Julia Bravo Varela, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, nos ofrece en este ensayo una valiosa reflexión sobre nuestro cabello y las diferentes etapas de nuestra vida.
Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Así de largo está bien
Julia Bravo Varela, becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, nos ofrece en este ensayo una valiosa reflexión sobre nuestro cabello y las diferentes etapas de nuestra vida.
Texto de Julia Bravo Varela 15/06/23
“¿Por qué te cortaste el pelo?”, me pregunta mi tía política, examinándome con rencor y desconcierto; es un regaño, pero prefiero hacerme la tonta, esbozar una sonrisa cerrada y responderle: “Porque me pesaba”. Es verdad. Metafórica y literalmente ya no lo soportaba. Mis cabellos son mis vivencias, y fueron testigos por cinco años de todo lo que me sucedía. Cada que vuelvo a cambiar de corte reafirmo la relación entre el cabello y las etapas de nuestra existencia. Por eso, siempre que veo distintos peinados en el vagón de mujeres, quisiera acercarme y preguntar lo mismo que mi tía: “¿Por qué te cortaste el pelo?” o “¿Por qué te lo pintaste?”, pero no serían preguntas retóricas o reproches, sino un sincero afán de reconstruir una historia: en el cabello se refleja lo que somos, o lo que dejamos de ser. Me gustaría indagar: “¿Qué te llevó a decidir cómo tenerlo?¿Qué pensaste el día que fuiste a una peluquería para alterarlo? ¿Te sientes tú con él? ¿Qué significa para ti? ¿Qué crees que diga de tu persona?”.
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Un amigo decidió dejarse el pelo largo durante toda nuestra licenciatura. Se lo cortó cuando terminó las materias y fue un ritual de despedida para él. Como sabía de sus planes desde el principio, le robé la idea a mitad de la carrera, pero decidí apuntar más alto: me lo cortaría hasta que hiciera mi examen profesional. Después de haberme rapado en 2016, lo dejé crecer. Está de más decir que terminó llegándome al ombligo; sin embargo, agradezco no haberme tardado lo suficiente para convertirme en algo así como el “Tío Cosa”. Creció por mucho tiempo.
Además de una promesa fácilmente olvidable, había algo que me impulsaba a seguir. Un gran hito de mi vida como estudiante fue Game of Thrones, al grado de que, si una clase me aburría, hacía una conversión de los capítulos que podría ver en dos o tres horas de clase y me aportarían más que dicha cátedra. En la primera temporada, cuando la protagonista conoce a su futuro marido, el jefe de una tribu guerrera, le comentan que aquellos que pelean en combate y fracasan, además de la deshonra, pierden su larga cabellera, como en la lucha libre. El líder posee una coleta que le llega a la cintura: siempre ha ganado sus batallas. Así que pensé: “Tal vez yo he perdido algunas contiendas en mi vida, pero no he perdido la mayoría y sin duda no me considero una persona vencida”. En ese momento, mis cabellos se volvieron como las cuerdas que se utilizan de barandales en una gruta oscura. Son un punto de apoyo. Son continuas.
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Camila era una compañera de la Facultad. Me asombraban su seguridad y contundencia al participar en clase. Creo que, por lo mismo, era la favorita de los profesores. Un día, al salir de un curso de Siglos de Oro que no compartíamos, me dijo que su maestro —una de las vacas sagradas de nuestra carrera—, después de una participación suya, le respondió: “Se decía de las mujeres que eran seres de cabellos largos e ideas cortas, pero en tu caso, Camila, es al contrario: tú tienes cabellos cortos e ideas largas”. El comentario me pareció cuestionable, incluso considerando que la reflexión sobre expresiones sexistas era muy incipiente en ese momento. Pero no le dije nada; su ilusión de haber sido reconocida era demasiado grande y, de alguna forma, me conmovió pensar en un septuagenario haciendo un cumplido ingenioso. La frase que modificó el profesor es de Schopenhauer, quien nunca tuvo en gran estima a las mujeres, por decir lo menos. No la odio ni me parece destacable en su misoginia. Hasta hay algo que me gusta: la imagen de que las ideas pueden ser largas o cortas. Ensortijadas o lisas. Enredadas o sedosas. Gruesas o delgadas. Convencionales o cambiantes.
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Según el Diccionario de los símbolos de Chevalier, el cabello “revela virtudes o poderes del hombre”, y entre paréntesis nos recuerda el ejemplo por antonomasia: Sansón. Entonces, valdría la pena considerar el cabello no sólo como una fuente de fuerza, sino también de sometimiento y humillación si es cortado. En las escenas de películas o series donde las personas son rapadas como V de venganza y Poco ortodoxa se manifiesta la sensación de trauma, pérdida y castigo. Hace unas semanas le dije a mi roomie que estaba pensando en volverme a rapar, y me dijo inmediatamente que no lo hiciera. Me sorprendió que se sintiera con la autoridad de contestar una pregunta que no formulé. Pero después se explicó: es judía y, para ella, ver a una persona rapada nunca significa nada bueno. La remite directamente a los campos de concentración.
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Sin embargo, hay una diferencia sustancial: la humillación reside en no poder elegir y que alguien más afeite nuestra cabeza. En otros escenarios, raparse por decisión propia es un símbolo de liberación. Quizás en esta época se ha vuelto un lugar común ver a tantas mujeres que adoptan ese estilo a raíz de movimientos feministas, pero sigue siendo una declaración de principios portar una cabeza sin pelo. El cráneo se convierte en un texto donde se pueden leer ciertos símbolos, discursos y signos, intencionales o no. En el Diccionario de Chevalier, también se dice que el cabello simboliza el alma de una mujer. Entonces, sigue siendo perturbador que alguien decida rechazar ese símbolo. Y por eso mismo cuesta tanto modificarlo.
Después de haber pedido en una estética que me pasaran la rasuradora con el número dos, muchas mujeres se me acercaron a decirme que querían hacer lo mismo pero no se iban a ver bien, porque su cabeza no tenía la forma adecuada para ello. No sé si me perdí de un concurso regional de cabezas estéticamente aceptables o fueron varios doctores que instauraron la moda de decir que la región occipital de las mujeres es horrenda, pero me parecía interesante que la reserva fuese exactamente la misma. El miedo subyacente: ser leída con severidad por las personas.
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Además de la promesa de cortarme el pelo después de mi examen profesional, hubo otra razón para hacerlo: había dejado de ser rentable. Sentía que me gastaba muy rápido el champú y que invertía mucho tiempo en lavarlo, secarlo y peinarlo. Si mi neurosis me hubiera llevado a calcular el tiempo que me tomaba realizar esos actos, es probable que hubiera sido poca la diferencia; pero el solo hecho de pensar en lo que necesitaba para cuidarlo me parecía una contaminación mental en un momento de mi vida en el que necesitaba mucha concentración para una convocatoria literaria. No pensé que una decisión sobre mi cuerpo tendría como origen la productividad.
Después Mariana, mi mejor amiga, me habló sobre The girls, una novela de Emma Cline, en donde una adolescente, Evie, termina involucrada con la familia Manson a la par que descubre su sexualidad. Hay una frase que me impactó: “Todo el tiempo que yo había gastado leyendo artículos que me enseñaron que la vida era una sala de espera hasta que alguien te notara, los chicos lo habían gastado en volverse ellos mismos”.
En mi caso, no son tanto las revistas de moda sino el cabello. Me pregunto si los hombres que tienen el pelo corto, es decir, la mayoría, han hecho con esa acumulación de tiempo algo más interesante que desenredar su pelo. Aunque su estilo sea monótono, ha de ser liberador y práctico no reparar mucho en él.
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En la primaria, me costaba identificar cuándo un compañero se había cortado el pelo. Lo observaba insistentemente hasta ser descortés y no entendía qué era distinto. Entonces llegaba a una conclusión: le había crecido la cabeza. Satisfecha con mi pesquisa, volvía a poner atención a la clase.
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He visto lo mucho que sufren los hombres cuando los peinan. A diferencia de las mujeres, se quejan de cualquier leve jalón de pelo. No tuvieron el entrenamiento militar del gel, las bolitas, las ligas de goma y los cepillos de mamá que no planeaban frenarse en el campo minado de los nudos. La memoria corporal y la división por género también están en el cuero cabelludo.
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Hay un monólogo inicial en La Pequeña Lulú en donde Lulú dice que siempre ha querido ser lacia como Anita, su amiga inseparable, mientras que Anita siempre ha querido tener el pelo rizado como Lulú. Igual que Anita, siempre quise tener el pelo chino, aunque sé por mis amigas que es difícil de mantener. Me pasa también cuando tengo el pelo largo que quiero tenerlo corto y viceversa. Alguna vez me dijeron que parecía nunca querer estar donde me encontraba.
La inagotable sensación de estar insatisfecha y de querer lo que no se tiene.
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El pelo muy corto me hace sentir expuesta. Sin darme cuenta, comienzo a buscar aretes más grandes y formas de verme femenina. Recargamos demasiado el atractivo en el cabello y una parte de mí siente que tengo que probarle algo al mundo. Como si tuviera que pagar una cuota por una infracción. Pero hay algo que me gusta: sin las cortinas se ve con mayor claridad el interior de una casa. No hay forma de ocultarse con el pelo corto. Son más evidentes los rasgos de un semblante. Despojado de lo que lo cubre, es otra forma de desnudez.
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Mi prima Pamela decidió cortarse el pelo hasta los hombros después de tenerlo largo toda su vida. Le preguntaron en una comida familiar si le gustaba así. Ella respondió: “Sí. Pero no soy yo”. Le pidieron que se explicara mejor, y desarrolló: “Cuando pienso en mí, tengo el pelo largo”. Jamás había considerado que las personas podrían tener una imagen de su yo “ideal”. Sentí que ese pensamiento se relacionaba con un cuestionamiento divertido que existe entre la gente: el de cuál sería la ropa que alguien escogería si fuera una caricatura o un espíritu errante. En ambos casos, tendrían que ser las prendas que más le gustan a esa persona o, mejor aún, las que más la definen, para quedarse fijas por toda la eternidad. Todavía no me he posicionado al respecto de lo que tengo en mi clóset, y quizá ello pone en crisis nuestra noción de identidad: seres inamovibles y no múltiples. Pero estoy casi segura de algo: mi yo arquetípico tiene el cabello unos centímetros debajo de las orejas. La quijada es la línea de guía.
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Aunque, en realidad, nunca he podido quedarme con un corte de pelo. Admiro a las personas que logran darle mantenimiento a un solo estilo por años. Mi cabello crece muy rápido y lo dejo ser con ligeras intervenciones. Además, no puedo nombrar casi ningún tipo de corte. Ir a una estética sólo incluye pronunciar las oraciones: “Quiero cortarme las puntas y desvanecerlo”, “vine a raparme”, o mostrar la foto de una actriz o caricatura.
Cuando tenía el pelo muy largo, no tenía capas ni nada que le diera un mayor dinamismo. Pensé que había llegado por fin al pináculo de la belleza. Pero algo no terminaba de embonar. El cabello se me atoraba en las correas de mi mochila, me parecía estorboso y me sentía incómoda al dar clases en una escuela privada. Un día lo hablé con una colega. Me dijo que ella se sentía igual y que su novio le había dicho en broma que parecía “una novia de pueblo”. No juzgué esa interacción porque verbalizaba cómo me sentía. En ciertas circunstancias, tener el pelo demasiado largo también es un problema.
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Una amiga me contó que en su primaria no sólo se mandaban reportes a los chicos para que se cortaran el pelo; también lo hacían con las mujeres. En un principio ella no tenía tan claro por qué, pero fue el constante uso de la frase “pareces chacha” en relación con la longitud del pelo por parte de maestras y compañeros que se dio cuenta de que tenerlo demasiado largo era un marcador de clase. En cambio, el pelo corto (pero no tanto) se traduce como sofisticación y mesura, y remite a aquellas mujeres americanas en los años veinte que bailaban charleston. El cabello es una paradoja a merced del contexto.
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Mi abuela nació en Otatitlán, Veracruz. Se casó con mi abuelo a los dieciséis años, seguramente para librarse de ser la segunda madre de sus once hermanos menores. Tuvo tres hijos varones. Esperó hasta tener nietas para hablar de lo que le dolía. Creo que fue feliz la mayor parte del tiempo, a pesar de que le gustaban los climas tropicales y pasó más tiempo en la ciudad de México que entre los platanales de su pueblo; y de que cocinó toda su vida aunque odiaba hacerlo.
Después de un tiempo de no verla por la pandemia, fui a su casa y lo primero que dijo al verme fue que me había crecido mucho el cabello, el cual me cubría la mitad de la espalda. Lo tomó entre sus manos y con un ligero tono de lamento dijo: “Yo nunca lo tuve así. Siempre ha estado como lo tengo ahora”. Estaba a la altura de sus hombros. Le respondí: “Tu pelo siempre ha sido hermoso”.
Dejó de teñirlo y comenzó a perderlo. Sólo volví a ver una franja negra arriba de su frente cuando me asomé a su ataúd. Me dio gusto. Pensé en las flores que renacen en tierra árida. En los ciclos de siembra y cosecha. En mis abuelos jóvenes, acostados, platicando a la sombra de los plátanos.
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Me atormentó por semanas la posibilidad de que mi abuela no hubiera hecho todo lo que quería en vida, pero creo que por ahora la única forma de honrarla es tener el pelo largo, muy largo; pero también corto, muy corto. EP