Taberna: El cuidador (o por qué hacemos lo que hacemos)

En su columna de marzo, Fernando Clavijo escribe sobre la labor de cuidados que requiere una casa a las afueras de la CDMX.

Texto de 17/03/23

En su columna de marzo, Fernando Clavijo escribe sobre la labor de cuidados que requiere una casa a las afueras de la CDMX.

Tiempo de lectura: 11 minutos

Lo normal en la vida es hacer las cosas conforme se presentan, o eso pensamos. Si decido hacer algo es porque me conviene, es un enfoque práctico. Es un comportamiento primario, pero no el único. El ser humano es un animal social, por lo que hay otros justificantes de nuestro comportamiento como la empatía y solidaridad, por ejemplo. Más allá, también hay explicaciones ocultas de nuestro actuar como la historia familiar, el subconsciente, el destino.

 

Semana 1

Todo empezó —o eso me pareció en un principio— con una necesidad económica: cuidar lo propio. Empecé a ir a Malinalco entre semana para asegurarme que el trabajo de mantenimiento del huerto y cabaña que tenemos allá se llevara a cabo. En las últimas semanas había notado cierto descuido en el jardín, pasto largo y mucha hierba. Además, basura de trabajadores y huéspedes. Para colmo, el cuidador recibió borracho a mi hermana. Pero antes de despedir al señor quise darle una oportunidad. Cambiar de cuidador en un pueblo pequeño puede ser difícil, y a veces es mejor lo malo por conocido que bueno por conocer. Apuesto pues a la rehabilitación.

Me fui con el coche lleno de gasolina, tomé la vía más rápida y pagué todas las casetas. Cuando llegué, el cuidador me abrió la puerta pero luego desapareció, algo raro. Lo llamé para pedirle ayuda con las cosas que llevaba e inmediatamente me llegó su tufo a alcohol, dulce. Dejamos las cosas en la casa y fui con él a dar una vuelta por la huerta. Zarzamoras invadidas de hierbas, plátanos y jitomates mezclados con flores y enredaderas inútiles. Excremento de perro en el pasto. 

Joao Gabriel | Wikimedia Commons

“Es que no tengo para gasolina, ni aditivo para la desbrozadora”, me dijo Raymundo, “por eso no lo he podido deshierbar.” “Hueles a alcohol”, le contesté, “y eso que avisé desde un día antes que vendría”. Seguimos el recorrido y vi que había madera de desecho tirada con basura en un extremo del terreno, gallinas sueltas y hierba por todos lados. Entonces confesó: “Cuando nos toca regar en la noche, con el frío, pues me gusta tomarme mezcal”. “Pues te entiendo”, concedí, “está sabroso el plan. Pero que no se te pase y venga yo y siga todo esto igual. Porque si es así puedes perder trabajo, casa y familia, qué va a ser de ti”. 

Aparentemente mi papá lo regañaba y extraña eso1. “Así cuando me regañaba su papá yo me ponía a trabajar mejor,” me dijo suplicante, “luego anotaba lo que tenía que hacer y me decía que me pusiera a trabajar”. Qué flojera, yo lo que quiero es un cuidador que se regañe solo. Pero me resigné a ello porque mi método de pedir las cosas por teléfono, hacer las transferencias bancarias correspondientes y confiar en su juicio no ha dado resultado. Asumo que ser patrón es más que cumplir las obligaciones fiscales. Debo atender mi hacienda, el determinismo económico me lo dicta.

Al día siguiente, antes de partir, me acerco a él y le estrecho la mano. “Ponte a trabajar”, lo exhorto, “tú puedes”.

Semana 2

En mi próxima visita se sumó una razón emotiva, la de la empatía. “Voy a Malinalco ida y vuelta”, le digo a un amigo, “estoy cuidando al cuidador”. Tomo la carretera de cuota pero no voy tan rápido, pues traigo de copiloto a mi amigo, quien ha decidido acompañarme. Él comenta lo bonito del paisaje, la naturaleza de la zona de Lerma y cómo se va pareciendo más a Morelos conforme nos acercamos. Los peñascos recuerdan a los de Tepoztlán, el aumento de temperatura, los valles verdes y tropicales. Hablamos de La guerra y la paz, la novela de Tolstoi, y de cómo uno de los protagonistas, Pierre, tiene un problema de bebida. A mí me pareció un personaje memorable, más que el Príncipe Andrei; una imagen del éxito sin compromisos. Pierre, bonachón, afrancesado y un poco perdido, es sencillamente más humano. Al final, su viaje a uno de sus bosques, que encuentra descuidado y decide arreglar, es parte de su cura para la depresión. Terapia ocupacional. “Tal vez”, le digo a mi amigo, “la vida me ha puesto a este señor justo después de que yo mismo he dejado de beber para que lo ayude”. Ray me cae bien, es verdad. La idea de devolverle su autoestima y salvar su estabilidad laboral y emocional me llama cada vez más.

Apenas llegamos y descargamos el coche, me dispongo a dar la vuelta de rigor por el terreno. Hay un poco de basura, pero está amontonada y en una bolsa recargada a la barda cerca de la puerta. “Es que ayer no pasó la basura”, me dice Ray, “y como tengo que bajar hasta el camino, mejor le doy una propina a uno para que suba por ella”. “Está bien”, le digo, “pero no quiero ver basura, ni plástico, ni tapitas de Coca-Cola”, me agacho y recojo una lata de cerveza, “ni latas de ningún tipo o colillas de cigarro”. Le digo a Ray que debe ir a un grupo de apoyo o a una clínica, que la bebida está minando su salud, que quiero ayudarlo.

Debemos favorecer al fruto y a las flores, es la cantaleta que repito siempre, por sobre la hierba improductiva“.

El pasto está bien recortado, las hojas amontonadas. Ha empezado a descampar la zarzamora y tomates. Ya no están invadidos por hierba y se distinguen las plantas frutales. Debemos favorecer al fruto y a las flores, es la cantaleta que repito siempre, por sobre la hierba improductiva. Queremos verde, pero no desmadre, que se vea la mano del jardinero. Así, Ray ha clavado varas en la tierra y ha armado un pequeño andén que sirve como guía para plantas semi-rastreras. No les gusta estar en el lodo, deben tener de dónde agarrarse para crecer.

Luego caminamos hacia la alberca, veo que está enlamada y helada. Ray explica que se rompió un tubo y se perdió mucha agua, por eso tuvo que llenarla con agua del apantle, es decir, agua de riego —agua viva— que pasa por varios predios antes de llegar a este terreno. No ha tapado la alberca ni ha subido la temperatura para que, junto con los químicos, el alga termine de morirse. Solo entonces, me dice, la podrá limpiar y empezar a calentar.

Laura, su esposa, ya plantó las semillas que le traje la vez pasada. Las pone en cascarones de huevo hasta que germinen, cuando no haya luna las trasplantará a la zona de hortalizas. Entramos al enrejado donde se encuentran bien guardadas las gallinas, una de ellas se mueve seguida de media docena de polluelos que pían un sonido suave y lleno de vida. Dos conejos se acurrucan al sol del mediodía.

Satisfecho, me echo a descansar en una hamaca antes de emprender el camino de vuelta. Veo algo de progreso, tanto en el trabajo como en Ray. Además, veo que conozco mejor mis propias plantas, los árboles y sus cuidados. Me estoy convirtiendo en patrón. Ray estaba cayendo en el vicio, sí, pero yo también estaba ausente.

Semana 3

Para esta tercera visita pienso que el cuidado del cuidador poco tiene que ver con mis visitas a Malinalco. Recuerdo —o caigo en cuenta— que estoy repitiendo un cierto esquema. Hace poco más de 25 años, mi mamá empezó a frecuentar más esta casa. Terminaba clases los miércoles o jueves y se venía sola con su exámenes y trabajos para calificar, aunque en realidad se ocupaba más de las plantas, del mantenimiento en general y del eterno problema del agua. Que quién está desviando el agua comunal para llenar su alberca, o quién fue a tapar las mangueras ajenas como en las novelas Manon des Sources y La Gloire de mon père de Marcel Pagnol, en las que la mezquindad se entreteje con otros aspectos menos sórdidos de la naturaleza humana como la solidaridad, el trabajo, las costumbres. Traía sus guantes de trabajo, se desconectaba tres días y volvía al DF cargada de fruta, sol y energía. Ella, en aquellos años, tenía la edad que tengo yo ahora. Me estoy convirtiendo en mi mamá, estoy volviendo a ella como después de una odisea, acercándome a sentir su sensibilidad.

Al llegar a la casa creo ver un cambio positivo. El juego de palos para la enramada de zarzamoras y tomatitos estaba bien puesto y estas plantas se encontraban completamente libres de otras hierbas. Las únicas hojas no barridas son aquellas que Ray ha dispuesto alrededor de las plantas que requieren humedad, en terrazas. Como el apantle y su juego de esclusas significa que a veces se riega por inundación, esta estrategia aprovecha el agua al máximo en donde es útil y la deja correr en donde no es tan necesaria. Además, ha empezado a acomodar la madera reutilizable por un lado y la que se destina a compostaje en la pila correspondiente. A esta le falta algo de trabajo para llegar a esa tierra oscura, olorosa y súper fértil que alberga lombrices. Pero eso no puede hacerse de un día a otro. Solo falta empezar a calentar la alberca, que ha pasado tiempo destapada por la guerra entre algas y químicos.

Rafael Jiménez | Wikimedia Cominos

Satisfecho con el avance interno, le pregunto a Ray cómo está el tema de la repartición del agua. Me dice que el anterior comité de agua repartió derechos de manera poco ética. Lo de siempre: vendieron tomas a personajes influyentes y lo que ya había visto en caminatas anteriores, le vendieron el derecho de sacar agua de riego a pipas privadas que luego venden en el pueblo y a conjuntos habitacionales donde el recurso escasea. “Si quiere voy a buscar a uno que es vocal de la junta de agua y que él le explique”, me ofrece. Le contesto que vayamos juntos a buscarlo, que a eso vine. Me tomo un vaso de agua y emprendemos el camino, apantle arriba. Antes de salir me muestra una caja de Espraden, me dice que es para la ansiedad y dejar de beber.

“Va a tener que caminar”, me dice, pero yo ya he hecho este recorrido muchas veces y me siento confiado. El camino del agua nos lleva por fincas y portones en donde antes había milpas, pero por un momento recorremos la frondosidad desordenada de la naturaleza que tanto me gusta. De pronto, tras unas ramas, aparecen dos personajes en huaraches, ropa gastada y machete en mano. Son “El Perico” y “El Diablo”, dos amigos de mi guía que, a su vez, es apodado “La Flaca”. Ellos son los responsables de revisar las tomas, las esclusas externas y el mantenimiento del canal general de riego. Me presento como el hijo de la señora Nora, a quienes todos ya conocen. Acordamos ciertos pagos y nos aseguran que tendremos agua esa tarde. 

Contentos, emprendemos el camino de vuelta hasta que de pronto escucho un quejido sordo, seguido de un ruido de ramas y hojarasca. Me doy la vuelta, veo a Ray tirado metro y medio abajo, bastante desorientado. Corro a levantarlo y siento su aliento alcohólico. El chorro de sangre de su nariz le llena de sangre gran parte del pecho.

Un par de horas después, Ray curado —no era más que raspón— y abastecido de medicinas y curitas, prendimos el carbón para la comida y nos despedimos por el día. Luego, con el café, pongo un poco de jazz y me dispongo a escribir estas líneas. Recuerdo el comentario de Paul Theroux en Dark Star Safari sobre cómo sus hijos han trabajado en escuelas rurales en África. Según su opinión —que es la de alguien que lleva 40 años visitando ese continente— la ayuda humanitaria va y viene pero África y los africanos siguen igual. Eso anticipa qué suceda con sus hijos: la experiencia rural en escuelas los marca más a ellos que a la propia comunidad. Guardando toda proporción, pienso que tal vez mi trabajo con Ray me ayude más a mí que a él. Espero que nos ayude a ambos. 

Las líneas fluyen en algo aún sin forma, pero de lo que quiero aprender, lograr una historia y encantarme, la labor del escritor según Nabokov. Detrás de la música, entre los ruidos de la noche, escucho a Ray y su familia charlando en su terraza y me alegro por ellos.

Leo un buen rato por la noche, totalmente en paz. Por la mañana, subo a la terraza a practicar yoga con el amanecer. Ya tenemos televisión pero me rehuso a encenderla, mi mamá jamás habría estado de acuerdo con tenerla pues, como Saul Bellow, pensaba que la distracción era uno de los enemigos de nuestro tiempo. La sensación de paz y completitud es deliciosa. Algo —¿qué será realmente?— me hace ver la luz como un regalo del mundo, el color rojizo de la madera, las sombras en los troncos de los árboles. Las plantas en las jardineras, una violeta con verde y otra verde con violeta, de tonos ligeramente diferentes, cobran un sentido existencial. Una pequeña vereda de piedra bajo el ciruelo me lleva de maceta en maceta, una con una palma, otra con una suculenta y la última con una cactácea. Detrás, una enramada perfectamente dispuesta tapa el camino hacia la cochera y sobre ella, una magnolia sin flor alberga orquídeas. Mi mamá las fue colocando en los codos de los árboles durante décadas y ahora las veo. Hay una color lila con centro blanco, abierta como mariposa.

Para las nueve de la mañana cargo zapotes negros, las últimas limas y chicozapotes, echo un último vistazo al café secándose. Ese proceso de secado, descascarado y tostado no me inspira pereza sino emoción. Emprendo el camino de vuelta, feliz.

“Me siento rodeado de Proust, el intelectual; Tolstoi, el moralista; y Nabokov, el esteta”.

Involucrado, con la ilusión de las cosas por venir (composta, café, una familia unida), tomo las curvas ascendentes hacia la Ciudad de México. Disfruto de mi soledad que, como dice Proust, se parece a la lectura que otorga un poder mental que desaparece con la conversación. Me siento rodeado de Proust, el intelectual; Tolstoi, el moralista; y Nabokov, el esteta. Gozo tanto el estado de las cosas que cuando llego a la desviación para tomar la carretera de cuota, decido mejor quedarme en la libre, más tiempo para mí en las curvas a baja velocidad.

Epílogo

En la última visita que quiero relatar —porque visitas seguirá habiendo—, disfruto el camino por la libre desde el principio. Sin prisa y poniendo atención a los baches, poco a poco me acerco de las construcciones a medio terminar al pasto amarillo, a los cerros marrones y a los valles verdes con sus animales de granja como de maqueta: vaquita, caballo blanco, borregos.

Nikolas Jurado | Wikimedia Commons

Al llegar y tocar el portón me inunda un mal presentimiento. El día anterior había avisado que vendría pero, para ese momento, no había nadie cerca de la puerta. Toco de nuevo hasta que acude el hijo de Ray sin Ray. Ante la pregunta sobre su padre, responde “está atrás, ya viene”. Meto y estaciono el coche. Espero y nada. Bajo las cosas y voy a buscarlo a su casa. “Está en el baño”, me dicen. Me quedo esperando hasta que sale su hijo a decirme que ya se había quedado dormido, bien pedo. Cuánta razón tenía Theroux. Y cuánta más Heráclito cuando hace 2500 años notó que el carácter forja el destino.2

Hablo con su esposa y su hijo y les pregunto qué creen que podemos hacer por él. “Yo creo que mi papá ya no tiene remedio”, me contesta Pedro, el muchacho. “Ya estoy cansada”, me dice ella. Empezamos a guardar las cosas que traje. Un espejo nuevo, destinado a la recámara de mi mamá. Pedro lo midió y trajo un alambre para colgarlo: Laura aprovecha para decirme que Ray debía irse, que de todos modos Pedro es el que hace el trabajo. Empezamos a desdoblar y colocar un edredón dentro de su funda, vuelve Pedro y coloca el espejo bien centrado. “¿Tú estás de acuerdo con hacer la chamba?”, le pregunto a Pedro. “Ray no es violento”, me dice Laura, “solo es ofensivo”.

Pedro y yo vamos a dar una vuelta por el jardín. “Ahora tú eres mi empleado”, le digo, y para cualquier cosa que necesites o quieras cambiar, aquí está el teléfono. Pasamos lista a las zarzamoras. Vemos la madera acomodada, y le explico lo de la composta: “no para mañana, pero el proceso debe empezar”. Pasamos por las gallinas y conejos y le muestro un desperfecto en la reja que puede solucionarse con facilidad.

“En palabras de Susan Sontag, escribir es poner atención, descubrir ese orden”.

Luego vamos a la zona de la alberca y le pregunto si sabe cómo usar los químicos y limpiarla. Sí, él es el que siempre lo hace, al instante empieza a poner los químicos correspondientes. “Es momento de taparla para que se ponga caliente de una vez, si no nunca”. Nos dirigimos hacia el plástico con el que se tapa, ahí me confiesa que ese era el viejo y roto, que el dinero que le había dado a Ray para comprar uno nuevo se lo había gastado en alcohol. Por eso la alberca llevaba tantas semanas sucia y destapada. No eran los químicos, no era que la iba a limpiar; era que no había cubierta. Un borracho puedo tolerar, pensé; un borracho que no hace el trabajo, no;  uno que me roba, menos. Parecerá ensimismamiento pero lo que más me molesta es la impotencia, no tener más que una manera posible de proceder. Busqué Espraden en Google y vi que eran pastillas para la acidez estomacal. Al parecer, pasaremos a un matriarcado con Laura a cargo de la casa y con Pedro, de la huerta.

Después de comer, me hago un café y continuo con estas líneas. En palabras de Susan Sontag, escribir es poner atención, descubrir ese orden. Solo me detengo cuando viene Ray a presentarse después de haber dormido. Le pido que coma y que se dé un baño antes de venir a hablar conmigo. Le digo que sea respetuoso con su familia y que se vaya. Estrecho su mano y le deseo, de corazón, que enderece su vida. EP

  1. Más tarde, le pregunté por su padre y me enteré que murió cuando Ray era un niño. Murió de alcoholismo. []
  2. Tal vez no sea casualidad que haya sido griego quien pensó en esto: la gramática griega se fija más en el cómo de las cosas que en el cuándo y el quiénes; es decir, se piensa en la intención de las acciones. []
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