Ofelia Ladrón de Guevara, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, nos ofrece un cuadro literario donde el amor y las ilusiones de pareja se encuentran cara a cara con el hartazgo, la frustración y el acoso laboral.
Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Triptofanía
Ofelia Ladrón de Guevara, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, nos ofrece un cuadro literario donde el amor y las ilusiones de pareja se encuentran cara a cara con el hartazgo, la frustración y el acoso laboral.
Texto de Ofelia Ladrón de Guevara 28/12/23
Para Aura
Sofía llega por la tarde y se deja caer en el sillón de la sala. «Ya no lo soporto», dice y cierra los ojos. La miro un instante y voy a la cocina a prepararle un té. Cuando está listo, regreso: ella sigue en la misma posición. Le extiendo la taza: abre los ojos y murmura suavemente un gracias. La palabra apenas y vibra en sus labios.
Pasamos la tarde viendo Netflix. Sofía se acuesta sobre mis piernas y nos cubre con una frazada amarilla. Yo juego con su cabello hasta hacer de él una trenza. Antes de dormir, mientras nos lavamos los dientes, se mira en el espejo del baño y sonríe: «¡Me veo linda!, gracias», dice y me da un beso.
Ya de mañana, la alarma suena tres veces. Sofía no logra levantarse: se mueve de un lado a otro de la cama, luego me abraza. Por la ventana llega el rumor de los automóviles yendo y viniendo deprisa por la avenida. Beso su sien, pero ella no abre los ojos. Me abraza con más fuerza y se queja: «No puedo hacerlo, ese cincuentón es insoportable». Acaricio su cabello. «Quédate hoy», respondo.
Dos horas después, cuando le es posible levantarse de la cama, estamos en la cocina preparando hot cakes de avena con plátano. Renovada hace chistes de todo: de la textura de la mezcla, de lo feo que es el sartén, de mi mano sin pulso. «Mira, tienes aquí a Italia, a Cuba, a casi todos los países. A todos, menos un hot cake», se burla. Me río y le doy varios besos en la frente.
«Siempre trata de aislarme. Pone a los demás en un extremo de la cocina, y a mí me manda al otro, sola, para que pueda molestarme a gusto», apunta Sofía mientras desgarra uno de los hot cakes; lo mastica con la boca abierta haciendo gestos para hacerme reír. «He pensado en decir que soy lesbiana, pero quizá solo funcione si digo que tengo novio. ¿Tú qué opinas?» Me encojo de hombros. «Maldito viejo rancio», se queja y parte la mitad de otro hot cake amorfo.
Terminamos de desayunar y me pide que nos bañemos juntas. Aguanta la respiración y se sumerge en la tina. Después, me reta: «A ver quién de las dos resiste más». Pero en cada intento ella gana. Para festejar, manotea. El movimiento se asemeja al vaivén del mar. Sofía traga agua: cierra los ojos, me aprieta el brazo, hace gestos extraños, maldice al sentirla pasar por su cerebro y nariz como un terrible escalofrío. «Salgamos de aquí», dice.
Mientras nos secamos, Sofía palpa mi cuerpo. Me pone contra el lavabo del baño y me besa. Por un movimiento brusco, el vaso de vidrio en el que ponemos nuestros cepillos de dientes cae al suelo. «¡Ups!», exclamo. Entonces cada una se enreda en su toalla y salimos en busca del recogedor y la escoba.
«¿Sabías que si algo se cae y se rompe hay que ponerlo en agua?», expone Sofía al verme tirar los pedazos de vidrio en el bote de basura. «¿Por?», pregunto. «Dicen que es para evitar que algo malo pase, pero qué peor mal que ese pinche viejo rabo verde». Ella ríe.
En la habitación, me quita la toalla y vuelve a tocarme. Se pone sobre mí y presiona su pelvis contra mi pierna. La respiración de ambas se agita. Sofía juega la lengua a través de mi oreja, luego baja por el cuello. «Me gustas mucho, mucho», dice. Acerca su mano para tocar mi entrepierna. De pronto se detiene, lágrimas asoman por sus ojos: me abraza. «Es insoportable, insoportable», gimotea sobre mi pecho.
Permanecemos acostadas hasta que se queja de frío. Voy por la frazada amarilla, su favorita, y regreso a la habitación. Nos cobijamos. Unos minutos después, ella duerme: su entrecejo se destensa. En sueños debe de estar sumergiéndose en agua. A Sofía le gusta sostener la respiración y sentir que rompe límites. En ocasiones se atreve a explicarlo: «Entre el poder y el no poder más hay un instante microscópico». Y pasa a recitar a Li Ch’ing-chao: «Cae, gota a gota, cae sin respiro. Cae». Luego guarda silencio para de ahí pedirme que nos bañemos juntas, que nos sumerjamos para ver quién de las dos aguanta más. Ella debe de soñar que está en la profundidad del océano, jugando con límites, despedazándolos para descubrir y fijar nuevos.
«Ese cincuentón va a despedirme», es lo primero que dice al despertar. No se me ocurre qué responder y de un tirón arranco un hilo rojo del atrapasueños que cuelga sobre la cama. Tomo su muñeca izquierda, doy vuelta al hilo. Hago un nudo y después otro. «Nada va a pasarte», le digo, «los poderes del hilo rojo son más fuertes que cualquier vejete». Ella ríe, me abraza y prende la tele para seguir viendo Netflix.
Al cabo de un rato se me ocurre contarle a Sofía la historia del atrapasueños. Ella pausa el episodio y me mira con atención, a través de sus ojos grandes. «Lo traje de Chiapas», señalo, «del encuentro de mujeres que luchan; ¿te acuerdas que fui con mis amigas? Bueno, de ahí es». Asiente y pasa sus dedos por el hilo rojo. Sonríe para sí. «Más fuerte que cualquier cincuentón», concluye.
A la mañana siguiente, la alarma suena más de cuatro veces, pero Sofía no se mueve. «Cuánto a que, si no voy hoy, llama», dice bajo mantas, sin mostrar el rostro. «Buenas tardes, insertar mensaje cortés para que parezca que soy un caballero y no un maldito acosador de mierda», añade en tono de computadora.
Para el desayuno, Sofía rompe cuatro huevos dentro de un tazón. Del último, la yema sale negra. «¡Carajo!», exclama. «Ya ni siquiera puedo disfrutarlo», se queja, y me pasa el tazón para que me deshaga del líquido oscuro con olor fétido.
Se sienta en una silla del comedor, coloca los codos sobre la mesa y con las palmas de las manos cubre su rostro. Tiro el contenido del tazón en una bolsa de plástico que cierro con doble nudo antes de arrojarla al bote de basura de la cocina. Me lavo las manos. Ella sigue en la misma postura. Preparo unas quesadillas. Pero Sofía continúa en donde mismo. Pongo platos en la mesa. Entonces se descubre el rostro, mostrando, ya sin vergüenza, sus ojos llenos de lágrimas.
«No es justo», se reprocha, «siempre llego temprano. Antes de entrar, en una calle por la que nadie del trabajo pasa, me pongo los audífonos y escucho a Björk a todo volumen frente a un letrero de Prohibido Estacionarse en el que alguien pegó un sticker de Pompompurin. “And if you complain once more, you’ll meet an army of me”, maldito cincuentón. En el trabajo, como todos, respondo a cualquier orden: “sí chef, sí chef”. Cuando él aleja a los demás y se me acerca, ni quien pueda decir algo, no digo: “sí chef”, pero tampoco: “and if you complain once more, you’ll meet an army of me”. Nada de eso, sólo medio lo ignoro hasta donde puedo, hasta que se cansa o los pedidos se acumulan y tenemos que trabajar a prisa». Muerde una de las quesadillas. «Gracias», susurra.
Por la tarde, le propongo que limpiemos el departamento. Lavamos los trastes, barremos y trapeamos la estancia. Ella sacude y medio que ordena en pilas los libros regados en el suelo de la habitación. Yo meto a la lavadora las sábanas de la cama y la frazada amarilla. Después, ambas nos recostamos en el sillón de la sala. Tomamos té de limón con jengibre. Y Sofía se burla de mi taza de Hello Kitty.
Al rato ya nos estamos poniendo mascarilla. Sofía cruza la estancia en calcetas, va de un lado a otro corriendo con la cara teñida de gris. “Mascarilla de carbón activado”, decían las letras sobre el empaque. De pronto sus pasos se dejan de escuchar; en su lugar, su voz y un grito: «¡Aaaah, no puede ser!»
Corro para ver lo que sucede. En la cocina: un gran charco. La lavadora se mueve de un lado a otro, hace ruidos extraños mientras escupe agua con jabón. «Está enojada porque la haces trabajar mucho», me dice antes de dar una zancada y presionar el botón de apagado. Sus calcetas se empapan. El color azul de la tela se vuelve más penetrante. Entonces ella ríe y se descalza.
Llamamos al plomero, quien nos dice que no puede ir si no hasta dentro de tres horas. «A las seis treinta», exclama cortante del otro lado de la línea. Nos sentamos en el sofá de la sala. Le ponemos play al episodio hasta que el timbre suena y el plomero, acompañado de un muchacho que carga un desatascador, entra al departamento.
La cocina se llena de ruido. Sofía me mira y alza las cejas como diciendo “sabrá dios qué hacen”. Luego me embarra sus pies. El silencio vuelve. El plomero sale de la cocina y emite el diagnóstico: «La tubería estaba muy tapada. Ya la liberamos. Salió hasta una cuchara». Le agradecemos la breve explicación y le pagamos. El muchacho carga el desatascador. Ambos se despiden, y allá van, escaleras abajo, quizá cruzando los dedos y pensando: «Que el próximo cliente no sea en un cuarto piso».
Apenas la puerta se cierra, Sofía comienza a inventar historias sobre la cuchara hallada dentro de la tubería. «Lo bueno que es de las pequeñas», le digo. Pero ella me mira inconforme. «Primero fue el vaso de los cepillos de dientes, luego el huevo y la lavadora. ¿Notas la relación?» Niego con la cabeza. Me tuerce los ojos.
Al rato lo intenta otra vez: «Es como el fin del mundo del que leí en una historia mixe. Las ollas y los trastes cobran vida para vengarse del maltrato que se les ha infringido», dice extasiada. En esta ocasión me río. Ella me tuerce los ojos nuevamente.
Por la noche, mientras corrijo los exámenes de inglés de mis alumnos de los sábados, Sofía va y viene de un lado al otro del departamento. Se escucha que abre cajones y murmura. Cuando se cansa, hace su aparición: trae unas calcetas rojas, está despeinada y en brazos carga una caja. «Más evidencia», señala. Volteo y veo cómo sobre la cama pone botones, cubiertos torcidos, cables inservibles, un arete sin par, tornillos oxidados, un cactus… «Es un fin del mundo, ¿lo ves?».
Me acerco y me siento en la orilla de la cama. Miro asombrada la colección de objetos. «¿Todo esto estaba aquí, en el departamento?» Ella asiente. «¿Y el cactus?» «Abandonado, bajo el lavadero», responde. Corto un hilo rojo del atrapasueños y lo enredo en el tronco amarillo del cactus, que por puro milagro no se ha secado. Me mira hacerlo, le encanta.
Termino de revisar los exámenes de mis alumnos y Sofía me pide ayuda para hacer un altar. Ponemos los objetos sobre una mesa. Prendemos dos velas e incienso. Ella coloca una imagen de santa Catalina de Siena y un rosario. El cactus con el hilo rojo va en medio. Al terminar, nos abrazamos. Le propongo preparar un chocolate caliente y ella accede.
«Dieciséis llamadas perdidas», exclama Sofía al prender su celular por la noche. «¡Aaaj!», añade. Y luego pone a Björk a volumen alto, sin audífonos, para que la música se escuche por todo el departamento. Vuelve a caminar de un lado a otro, a abrir cajones. Añade objetos al altar. Así, hasta que se cansa. Después va al sillón, sube sus piernas sobre mí y roba varios tragos de chocolate de mi taza de Hello Kitty. Afuera se escucha una tormenta que nace.
Primero son inofensivas gotas que poco a poco ganan peso, luego caen furiosas sobre los vidrios, sin premeditación alguna. Sofía toma mi mano: la aprieta. «Se vino fuerte», indica. Y corremos a cerrar las ventanas para que el agua no se meta. Un relámpago: el rostro de santa Catalina de Siena enciende sus gestos y al finalizar la centella los apaga. «¡Ese sí que se escuchó cerca!», exclamo.
Lo que sigue lo hacemos con el cuerpo temblando y en completa confusión. El vecino del quinto piso, muerto de miedo, toca a nuestra puerta gritando: «Cayó un rayo, el edificio se está quemando». Luego exclama: «¡Sálganse! ¡Sálganse!»
Miro a Sofía y digo: «¡Solo lo más importante!» Ella asiente. Tomo las llaves, la mochila con la computadora adentro. Corremos escaleras abajo. Al salir del edificio me doy cuenta de que lo único que lleva en las manos es el cactus. Va sin zapatos, y con sus calcetas rojas cruza los charcos hasta la banqueta frente al edificio. «Ya vienen los bomberos, no se queden ahí paradas», nos grita una vecina, «no ven que esto puede explotar. Los tanques de gas…» Y sin terminar la explicación dobla la esquina, a prisa, cargando una mochila enorme.
Nos miramos sin creer lo que está pasando. El fuego se aviva en la azotea. Nos damos la mano y doblamos la esquina. «Olvidé mi celular, Björk está cantando entre llamas», dice Sofía, «”and if you complain once more, you’ll meet an army of me”». La miro sonreír. «¡Que este fin del mundo extinga a los cincuentones!», exclama, y en una mano sujeta con fuerza el cactus y en la otra me sostiene a mí. Sofía sigue, sin temblar: camina y salta con sus calcetas los charcos mientras grita, una y otra vez: «¡Muerte a los cincuentones!» Alza el puño: el cactus es su estandarte. No le importan la tormenta, ni el peligro de las llamas, ni la posible explosión que puso a correr a los vecinos, ella continúa gritando. «Con que no se nos queme santa Catalina de Siena», pienso. Y la tormenta me responde, intensificándose. EP