En el marco del cuadrigentésimo aniversario de su primera impresión, Mario Murgia escribe sobre el llamado Primer folio de William Shakespeare, una colección póstuma de treinta y seis piezas teatrales que fueron fundamentales para la consolidación de este poeta y dramaturgo como un hito de la literatura universal.
A cuatrocientos años de la publicación del Primer folio de William Shakespeare: 1623-2023
En el marco del cuadrigentésimo aniversario de su primera impresión, Mario Murgia escribe sobre el llamado Primer folio de William Shakespeare, una colección póstuma de treinta y seis piezas teatrales que fueron fundamentales para la consolidación de este poeta y dramaturgo como un hito de la literatura universal.
Texto de Mario Murgia 24/08/23
“—¿Qué ha hecho usted con la memoria de Shakespeare?” Hermann Soergel (quizá Jorge Luis Borges)
El volumen titulado Comedias, historias y tragedias del Sr. VVilliam Shakespeare, colección príncipe que reunió treinta y seis piezas del celebérrimo dramaturgo y poeta de Stratford, celebra en 2023 el cuadrigentésimo aniversario de su impresión inaugural. De todas esas obras dramáticas, dieciocho nunca antes habían sido publicadas, por lo que la efeméride es significativa para el teatro y la literatura como los conocemos hoy en día, aun fuera del mundo angloparlante. Sin esa colección, que los expertos llaman desde hace algún tiempo Primer folio, no sabríamos siquiera de la existencia de dramas señeros como La tempestad, Julio César, Antonio y Cleopatra, Noche de Epifanía o hasta Macbeth. Aunque quizá la sola preservación de Hamlet (del que, por cierto, existen tres versiones) hubiese bastado para darnos cuenta de que Shakespeare era un dramaturgo de inusitados alcances poéticos, sería muy difícil concebirlo como figura mayor de la cultura mundial sin aquellas obras que debutaron en las páginas del Folio, como aquí llamaremos de cariño a ese importante libro.
Otro dramaturgo y poeta famoso, Benjamin Jonson, había sido el primer escritor inglés en publicar sus Obras, o Workes, una colección de sus dramas y poemas en 1616, oh ironía, el año de la muerte de Shakespeare. La anécdota viene a cuento no sólo por la morbosa y presumible coincidencia, sino también porque ese acto de (¿auto?) promoción literaria de Jonson sentaría precedente para la publicación de las Comedias, historias y tragedias… como homenaje y reconocimiento hacia Shakespeare por parte de algunos de sus amigos y colegas. Los libreros Edward Blount y William Jaggard se encargaron de imprimir el volumen compilado por Henry Condell y John Heminge, actores de la compañía teatral para la que Shakespeare escribía y que, desde el ascenso al trono de Jacobo I en 1603, se llamaría The King’s Men (Los hombres del rey), habiendo sido conocida antes, durante los últimos años del reinado de Isabel I, como The Lord Chamberlain’s Men (Los hombres del lord chambelán). Condell y Heminge habían sido tan cercanos a Shakespeare que él, en su testamento, hubo de consignar su voluntad de dejar 26 chelines y 8 peniques a cada uno para que se compraran sendos anillos de luto, mientras que a Anne Hathaway, su viuda, le heredaba su “segunda mejor cama”… pero la cuestión de a quién le habrá ido mejor, o peor, con la muerte del Bardo es tema de otro tipo de drama.
Volviendo al asunto del Folio —llamado así por el tamaño de las hojas de papel—, es muy posible que Condell y Heminge se hayan puesto a prepararlo poco antes o poco después de la muerte de Shakespeare, dado que los libros grandes y extensos requieren mucho tiempo y empeño para su formación, como hasta el día de hoy lo saben los buenos editores. Condell y Heminge, quienes hasta entonces no habían editado un solo volumen, fueron en efecto muy puntillosos a la hora de llevar a cabo su labor, en la que Jonson mismo también hubiese podido participar. Evitaron incluir en el Folio algunas de las obras colaborativas de Shakespeare, como Los dos nobles caballeros, Pericles y Cardenio, además de que se esforzaron por pasar de las que hoy se conocen como “cuartillas malas” (bad quartos, en inglés); es decir, versiones “piratas” que se imprimían y luego circulaban con relativa amplitud en aquellos entonces. Otro de esos dramas que decidieron dejar fuera, Love’s Labour’s Won (¿Trabajos de amor ganados?), hasta la fecha no se halla por ninguna parte, tal vez por culpa o gracia del afán discriminatorio de los editores. Condell y Heminge, en su conocida epístola introductoria del libro, comentan que hasta ese momento el público había soportado “el abuso de diversos ejemplares robados y subrepticios, mutilados y deformados por los fraudes y embelecos de impostores injuriosos”. No obstante, en su edición los dramas se presentan “curados para su mirada [la de los lectores] y con sus miembros perfectos; y todo el resto con sus medidas completas, como él [Shakespeare] los concibió”.
Se sabe que fue el anticuario y político Sir Edward Dering el primero en comprar dos ejemplares del Folio el 5 de diciembre de 1623. Pagó una libra por cada ejemplar, un precio elevado, aunque no tan oneroso, sobre todo para alguien que gastaba, según quedó registrado en alguno de sus cuadernos de contabilidad, diez veces más dinero en un par de prendas de vestir. Es verdad que pocas cosas producen más placer que comprar, si es posible en una misma tarde, un par de buenos libros y una que otra gorguera fina.
El volumen del Folio, con sus dos y pico kilos de peso y poco más de 900 páginas, era un objeto que con dificultad podía llevarse de un lado a otro, como sí se podía hacer con los libros de bolsillo conocidos como octavos, o incluso los duodécimos, tan populares entre el comparativamente exiguo público lector de la época. La colección de las obras teatrales de Mr. Shakespeare había que disponerla sobre una mesa, consultarla sentado y, al ocaso o en interiores, repasarla con luz suficiente pues la letra de los textos es más bien pequeña. Era un libro al que había que prestar atención, esfuerzo y tiempo, cosa que de seguro contribuyó no sólo a la preservación de los dramas de Shakespeare para la posteridad, sino a una suerte de mudanza de su obra, desde el papel y el tablado, hacia los ámbitos del estudio escolar y el escrutinio intelectual. Cuán paradójico resulta que la cantada autoridad y el dichoso rigor del Primer folio sean razones tanto para la fama póstuma del playwright, o escritor de obras, como para el desarrollo de prácticas académicas que, por otra parte y a lo largo de cuatrocientos años, han apartado a más de un lector del prodigioso asombro del texto shakesperiano al haberse ataviado este de una gravedad docta e impostada, o cuando menos malentendida.
Además del evidente y gran atractivo que suponen los dramas de Shakespeare que Condell, Heminge y quizá Ben Jonson decidieron incluir en el Folio, vale la pena apuntar el interés que pudiesen inspirar también los textos preliminares de la edición. Esos escritos satelitales despiertan alguna gracia por el tufillo de extrañeza que varios de ellos despiden: a primera vista dan cierta impresión de descuido y aun de irregularidad, con la clara excepción del muy conocido “A la memoria de mi bienamado, el autor Don William Shakespeare”, panegírico firmado por Jonson, a quien el buen Will debe el ya muy manido epíteto de “dulce cisne de Avon”. Aparte de esta pieza, las dedicatorias, elegías y odas que la acompañan se antojan conmovedoramente insustanciales, habiendo sido escritas por poetas de, digamos, segunda división. ¿Por casualidad recuerda alguien los nombres de Leonard Digges, Hugh Holland o James Mabbe, o bien el título de alguna de sus obras? ¿Nos cuenta esto alguna cosa sobre la reputación de Shakespeare en aquellos días, o será que los esfuerzos que conllevó la hechura del libro impidieron que el elenco de prologuistas fuera más estelar?
El volumen no está dedicado al rey Jacobo I, como correspondería en el caso de una publicación de tal envergadura. Son William, conde de Pembroke, y Philip, conde de Montgomery, los beneficiarios de la libresca oblación. ¿Cuál sería el motivo de tan menguada ofrenda? Podrá conjeturarse mucho en cuanto a estas y otras decisiones editoriales; sin embargo, lo que no está en tela de juicio es cuál de todos esos materiales se ha fijado con mayor contundencia en el recuerdo de varias generaciones de lectores y públicos teatrales: el retrato póstumo de Shakespeare que grabara Martin Droeshout para el frontispicio. Desde ahí, un poeta calvo, engolillado, mira a los lectores con ojos que, enmarcados en notorias bolsas y empotrados en una cabeza flotante, parecen advertir a los lectores sobre lo que viene, más que invitarlos a pasar la página. Son estas algunas de las fantásticas peculiaridades que perviven en el Primer folio.
Sin el Folio, es muy posible que ya no existieran las obras que hicieron Shakespeare a Shakespeare; en su tiempo, y como piezas espectaculares, aquellos dramas cumplían su función sobre el escenario y no necesariamente sobre la página impresa. Es verdad: de cualquier manera tendríamos Hamlet y también Romeo y Julieta, pero sin duda pensaríamos en Shakespeare sólo como un talentoso escritor inglés y no como el fenómeno casi fetichesco de la cultura mundial —por no usar el chocante término global o peor, globalizado— que ha llegado a ser. Los editores de las Comedias, historias y tragedias del Sr. VVilliam Shakespeare creyeron con firmeza que habían “prestado un servicio al difunto, al ofrecer a sus huérfanos guardianes sin ambición ya fuere de venalidad o fama, sino sólo de mantener vivo el recuerdo de un amigo y compañero tan caro como lo fue Shakespeare”. Habremos de agradecerles la cortesía, como acaso lo hiciera Borges con maestría misteriosa en un cuento de 1980, con el cual se arrogó fictivamente la memoria del melodioso Cisne, del humanísimo Bardo. EP