Si vuelve a insultarte, le cortas un dedo.

HIJO: Ese es su nombre, Culebra. 

PADRE: ¿Culebra? Con que de padre negro y madre animal, eh. Vaya paraíso encontramos.

HIJO: Todos tienen nombre de animales, plantas, piedras. Es lo único que conocen estos salvajes. 

PADRE: La hermosa Edad de Oro. ¿Quién hubiera imaginado seres más inocentes? Dime una cosa, hijo, ¿es verdad que se comen… el alma?

HIJO: Sí, es verdad. El coronel fue el primero en darse cuenta cuando los vio azotarse contra las piedras mientras incineraban a los muertos. 

PADRE: ¿Tú los viste?

HIJO: No, en ese momento estaba en expedición. Después el coronel dio la orden de no quemarlos más… ni enterrarlos. 

PADRE: Se trata del coronel Moncalvo, ¿no? ¿Qué fue lo que te contó exactamente?

HIJO: Fue un día frente a la fosa. Dijo que uno de los esclavos, antes de ser degollado, le suplicó que lo arrojara mejor a los perros. El coronel no accedió y el pobre diablo no dejó de lanzar alaridos hasta que le cortaron la lengua. Lo que pasa, padre, es que estos creen que si son enterrados, pasarán toda la eternidad aplastados en la oscuridad de la tierra. Y si los pones a arder, creen que desaparecerán para siempre. (Prende el encendedor y lo acerca al americano.) ¿No es así? ¡Pff! Y nada más. (El americano tiembla.) Por eso se comen entre ellos, para seguir viviendo en el cuerpo de los otros.

PADRE: Qué tremenda idiotez.

HIJO: Resultó mejor, padre. Así los soldados se ahorran la molestia de cavar o encender la hoguera.

PADRE: Por más que escucho y escucho rumores, me cuesta trabajo imaginarlo. Son animales tan extraños. Habrá que colgarlo bien alto entonces, si queremos infundirles miedo de verdad. 

HIJO: Y dispararle a cada cuervo que se acerque.

PADRE: No hay duda de lo que dicen. Cada quien su infierno, cada quien su infierno… 

HIJO: Y este no merece menos, padre.

PADRE: ¿Estás seguro que es él?

HIJO: Juró confesarlo todo.

PADRE: Excelente. No quiero pasar un día más tratando este asunto. (Apaga su puro.) Dinos, pues, ¿qué es lo que nos quieres decir, Culebra?

El hijo traduce las palabras del padre. El americano no responde. El hijo levanta la mano con intención de pegarle.

PADRE: Espera. Que vea que nuestras palabras corresponden con nuestras acciones. Sírvele una copa.

HIJO: ¿Qué? ¿Servirle yo?

PADRE: Es mejor que sienta que estamos dispuestos a cumplir nuestra parte del trato.

HIJO: Pero…

PADRE: ¡Hazlo! Estoy harto de tus preguntas y tus peros.

El hijo se levanta, sirve una copa y la coloca junto al americano.

PADRE: Que no presienta el peligro, así estaremos seguros de que hablará con la verdad. Siéntate aquí para estar más cerca. (El hijo se sienta en medio de los dos, pero ahora de cara al público.) Bebe, señor Culebra.

El hijo traduce. El americano no se mueve.

PADRE: Dile que no encontrará un mejor Brandy en toda la región. ¿O no sabe siquiera lo que es un Brandy? Vamos, con confianza, estamos ahora mismo entre confidentes. ¿Entiendes? Con-fi-den-tes. Vamos, bebe un poco. Quiero creer que al menos compartimos esa lengua. ¿No? Ah, ya veo, no son tan ingenuos como creemos. Sírveme una copa a mí también, hijo. (El hijo se levanta y sirve.) No cabe duda de que la naturaleza tiene sus raíces en todos lados. (Levanta su copa.) Este sí que es nuestro idioma. (El hijo da un puñetazo en la mesa y el americano agarra su copa.) Salud. (Choca la copa y bebe todo el Brandy de un trago.) ¿Ves? No peligro. No veneno.

El americano huele la bebida, da un pequeño sorbo y hace un gesto de desagrado.

PADRE: Tan fornido y tiene el temperamento de una mujer. Empiezo a sospechar si siquiera fue capaz de hacerlo, ¿entiendes?

HIJO: De peores cosas son capaces, padre, y jamás muestran el menor remordimiento.

PADRE: Vayamos al asunto, pues. Pero háblale con delicadeza. No se vaya a espantar. Pregúntale cómo sucedió… No, no, mejor pregúntale qué fue lo que hizo.

El hijo se dirige al americano, quien lo mira sin responder. El americano vuelve a tomar un sorbo.

PADRE: Bien, así está mucho mejor.

El hijo se acerca a su oído y le susurra. El americano mueve los labios.

HIJO: Dice que hizo algo malo.

PADRE: ¿Qué?

HIJO: Dice que lastimó a una joven.

PADRE: ¿Cómo la lastimaste?

HIJO: Dice que montándose sobre ella.

PADRE: ¿Cómo se llamaba?

HIJO: No sabe.

PADRE: Descríbela.

HIJO: Piel blanca, cabello café, ojos negros, manos pequeñas y delgadas, una mancha en el cuello.

PADRE: Suficiente. (El americano toma otro sorbo.) ¿Cuándo sucedió?

HIJO: La noche que trabajaron en la casa del jardín.

PADRE: ¿Cuál casa?

HIJO: Creo que se refiere al quiosco, padre.

PADRE: ¿Tuviste cómplices?

HIJO: Ninguno.

PADRE: ¿Cómo pasó? ¿Cómo lograste entrar hasta su habitación?

HIJO: Por una puerta trasera de la cocina.

PADRE: ¿Cómo demonios sabes que hay una puerta trasera? ¡Responde!

El americano toma otro sorbo y el hijo lo jala un poco más hacia sí.

HIJO: Vi que unos empleados entraron por esa puerta llevando pan. Los seguí sin que me vieran.

PADRE: ¿Qué empleados?

HIJO: No sé.

PADRE: ¿Cómo eran?

HIJO: No sé. Los perdí cuando llegué a un pasillo muy largo. 

PADRE: ¿Qué pasó cuando entraste?

HIJO: Todo estaba oscuro. Las paredes mojadas, húmedas. Hacía frío. No veía nada, tan sólo una antorcha al comienzo de una escalera de piedra.

PADRE: Llegaste a la escalera… 

HIJO: Un rico aroma me hizo subir por ella y di con un… un cuadro de luz.

PADRE: ¿A dónde llegaste?

HIJO: A una habitación alta, muy alta, cubierta de telas. Había muchas muñecas sobre una mesa y una cama amplia de color violeta.

PADRE: Dios mío…

HIJO: Había una ventana y, detrás de las cortinas, una espalda tan blanca como la luna.

PADRE: ¡No más! Ya has dicho suficiente. Desgraciado… ¿Admites, pues, que abusaste de esa niña? Recuérdale nuestro trato. (El americano trata de tomar otro sorbo.) No lo dejes tomar más. ¿Lo admites? ¿Abusaste de ella?

HIJO: Sí.

PADRE: ¿Juras que es verdad cada palabra que has dicho? (Pausa.) Responde, inmundo animal.

HIJO: Sí.

PADRE: ¿Juras por lo más sagrado que existe entre tu miserable especie?

HIJO: Sí

PADRE: Muy bien, muy bien. (Vuelve a prender su puro.) Esta es la verdadera cara de la inocencia, hijo. Esto es lo que guarda el paraíso al otro lado del océano.

HIJO: Nada más que un nido de serpientes.

PADRE: Dile que tendrá la indulgencia prometida. (Señala el estuche.) Que vaya por ella.

HIJO: Padre.

PADRE: Ahora mismo.

HIJO: ¿Cómo vas a permitir que…

PADRE: Quiero que ese infeliz traiga el estuche y lo ponga aquí.

El hijo se dirige al americano señalando la consola. El americano lo mira con un dejo de sorpresa.

PADRE: ¡Qué esperas!

El americano se levanta, sirve la otra copa y la coloca junto al hijo.

PADRE: ¿Por qué serviste otra copa?

HIJO: Yo puedo ir por el estuche.

PADRE: Siéntate. Haré sufrir a este desgraciado como no tiene una idea. Dile que traiga el estuche.

El hijo habla una lengua ininteligible. El americano permanece de pie sin hacer el menor gesto.

PADRE: Repítele la orden…

HIJO: Tiene miedo.

PADRE: ¿Por qué no se… mueve?

HIJO: Déjame acabar con esto de una vez.

PADRE: Alto. Escúchame con atención. Dile que si se sienta… Vamos, díselo…  Dile que si vuelve a sentarse en esa silla, por mi vida y la de mi familia, por Dios mismo y la sangre que corre por mis venas, le daré su libertad… No lo veas. Mírame a mí. No tiene más que escucharte.

El hijo queda en silencio. El padre se levanta y se coloca a un lado del americano.

PADRE (señalando la silla): ¡Siéntate!

El americano se sienta.

PADRE: Ya veo que conozco el idioma mejor que tú.

HIJO: Padre, escúchame.

PADRE: ¡Silencio! Parece que en todo este tiempo no he escuchado a nadie más.

HIJO: No es lo que parece.

PADRE: ¿Qué parece…? Por dios, ¿qué parece?

HIJO: Todo tiene una explicación.

PADRE: ¿Qué has hecho?

HIJO: Nada. No he hecho nada.

PADRE: Nada. ¡Nada! ¿Por nada llevaste a cabo este teatrito?

HIJO: No tenía otra opción.

PADRE: Cuidado con lo que digas de aquí en adelante o pensaré que me tomas por un imbécil. ¡Habla! ¿Por qué hiciste todo esto?

HIJO: Un amigo.

PADRE: ¿Un amigo? ¿De qué hablas?

HIJO: Lo hice para que no… no…

PADRE: ¿Qué? ¿Para no qué?

HIJO: Padre.

PADRE: ¿A quién trataste de encubrir? ¡Responde!

HIJO: Julián.

PADRE: ¿Julián?

HIJO: Perdóname, lo hice por la larga amistad que nos une.

PADRE: Julián…

HIJO: Pero le dije que había cometido un gravísimo error.

PADRE: Lleva más de un mes bajo mi tutela.

HIJO: Lo sé. Le dije que eso no lo salvaría, que en cuanto lo descubrieran acabaría en el paredón.

PADRE: Pero…

HIJO: Me suplicó, papá. Estaba desesperado. No sabía qué hacer.  

PADRE: Yo lo envié a la ciudad. 

HIJO: ¿Qué?

PADRE: A Julián lo mandé a la capital por un asunto privado.

HIJO: Eso no es posible. Estuvimos juntos el día de ayer.

PADRE: Hace dos semanas que no está aquí. Justo esta mañana recibí su mensaje de que ya viene en camino con el documento que le pedí.

HIJO: Pero él me confesó lo que hizo.

PADRE (saca una carta de su bolsa y la pone en la mesa): Aquí está la carta.

HIJO: Debe ser un error.

PADRE (de espaldas al público, frente al estuche): Veo que no eres muy bueno para mentir, aunque sonabas muy seguro hace un momento. Debo suponer que todo lo que dijiste antes también fue una mentira, ¿no? ¿No? ¿O es verdad cada palabra que pronunciaste?

HIJO: Fue… fue verdad.

PADRE: ¿Qué fue verdad? ¿Lo de Julián? ¿Lo de tu hermana? (Camina hacia un lado; el estuche queda abierto sin la pistola adentro.) ¿Es verdad que sucedió cuando trabajaban en el quiosco? ¿Es verdad el aroma que subía por la escalera? ¿Es verdad que estaba detrás de las cortinas?

HIJO: No, no, no. 

PADRE: ¿Entonces para quién mentiste?

HIJO: Yo… yo… 

PADRE: Tú. Tú. ¿O no fueron verdad todas esas afirmaciones? ¿Quién de los dos juró por lo más sagrado que existe? (Pausa.) ¿Qué es lo más sagrado que existe, hijo? Si quieres, puedes responder con su lengua.

HIJO: Padre, te lo suplico.

PADRE: Ahora veo por qué ella no quería vernos, por qué se rehusaba a comer con nosotros en la mesa, por qué no quería salir de su habitación.

HIJO: Papá, por favor.

PADRE: No nos evitaba a nosotros. No… Ahora veo…

HIJO: Déjame explicártelo.

PADRE: Indulgencia fue lo que prometí. Indulgencia es lo que daré.

HIJO: ¡No!

PADRE (levanta al hijo y le da la pistola con brusquedad): Escúchame bien, demonio. Lo llevarás allá abajo, le pegarás un tiro y ahí, frente a todos esos caníbales, le prenderás fuego, ¿entendiste?

HIJO: ¿Qué? 

PADRE: Tomarás la botella y lo quemarás al pie del asta.

HIJO: Pero…

PADRE (lo empuja hacia el americano): ¡Andando! Y desde esta ventana comprobaré la historia de… ¿Dijiste el coronel, no? 

HIJO: Padre, por favor.

PADRE: ¡Ahora mismo! Veamos cuánto de lo que dijiste es verdad. ¡Camina!

El hijo toma la botella de Brandy y sale con el americano. El padre queda cabizbajo un momento y se dirige a la ventana. Segundos después, entra una mujer que, por mera conformidad, llamaré ‘Madre’, aunque su nombre fue el único de la familia que sobrevivió en los anaqueles de la historia debido a un acto de enorme desesperación que llevó a cabo.

MADRE: ¿Dónde está?

PADRE: Querida.

MADRE: ¿Es cierto lo que escuché? ¿Que lo encontraste?

PADRE: Al fin lo atrapé.

MADRE: ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Dónde está? Quiero ver a ese miserable.

PADRE: Ven, querida, ven. (Ambos miran a través de la ventana.) En cualquier momento lo verás salir por esa puerta.

MADRE: ¿Estuvo aquí contigo?

PADRE: Salió hace un instante.

MADRE: ¿Y cuándo pensabas decirme de todo esto?

PADRE: Quería ahorrarte las molestias, querida.

MADRE: ¿Molestias? ¡Molestias! ¿Te das cuenta de lo que sucedió? ¿Puedes comprenderlo? Es de nuestra hija de quien trata todo esto. 

PADRE: Lo sé, lo sé. Y me duele tanto como a ti. 

MADRE: Entonces por qué hablas como si no fuera más que un problema burocrático.

PADRE: Pensé que no te habría gustado verlo.

MADRE: Fue uno de esos salvajes, ¿cierto? Ah, lo sabía. Siempre pensé que eran chismorreos, nada más que puros cuentos. Pero desde que llegaron, toda la ciudad parece un chiquero. ¿Sabes lo que escuché esta mañana? Hace dos días hubo una pelea entre ellos en una caballeriza. Dicen que el ganador, mientras su oponente agonizaba, le cortó la cabeza con una hoz.

PADRE: Qué atrocidad. ¿Quién te lo contó?

MADRE: Y eso no es lo peor. Dicen que guardó la cabeza en una bolsa que carga a todos lados, como si fuera un premio. Como si fuera un maldito trofeo. ¡Y yo creí que solo eran cuentos! Ay, no, de solo pensar en las cosas que le pudo haber hecho a mi niña. ¿Por qué no me contaste que estaría aquí?

Se escucha un murmullo proveniente del patio.

MADRE: ¿Qué está ocurriendo?

PADRE (señalando por la ventana): Ahí está. Mira, es él.

MADRE: ¿Quién?

PADRE: ¿Ves al hombre que está caminando hacia…

MADRE: ¿El que está con…

PADRE: Sí, así es.

MADRE: ¿Qué hace ahí? ¿Qué está haciendo?

PADRE: Él fue quien lastimó a nuestra pequeña.

MADRE: ¿Él? ¿En verdad es él?

PADRE: Sí, querida.

MADRE: ¿Estás seguro?

PADRE: Lo reveló todo, todo…

MADRE: ¿Cómo? ¿Qué te dijo?

PADRE: Sin siquiera abrir la boca.

MADRE: ¿De qué hablas?

PADRE: Yo también he escuchado cosas de ellos. ¿Sabías que, aunque sus aldeas están a pocos kilómetros de distancia, en cada una de ellas hablan una lengua distinta?

MADRE: ¿Qué demonios estás diciendo?

PADRE: Lo hacen con la intención de mantener ocultos los secretos. No son tan inocentes como creemos. Son mentirosos; y por eso saben muy bien que mentimos a través de las palabras.

MADRE: Habla claro de una vez.

PADRE: Su error fue no haber dicho absolutamente nada. Así lo descubrí. Míralo, querida. Velo bien. ¿Es que te parece extraño que él haya sido capaz de hacerlo? Solo estuvo ahí, viéndome, confirmando cada insinuación que hacía.

MADRE: Ese salvaje… 

PADRE: No fue necesario que dijera una palabra. Es en el silencio donde la verdad no puede ocultarse.

MADRE: Y aún hay gente que se afana en defenderlos. Seres puros, cándidos, sin malicia alguna. Solo corrompidos desde el momento en que los trajimos al mundo. ¡Tonterías! Esas bestias solo saben de violencia y sangre. Ese es su verdadero mundo. Tienes razón, no hace falta más que mirarlos para uno darse cuenta lo que son: ladrones, asesinos, violadores. ¿Qué harás con él? Debe pagar por lo que hizo.

PADRE: Eso hará nuestro hijo. 

MADRE: ¿Qué?

PADRE: Va a purgar su falta.

MADRE: ¿Pero por qué él? ¿A dónde lo lleva?

PADRE: Me confesó que quería volver a esas tierras.

MADRE: ¿Qué? ¿Volver?

PADRE: Y quería demostrarme que tiene lo que hace falta para pasar una extensa temporada allá.

MADRE: ¿Pero por qué?

PADRE: Eso fue lo que me dijo.

MADRE: ¡Dios mío, tiene una pistola en la mano! No me digas que… Los salvajes. Los salvajes se están acercando a ellos. ¡Haz algo!

PADRE: Todo estará bien.

Se escucha una descarga, seguida de unos murmullos.

MADRE: ¡Ay, por dios! Está mirando hacia acá. Hijo. Hijo. ¿Ahora qué está haciendo? ¿Por qué tiene una…? ¿Es que está pensando quemarlo?

PADRE: Habrás escuchado de la historia de los caníbales.

MADRE (mientras corre hacia la puerta): ¡Espera, hijo! ¡No!

La mamá sale. Se escucha el sonido de la combustión, pero los murmullos, que hace un momento habían ascendido levemente, ahora —según varios testimonios que recoge la “Historia mercantil en la Francia colonial” de 1850— disminuyen hacia el más profundo silencio.

PADRE: Es verdad. Tenía razón. No son más que puros cuentos. EP

DOPSA, S.A. DE C.V