Centenario surrealista

En el marco del centenario internacional del surrealismo, Juan-Pablo Calderón Patiño escribe sobre su visita al Real Museo de Bellas Artes de Bélgica y a la exposición “Imagine!”.

Texto de 30/05/24

Angelus novus

En el marco del centenario internacional del surrealismo, Juan-Pablo Calderón Patiño escribe sobre su visita al Real Museo de Bellas Artes de Bélgica y a la exposición “Imagine!”.

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La luna y su enjambre de rayos escoltan a la noche tapizada con azules nunca imaginados, los cuales logran ahogar la ausencia del color en el nocturno que no puede ocultar la marcha de los suspiros de los habitantes que caminan, duermen, escriben, pintan, beben el grano destilado, conspiran, rezongan, gritan al abismo de sus adentros, hacen la revolución, discuten y vociferan una libertad lírica. La habitación de una casa desconocida aparece desafiante con su luz interior confrontando a la farola que, sobre la calle desierta y sin laurel —porque no tiene nombre— emula más que a la razón, a la luz del libre albedrío que quita la loza del realismo que aplasta a la creación y ahoga el respiro de la vida. El convencionalismo de una naturaleza muerta desaparece el nuevo camino para crear nuevos mundos, esos universos que salen de los sueños y de las pasiones donde un elefante custodia al partisano y la danza de un ángel formado por tallos y los colores más vibrantes aparece en un horizonte solitario y cubierto por nubes que libran una batalla para tratar de ocultar el cielo. El aparente vuelo de un móvil libera su estela en la incandescente oportunidad que demuestra que la vida no la puede nublar la realidad estática y necia.

“[…] Dalí, Miró, Ernest, Klee, Masson, De Chirico, Lam, Picasso, entre otros muchos que supieron conspirar contra el hormigón del realismo y la marea de lo convencional.”

El sombrero de copa es más que un enigma; mucho más que una pieza solitaria se convierte en un signo para marcar nuevos territorios que cruzan el océano de lo convencional. Junto al aire que traza la vanguardia de navegar a donde nadie ha tenido un soplo de admiración, la sorpresa se convierte en un desfile de júbilo y de alerta: tal cual, el trazo de Salvador Dalí en un cuerpo flagelado por el infierno a las puertas de la Guerra Civil Española. La maroma es un salto mortal entre la esquina del arte y la contra esquina del poder, pero en el salto sin red, el trazo del artista se queda corto frente al terror de la conflagración y al significado corto de las palabras que se deshojan como invierno crudo.

En la pradera de la elegancia urbana el sombrero aparenta ser una prenda de vestir, pero en la brisa de lo cotidiano es un tesoro para la posteridad que acompaña la pipa navegante de los sueños que supieron descifrar el azar. Un caballero no humea ocurrencias, sino estampas para formar el collage de una vida que no puede quedarse en las paredes de la lógica, del estadio del nebuloso “deber ser”, ese aferrado candado que desde la academia cercena la creación de toda manifestación artística. Cruzo el Palacio Real y una copa de helado enorme me saluda con una jirafa a la vista que también disfruta la ventisca que cubre intermitente a Bruselas: es un gran espectacular de René Magritte. La jirafa no mira al Palacio de Justicia que mandó a construir Leopoldo II, el otrora dueño del Congo, quien aparece con gallardía esperando el baño de nieve de vainilla. Me detengo, miro el reloj, faltan tres horas para la comida en el Lola, el tiempo para devorar a Dalí, Miró, Ernest, Klee, Masson, De Chirico, Lam, Picasso, entre otros muchos que supieron conspirar contra el hormigón del realismo y la marea de lo convencional.

Ingreso al Real Museo de Bellas Artes de Bélgica en Bruselas, la capital del Reino belga y de la Europa comunitaria donde el flamenco y el francés no hacen gestos en la doble esencia de la patria que acogió a muchos grandes, desde Marx hasta Baudelaire. En el vestíbulo principal aparece una advertencia de André Bretón, que, a modo de aclaración, dice:

“SURREALISMO: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.

En la quimera del universo y del sol eterno me sorprende una galaxia de Rufino Tamayo que capta el alma de mi mirada. Con su bastón llega un elegante señor que se convierte en mi vecino para contemplar el óleo del oaxaqueño universal, estoico, y se pregunta en voz fuerte: “¿Les couleurs de l´universe surréaliste o du Mexique”. Le respondo que el surrealismo desconoce fronteras políticas. Me pregunta de dónde soy y le contesto que de México, y abriendo sus ojos con asombro dice: “Pero si, como dijo Bretón, ustedes son el país más surrealista”. No puedo dejar de evocar esa noche estridentista de neblina xalapeña cuando conocí a Rufino Tamayo días antes de su partida eterna.

“Pero si, como dijo Bretón, ustedes son el país más surrealista”

Después de tres horas y con el aliento que produce ver la convocatoria de tantos maestros que abrazaron el surrealismo, salgo de la exposición “Imagine!”, festejo del centenario internacional del surrealismo. Después de la comida hago una caminata, paso por una de las construcciones donde Karl Marx vivió en su estancia belga; la placa es un homenaje a la estancia del filósofo y al lado una diminuta calcomanía de un clásico cómic con la hoz y el martillo derritiéndose parece decir: “Tus militantes te fallamos, filósofo alemán”. Bruselas es una tregua o territorio insular para, más que imaginar, honrar la rebelión a la terca realidad. El surrealismo es una evocación magnífica, tal como el waffle esponjado que devora el gigante de nuestros sueños, ese gigante que vive en secreto y que disputa su existencia frente a la sombra de lo que buscamos ser. EP



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