Arturo Magaña Duplancher aborda dos aspectos fundamentales de la situación actual sobre el conflicto entre Palestina e Israel para comenzar a entender las condiciones objetivas en que sucedió lo injustificable.
Dos contextos de la masacre en Israel
Arturo Magaña Duplancher aborda dos aspectos fundamentales de la situación actual sobre el conflicto entre Palestina e Israel para comenzar a entender las condiciones objetivas en que sucedió lo injustificable.
Texto de Arturo Magaña Duplancher 16/10/23
Se han vertido ya ríos de tinta sobre el tema. No hace tanta falta un examen minucioso de lo ocurrido ni ahondar en la gravedad de un ataque terrorista sin precedentes por su brutalidad y eficacia letal. A estas alturas, tampoco es necesario advertir que la respuesta del ejército israelí provocará una crisis humanitaria mayúscula o que las dinámicas de negociación y conflicto entre Palestina e Israel cambiarán para siempre. Está muy claro que la humillación a Israel exactamente cincuenta años después de la guerra de Yom Kippur tiene responsables directos tanto en la distracción de la inteligencia israelí cuanto en la lentitud de la respuesta militar. Es obvio que habrá beneficiados políticos de esta crisis y que eso tampoco significa que los potencialmente favorecidos sean los autores intelectuales de la tragedia. Es clarísimo que la población en Gaza sufrirá, de nuevo, las consecuencias de tener a Hamás por autoridad y a Israel por vecino. No tiene caso ya discutir, tampoco, si para Israel esto tendrá las dimensiones de un 11 de septiembre. No obstante, creo aún pertinente responder a una pregunta básica sobre el contexto internacional e interno de lo ocurrido. Ahí hay al menos dos claves que considero fundamentales para empezar a entender las condiciones objetivas en que sucedió lo injustificable.
I
En Estados Unidos pocos esfuerzos diplomáticos recientes han supuesto una inversión de capital político tan grande, tanto para gobiernos republicanos como para demócratas, como los acuerdos de normalización de relaciones diplomáticas entre países árabes e Israel. Todo comenzó en 2005 cuando Bahréin abandonó su antigua política de boicot a Israel a cambio de un Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos. Desde entonces se fueron construyendo las condiciones para un acuerdo pionero que llevó por nombre corto el de Acuerdos de Abraham (el nombre largo fue Declaración para la Paz, Cooperación y Relaciones Diplomáticas Amistosas y Constructivas). Tocó a Trump suscribirlo en la Casa Blanca en septiembre de 2020. A Bahréin se unieron, en su momento y mediante acuerdos similares, los Emiratos Árabes Unidos, Sudán y Marruecos. En el pasado, ante la oferta de establecer relaciones diplomáticas con Israel, todos esos países respondían al unísono que la condición sine qua non para siquiera comenzar a evaluar esa posibilidad era la creación del estado palestino. Con el tiempo, y al ver los beneficios comerciales y estratégicos de establecer relaciones con Israel y fortalecer, mediante este proxy, su relación con Estados Unidos, fueron cambiando de opinión.
La carga simbólica del nombre bíblico de Abraham tenía un atractivo indudable: el ancestro común de judíos y árabes. Los primeros en celebrar estos acuerdos fueron Egipto y Jordania, los únicos países árabes que mantenían relaciones diplomáticas con Israel. En marzo de 2022, Israel fungió como anfitrión de una inédita reunión con los Cancilleres de Bahréin, Emiratos, Israel, Egipto, Marruecos y Estados Unidos. La reunión tuvo lugar en el desierto de Negev, muy cerca de la tumba donde reposan los restos del exprimer ministro Ben-Gurión. Los compromisos fueron expandir la cooperación en materia de energía, protección del medio ambiente, transferencia de tecnología y, muy importante, cooperación militar.
Además de esto, la administración Biden lanzó una actividad diplomática sin precedentes para incorporar ni más ni menos que a Arabia Saudita a estos acuerdos. Luego de la visita del presidente Biden a Jeddah en julio de 2022, los contactos entre Riad, Washington y Tel Aviv se incrementaron notoriamente. Tan solo durante la última semana de septiembre y la primera de octubre, dos ministros del gobierno de Netanyahu visitaron Riad. Según el primer ministro israelí Netanyahu, este acuerdo de paz con los saudíes, transformaría el Medio Oriente y alentaría a otros estados árabes a normalizar sus relaciones con Israel. Según él, esto generaría, además, “mejores perspectivas de paz con los palestinos”. Y es que las condiciones sauditas iban mucho más allá de lo que ningún otro país exigió a Israel y a Estados Unidos: garantías de defensa de Arabia Saudita de un ataque militar, el desarrollo conjunto de programa nuclear civil, designación de Arabia Saudita como aliado principal no perteneciente a la OTAN, una categoría que compartiría con el propio Israel que lo es desde 1989, entre una veintena de países estratégicos para Washington en Asia, África y América Latina, así como concesiones para la Autoridad Nacional Palestina. Estados Unidos habría exigido que Arabia Saudita disminuyera el nivel de cooperación con China. Tanto Biden como Netanyahu consideraron que estos acuerdos les traerían una gran ventaja política, suficiente para que el primero allanara el camino de la reelección presidencial y para que el segundo saliera airoso de las multitudinarias protestas en contra de su controversial propuesta de reforma judicial.
Pocos repararon, sin embargo, en el costo de esta riesgosa apuesta. Desde que los acuerdos de Abraham comenzaron a forjarse, la opinión de los expertos se dividió entre quienes pensaban que estas negociaciones aportaban a una gradual distensión en la región y quienes, en contraste, advirtieron que podrían ser el cimiento de una nueva guerra. La normalización, profetizaba Kenneth M. Pollack, uno de los grandes expertos estadounidenses en asuntos políticos de Oriente Medio y exanalista de inteligencia de la Agencia Central de Inteligencia, generaría nuevos antagonismos con fuerzas políticas radicales e insurgencias extremistas en Palestina y Líbano y, peor aún, sería decisiva para confrontar aún más a Irán, el destinatario obvio de este nuevo despliegue diplomático. No es un dato menor que la mayoría de las personas en los países incorporados y a incorporarse en los Acuerdos de Abraham estén mayoritariamente en contra de establecer relaciones con Israel y de “traicionar” o al menos abandonar la causa palestina, un elemento que consideran definitorio de su idea de justicia histórica. Siguiendo a Pollack, los Acuerdos de Abraham, al proponerse terminar con el gran conflicto en Medio Oriente del siglo XX, pondrían los cimientos para el próximo gran conflicto en Medio Oriente del siglo XXI: Estados sunitas e Israel contra Irán y sus aliados chiitas. ¿Cómo hacer ahora para reencauzar el proceso de negociación para la distensión nuclear con un Irán cada vez más radicalizado en su retórica pero también en su política exterior?
II
Es en este contexto internacional y regional en el que ocurre otra fuente de aislamiento y alienación de los palestinos en Gaza y, peor aún, de empoderamiento político del extremismo en Palestina. Aún antes que Estados Unidos y algunos moderados en Israel comenzaran a apostar a que la causa palestina se fuera desactivando como efecto inercial de los Acuerdos de Abraham, sucesivos gobiernos israelíes adoptaron una estrategia, diseñada por las agencias de inteligencia, para aislar a los palestinos en Gaza de los palestinos en Cisjordania y la Ribera occidental. Según esta estrategia, evitar un Estado palestino pasaba por empoderar a los grupos radicales dispuestos a dinamitar cualquier negociación o proceso político dirigido hacia ese objetivo. Por tanto era importante que Al-Fatah, predominante en la Autoridad Nacional Palestina y los gobiernos de Cisjordania y el West Bank, dejara de serlo también en Gaza. Esto supuso, desde el gobierno del entonces primer ministro Ariel Sharon (2001-2006) y hasta el presente, un apoyo tácito y subrepticio a Hamás, así como a otros grupos radicales, como una manera de socavar a la Autoridad Nacional Palestina.
Desde 2006, Hamás gobierna la Franja de Gaza y según documentos filtrados vía Wikileaks la inteligencia israelí estaba en aquel entonces de plácemes: podría tratar a Gaza como un estado hostil lo cual hizo durante la operación militar Plomo fundido (2008-2009). El objetivo de la operación era la destrucción de la infraestructura terrorista y la capacidad militar de Hamás. Sobra advertir que ese objetivo no se cumplió —o quizá no había interés en cumplirlo del todo— y tampoco el que algunos sugerían como más importante: desradicalizar a la población de Gaza. De hecho, el bloqueo sobre Gaza, que impidió la entrada de alimentos, combustibles, medicinas, materias primas y suministros de electricidad y agua, terminó en aquel entonces fortaleciendo el apoyo popular a Hamás.
Hamás fue consolidando su poderío mientras que la Autoridad Nacional Palestina (ANP) se fue debilitando y deslegitimando frente a grandes segmentos de esa nación. Con problemas severos de corrupción y cada vez menos respetada, la ANP sigue todavía encabezada por Mahmoud Abbas, un líder cuasi nonagenario política y físicamente muy debilitado, que no ha sido capaz de impedir la proliferación de milicias pro-palestinas cada vez más extremistas, radicales y desleales a la ANP. Una nueva generación de líderes políticos ha comenzado a disputar el poder. El principal se llama Hussein al-Sheikh, un hombre que habla fluido hebreo y que está convencido de que Palestina gana más con la cooperación que con el conflicto directo con Israel. Pero esta moderación molesta, irrita y genera no pocas tensiones entre los más radicales de Al Fatah, la organización política y militar predominante en la ANP y confrontada a muerte con Hamás.
Por su parte, Netanyahu encabeza hoy uno de los gobiernos más alineados a la extrema derecha de las últimas décadas en Israel. Como algunos observadores de la política israelí apuntan, desde el exterior él pareciera el más radical de todos. No obstante, una observación más cuidadosa lo hace verse arrastrado por los integrantes más extremistas de su coalición como el Ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, líder del extremista partido Poder Judío o bien el Ministro de finanzas, Betzalel Smotrich, del Partido Religioso Sionista. Los dos habitan, por cierto, en asentamientos ilegales en la Ribera Occidental o West Bank. Mientras el primero ha enfrentado procesos judiciales por emitir discursos de odio contra los palestinos y por haber apoyado presuntamente al brazo terrorista de un partido político que existió en las décadas de los ochenta y noventa llamado Kach, el segundo es un vehemente defensor de posturas homofóbicas en el Parlamento de ese país al tiempo que ha defendido la necesidad de separar madres judías y palestinas de las salas de parto de los hospitales. Los dos tienen en su agenda prioritaria, elevar incluso hasta el doble los asentamientos israelíes en territorio palestino.
Es esta fracción mayoritaria del gobierno de Netanyahu la que decidió, apenas en junio pasado, aprobar la construcción de 5 000 casas habitación adicionales en los asentamientos ilegales en la Ribera Occidental. Conviene señalar que son ya más de 700 000 israelíes quienes viven en la Ribera Occidental ocupada y en el este de Jerusalén, territorios capturados por Israel en 1967 y cuya devolución es exigida por los palestinos. La atención del Ejército y de la inteligencia israelí no solo se desvió hacia el seguimiento a las masivas protestas contra la reforma judicial de Netanyahu que pusieron al gobierno contra las cuerdas en marzo de este año, sino especialmente a la violencia intermitente en los asentamientos israelíes en la Ribera Occidental y Cisjordania. EP
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