En su columna mensual, Fernando Clavijo escribe sobre los lugares imperdibles de La Baja, aquellos que son como una droga.
Taberna: Con filtro por La Paz
En su columna mensual, Fernando Clavijo escribe sobre los lugares imperdibles de La Baja, aquellos que son como una droga.
Texto de Fernando Clavijo M. 01/07/22
Son muchos los creadores que han probado hacer música, pintura, incluso matemáticas, bajo los efectos de alguna sustancia que altere la percepción o el comportamiento. La mariguana nos hace desde reflexivos hasta paranoicos, por ejemplo. El LSD puede darnos colores más vívidos pero también una sensación de completitud existencial, como muestra el misticismo ilustrado de William Burroughs. El exceso de alcoholes ha dado lugar a pinturas de campos de trigo, como las de Van Gogh, y no puede decirse que la potencia física de la hoja de coca no haya ayudado a los incas a sostenerse y erigir templos a alturas inhóspitas. Ejemplos hay muchos, y el ejercicio se sigue llevando a cabo, consciente o inadvertidamente. La cafeína no suele considerarse una droga, y muchas de las sustancias más poderosas son producidas por el propio cuerpo. Así pues, se escribe bajo los efectos del resentimiento y la ambición. Se ha escrito y se seguirá escribiendo bajo los efectos del amor, ese velo de positivismo y empatía que nos intoxica a tal punto que luego, fuera de su efecto, casi no nos reconocemos a nosotros mismos.
El bebedor supuestamente metódico Ernest Hemingway decía algo sobre la bancarrota que bien podría decirse del amor: que ocurre primero lentamente y luego de golpe. Yo escribo de comida, pero no por ello se debe suponer que lo hago bajo los efectos del hambre. O de la saciedad. Casi siempre lo hago desde la curiosidad, pero en este caso el amor se me ha ido metiendo un poco en la mezcla. Me refiero a la ciudad de La Paz, su gastronomía y su naturaleza. Cada año que visito —empecé a ir por la nadada anual Por Ellas, que recauda fondos contra el cáncer, y ahora justamente estoy preparando el viaje de este otoño— le voy agarrando más el gusto a los lugares de siempre y a los que voy conociendo.
El año pasado, por ejemplo, probé la cocina y productos de un restaurante que no es nuevo, pero que cobró fama recientemente (gracias a un post de Enrique Olvera): el Tatanka (sí, como en la película con Kevin Costner), del chef Carlos Valdés. Ubicado en el centro de la ciudad, la entrada es por un estacionamiento y el interior no es mucho más pretencioso. Es lo contrario de pretencioso, es decir, honesto. Su mayor adorno es un árbol de tamarindo, muy hermoso. El menú es una sola hoja plastificada. Ah, ¡pero los platillos!, eso sí que resalta. Yo comí dos entradas, una de almejas asadas que vienen servidas en su concha con una salsa tipo ponzu picante, sobre una cama de piedras calientes en un sartén de hierro igualmente caliente. También un caracol en una salsa más ligera, servido en la propia caracola. Sencillez y belleza, tal vez la combinación más escasa. De fuerte y para acompañar una botella de albariño, una hamburguesa de langosta. Si van a La Paz, y hay que ir, no se pierdan este lugar. La buena comida es también como una droga, todos empezamos a reír de alegría conforme íbamos probando los sabores de este restaurante.
Tres lugares donde se comen los famosísimos tacos de pescado (y más, como aguachiles y cocteles) son, el Toro Güero, el Molinito y el Bismarkcito (el Molinito, debe decirse, estaba en remodelación o más bien reconstrucción, luego de que una conductora se hubiera estrellado con camioneta y copas en el local). Pescado y camarón rebosados; salsas, limones y cerveza fría, la definición misma de playa pero llevada a la excelencia gracias a los productos de primera del Mar de Cortés. Siempre he dicho que en el norte de México no hay cocina, sino buenos ingredientes y una buena plancha, y no como crítica sino alabanza. Aunque la mano extraordinaria de Carlos Valdés me haya quitado ese dicho, la poca elaboración sigue siendo una de las grandes virtudes de la gastronomía de la Baja. Como muestra, les comparto el nombre un carrito de cocteles y almejas, Las Iguanas, al lado del restaurante chino del Malecón (de una familia china descendiente de los migrantes que llegaron durante la fiebre del oro). Los productos que ofrece son almejas chocolata, callo, caracol, pulpo y camarón. Un coctel y una orden de almejas sentado en la banqueta es alegría garantizada. Vienen con las galletitas de siempre, totopos y salsas, de modo que solo hay que traerse un seis de alguna tienda cercana.
El recorrido diurno por el Malecón es tranquilizador (de noche es una pasarela), con ciudadanos y turistas haciendo ejercicio del lado del mar, y tiendas y bares del lado de la ciudad. La gentrificación está a todo lo que da, especialmente luego de que la pandemia haya corrido a tanta gente de sus hogares citadinos. El otrora museo de la ballena, desafortunadamente, fue víctima de esta nueva demanda y ahora es un bar.
Se puede subir a pie desde el Malecón hasta el centro, solo hay que buscar el lado de la sombra. Una buena callecita para hacerlo es Constitución, porque es angosta y además está decorada con un pulpo y un mero del artista Uli Martínez (@frentealcolor). “El mundo no es nuestro”, dice la banqueta también grafiteada. Cerca del nuevo lugar de los dueños del Bismarkcito, el Sorstis (el Tatanka también está por abrir un local nuevo, pero en la Marina del Costabaja, un resort inaugurado por Fox en 2005), del mercado municipal Madero y de la mezcalería La Coyota (que sirve empanadas de cordero y mezcal con mandarina china) está un respiro en forma de museo de arte: el MUABCS. Es un edificio hermoso, que antes ya fue palacio de gobierno pero esperamos que no vuelva a serlo con la llegada de Morena al estado. Por ahora tiene una exposición permanente de artistas como Siqueiros, Sergio Hernández y Pedro Friedeberg. En esos meses estaba también el famoso Vochol (un vocho intervenido con chaquiras) de Javier Marín, además de fotos de las marchas contra los cruceros con letreros que dicen “no somos estacionamiento”.
Pronto vuelvo a la comida y su procuración gracias a un proyecto editorial hermoso que encuentro en la tienda del museo. Se trata del libro Cerca de la tierra, de Elizabeth Moreno Damm, que expone fotografías de rancherías, su paisaje y su gente. Son impresiones muy cálidas, que documentan a personas en íntima relación con sus animales y subsistencia. La gran parte de las personas que viven de la ganadería logran sostenerse durante los periodos de sequía, pero cuando estos se alargan demasiado deben volver al mar. Así, este libro tiene un libro hermano de Alejandro Rivas Sánchez llamado Tendiendo redes, que muestra fotografías bellísimas del mar en blanco y negro. Dos artistas locales, con un taller de impresión en La Paz. El mar, siempre presente, es el protagonista de una instalación de video de Lois Patiño, relacionada con la apnea y la neutralidad de sus profundidades. Los latidos del corazón disminuyen, la luz y el sonido se ausentan, y a 6 mil metros la temperatura es de cero grados. Son tomas hechas en Cabo Pulmo —famoso por sus sitios de buceo— y la Isla del Espíritu Santo —llena de aves y leones marinos—.
El buceo en Cabo Pulmo no suele ser muy profundo. En el sitio llamado “El Vencedor” tocamos la arena a unos 10 a 15 metros bajo la superficie. Ahí, entre los restos de una embarcación atunera que se hundió a mediados de la década de 1980, vemos a un pargo amarillo suspendido y soberbio, inmune a la corriente. La visibilidad no es buena, el mar está un poco lechoso, lo que me conduce a una orientación introspectiva. Escucho mi propia respiración y los latidos de mi corazón, y pienso en cómo ese ensimismamiento es tan típico de la mariguana… Empiezo a intuir la estructura de este artículo y a tomar apuntes mentales. Luego, arrastrándome por la arena, llego a la cabina del barco, donde se esconde un mero Goliat, un animal del tamaño de un vocho, que sale y se da la vuelta con tranquilidad. No es brillante, ni particularmente hermoso, pero sí enorme e imponente. Porque, piensa uno, ¿quién se come a esta bestia? Qué pensará o sentirá un animal así, sin miedo… me recuerda al comentario de Wittgenstein, que si un león pudiera hablar no entenderíamos lo que dice. Tan distinta es su realidad.
Veo mi reserva de aire y me doy cuenta de que se acerca el fin de la inmersión, así que doy una vuelta sobre la arena, flotando de la manera menos disruptiva posible. Llego a un jardín de anguilas, que asoman parte de su cuerpo estilizado para tomar trocitos de alimento del agua. Qué distinta es la realidad del arte. En las pinturas la creatividad es fija, es como la foto de un proceso imaginario detenido en cierto punto. Pero en el mar y en la vida el proceso no se detiene, ¿estoy soñando o estoy viendo lo que creo que veo?
Me calmo y bajo mi ritmo cardíaco, me siento en paz y en silencio. De pronto, como si sonara un golpe solitario de timbal, aparece un tiburón toro encima de mí. Lo veo a contraluz, su cabeza inconfundible da un giro, su cuerpo musculoso un aletazo y desaparece en la penumbra. Lo vi, lo vi, me digo, no fue un sueño. Una sensación de maravilla y alegría me invade casi hasta las lágrimas, y por un segundo pienso si no estoy bajo el efecto de otra droga, el nitrógeno. La narcosis es más común de lo que se piensa pero pronto desecho esta idea. Mis manos en la arena se topan con una conchita atigrada, la tomo y guardo como recuerdo, fijando así las coordenadas de tiburón, persona y lugar para siempre. Es hora de subir a la superficie, haciendo la debida parada de tres minutos a media altura, desde donde ya se ve la luz del día. Floto sin esfuerzo, feliz, como enamorado. Subimos hacia el aire, lentamente, sin prisa, y al salir y sentir la luz del sol cierro los ojos y me tumbo a flotar boca arriba. Es como si me hubiera explotado una tacha, pero no, es pura plenitud. EP