Los compañeros de las pacientes

En este texto, el Dr. Raúl Ricaño Rocha reflexiona sobre el peso que pueden llegar a tener los acompañantes de pacientes mujeres en las consultas médicas.

Texto de 23/03/22

En este texto, el Dr. Raúl Ricaño Rocha reflexiona sobre el peso que pueden llegar a tener los acompañantes de pacientes mujeres en las consultas médicas.

Tiempo de lectura: 12 minutos

La consulta médica es un acto clave en la medicina moderna y, posiblemente, lo fue en eras pasadas. A pesar de ser un acto tan antiguo como la ciencia médica misma, un médico actualizado debe ser un buen consultante para ser exitoso. Mis maestros enfatizaban: “Un buen médico siempre será un buen clínico, tenga o no clientela”. También nos recordaban: “Para ser un buen médico debemos tener práctica pública, privada, docencia y realizar investigación”. Parte de este éxito versa en torno a las valoraciones y consultas que los médicos hacemos.

Una consulta médica consta de pasos secuenciales que, llevados de manera adecuada, permiten diagnosticar —y eventualmente tratar de forma asertiva— a los enfermos que nos buscan. El inconveniente principal, a mi juico, es la cantidad de tiempo que puede consumir. En épocas remotas quizá existía menos premura para hacer el diagnóstico de los enfermos. La celeridad de la vida cotidiana nos ha hecho presa de consultas rápidas que se vuelven huecas: atrás de cada enfermo hay 10 o 15 que requieren el mismo espacio y tiempo.

El primer paso en la metodología de las consultas médicas es el interrogatorio; es decir, obtener información mediante una entrevista. Hay quienes afirman que un correcto interrogatorio sirve para diagnosticar con precisión al 90% de los enfermos.  Es equivalente a realizar una biografía del paciente, donde se tienen que averiguar detalles particulares y minuciosos de su vida que aportan información valiosa. Algunos de estos detalles podrían parecer irrelevantes, por ejemplo, si una persona convive con plantas o flores. En El siglo de las luces de Alejo Carpentier, Esteban —uno de los protagonistas— sufre violentos ataques de asma que cuartan su espíritu libertario, hasta que una especie de médico, con tintes de chamán, descubre que las flores que cultiva uno de los criados son las causantes de la enfermedad de Esteban. Al retirar las plantas, el personaje se cura. Un médico, sin importar cuál sea su disciplina, debe tener en cuenta los detalles particulares. 

La audacia en descubrir detalles no depende sólo del ingenio o la experiencia del médico, sino también de la sinceridad del paciente. Una mentira, una omisión, podría complicar el proceso del diagnóstico. 

“La audacia en descubrir detalles no depende sólo del ingenio o la experiencia del médico, sino también de la sinceridad del paciente”.

El segundo paso de una consulta, que debe ser realizado tan minuciosamente como el interrogatorio, es la exploración física. En ella, los médicos recaban información a través de sus sentidos. Me refiero a todo aquello que pueda ser percibido con la vista, el oído, el tacto y el olfato; hasta el momento no conozco algún médico que use el gusto para realizar diagnósticos. Sin embargo, algunos historiadores comentan que los galenos probaban la orina de los pacientes en busca de un sabor dulce que les permitía diagnosticar diabetes.

El último paso es plasmar gráficamente la información obtenida, con la finalidad de generar un documento al que los médicos puedan acceder posteriormente, o compartirlo con otros profesionales de la salud cuando así se requiera; esto último, acompañado con un requerimiento legal de la práctica médica.

Cuando alguien afirma que un médico es “un gran clínico”, se refiere a que tiene una gran capacidad para realizar diagnósticos acertados basados en las tres partes del proceso de consulta sin más instrumentos que el estetoscopio, el esfigmomanómetro y una pequeña lámpara. Es cierto que las pruebas de laboratorio han facilitado el proceso diagnóstico en los últimos tiempos, pero también pueden llegar a entorpecerlo: se abusa de ellas y hay veces en las que los médicos no se atreven a diagnosticar a un enfermo hasta no tener un resultado de laboratorio o de imagen, lo cual puede retrasar semanas el inicio del tratamiento. La óptimo es encontrar un equilibrio entre una buena clínica, apoyada de pruebas de laboratorio, con el fin de beneficiar al paciente. 

Esta breve introducción me permite entrar en materia.

Es común que los pacientes acudan acompañados a las consultas; la mayoría de las veces por familiares directos, otras por amigos. La lógica dicta que una persona con la memoria reducida o alguna limitante física —que le impida asistir sola— sea acompañada por un familiar que le brinde apoyo. En las consultas de niños o bebes, también es indispensable que algún tutor o responsable legal esté presente. ¿Pero qué pasa cuando una persona mayor de edad acude a la consulta en compañía de alguien de quien no depende físicamente? Digamos, por ejemplo, un novio, una amiga, un esposo o una hermana. Hay veces en las que, por extraño que parezca, una buena relación entre el médico y el paciente depende del acompañante.

“En las consultas de niños o bebes, también es indispensable que algún tutor o responsable legal esté presente. ¿Pero qué pasa cuando una persona mayor de edad acude a la consulta en compañía de alguien de quien no depende físicamente?”

No pretendo generalizar ofendiendo al amable lector, que probablemente haya acompañado alguna vez a otra persona a una valoración médica. Más bien me gustaría describir las actitudes o los comportamientos que, en mi experiencia —y sólo en mi experiencia—, han llegado a dificultar la relación y el correcto diagnóstico de algunos pacientes que he tenido la suerte de atender. En prácticamente todos estos casos, la consulta médica se ha dificultado, y debo decirlo sin ambages, por el control excesivo y el machismo de los acompañantes, que casi siempre son hombres. 

A veces los y las pacientes acuden en compañía de sus hijos, amigos, hermanos o padres, pero analizar todas estas relaciones resultaría ocioso de acuerdo con el objetivo de este texto. Es por ello que quiero enfocarme en las relaciones sentimentales, principalmente en las relaciones mujer y hombre.

Hay quienes tienen la cortesía de solicitar permiso para acompañar a su pareja durante la consulta; hay otros que dan por sentado que tienen el derecho, si no es que la obligación, de estar ahí. Las intenciones pueden ser buenas, como soporte emocional o solidario, pero estas buenas intenciones pueden esconder una necesidad de controlar a su pareja.

Con el tiempo he terminado ejercitando una especie de radar que me permite reconocer cuándo un acompañante puede resultar problemático en la relación médico-paciente. Lo más fácil sería impedirles el acceso, como algunos lectores y lectoras deben suponer. Sin embargo, no resulta tan sencillo; me ha ocurrido, al hacer este tipo de peticiones, que el acompañante abandone el consultorio seguido de la paciente; me ha ocurrido, también, que la pareja permanezca en la consulta después de rechazar mi petición, enfrentando la consulta con una actitud hostil y desconfiada que influye en su pareja. 

He aquí un resumen de lo que enfrento no pocas veces en las valoraciones: 

Ingresa al consultorio una mujer, acompañada de su esposo, y de inmediato el esposo comienza a interrumpirla, tratando de explicarme lo que ella quiere decir durante el interrogatorio inicial; algo que se conoce recientemente como mansplaining. Lo sorprendente, sin embargo, ocurre más adelante, cuando el hombre quiere explicar los síntomas de su esposa. Un síntoma es una sensación subjetiva, una experiencia propia que sólo la sintiente puede explicar. Es allí donde la voluntad de dominación queda expuesta. Incluso durante las exploraciones he visto cómo el esposo se para junto a mí, a centímetros, para supervisar la exploración, quizás con ganas de auscultar el corazón de su pareja.

Por supuesto que este fenómeno sucede no sólo en las relaciones sentimentales mujer-hombre. Pero sí es más frecuente. De igual forma, he atendido a pacientes de 25 años que acuden en compañía de sus madres o padres que tienen actitudes similares. Y, en contraste, he atendido a pacientes que acuden con acompañantes que no interrumpen, se muestran corteses y serenos. En cualquier caso, su presencia, aunque silenciosa, pueden dificultar —tal vez no el interrogatorio— la relación de confianza entre médico y paciente debido a otro concepto: los micromachismos. Una paciente puede, frente a su pareja, mentir u omitir información relevante por muchos motivos, y el machismo y la voluntad de control de las parejas, escondidos en buenas intenciones, terminan perjudicando a las pacientes.

“Una paciente puede, frente a su pareja, mentir u omitir información relevante por muchos motivos, y el machismo y la voluntad de control de las parejas, escondidos en buenas intenciones, terminan perjudicando a las pacientes”.

Voy a relatar un caso por demás sorprendente. La situación pudo resolverse antes si la paciente no hubiera sentido la opresión y el control de su esposo. Utilizaré pseudónimos para ocultar la identidad de las personas que protagonizan mi relato.

Hace algún tiempo conocí en mi consultorio a Ana: una joven de 26 años, profesionista, que se encontraba enfocada en montar su propia empresa de exportación; era, también, docente en una universidad, donde impartía cátedra relativa a su profesión. Sin conocer muy a fondo su entorno, parecía ser una mujer económicamente exitosa y segura de sí.

Su historia médica había comenzado dos o tres años antes de la consulta. Padecía dolores de cabeza que había confundido con la tensión inherente a su vida laboral. Al principio, el dolor era soportable y tenía una frecuencia ocasional, de una vez al mes, a lo sumo. No consumía analgésicos y el dolor cedía con descanso y sueño adecuado. Con el tiempo, la intensidad y la frecuencia se intensificaron hasta presentarse dos o tres veces por semana, provocando que tuviera que limitar algunas de sus actividades cotidianas, como realizar ejercicio o trabajar mucho tiempo frente a su computadora. El consumo de paracetamol e ibuprofeno disminuían muy poco el dolor, que, por lo demás, seguía sin limitar su vida por completo. Sin embargo, un día la frecuencia y la intensidad de la cefalea comenzaron a presentarse todos los días, limitando su vida en general. Entonces decidió visitar a un neurólogo. Ángel, su prometido, que posteriormente se convertiría en su pareja, la acompañaba siempre a las consultas. 

El especialista en trastornos neurológicos realizó un protocolo diagnóstico que incluía una resonancia magnética del cerebro y pruebas de laboratorio. En la primera cita, le llamó la atención que Ana presentaba una rubicundez facial sutil (enrojecimiento de la cara), un cambio en la coloración de los dedos de la mano (azul pálido y rojo) y que tenía una temperatura más baja de la usual. Prescribió medicamentos más potentes para tratar la cefalea y agendó una segunda valoración ya con los estudios solicitados. 

En la segunda visita, el médico neurólogo apreció, en la resonancia, una pequeña oclusión de una arteria menor del cerebro, que no comprometía la circulación general, pero que sí podía ocasionar la cefalea intensa; identificó, además, por medio de los estudios de laboratorio, daño renal. Una prueba de sangre, llamada creatinina, se encontraba discretamente elevada. La creatinina es una prueba que refleja la función del riñón; mientras más elevada sea, mayor es el daño renal. 

El neurólogo había solicitado, además, unos anticuerpos muy peculiares, llamados anticuerpos antinucleares, que se relacionan con enfermedades del orden autoinmune, principalmente con una enfermedad llamada Lupus Eritematoso Sistémico (LES); esta, a través del propio sistema inmune, puede atacar cualquier parte del cuerpo, como el cerebro, la piel, las articulaciones y el riñón, entre otros órganos. 

El neurólogo, con gran juicio clínico, había solicitado dichos anticuerpos dado que la cefalea, la rubicundez facial y el cambio de coloración en las manos podían ser síntomas de LES. La prueba de anticuerpos antinucleares es una prueba auxiliar que resulta positiva en casi el 95% de los pacientes con LES. En Ana el resultado era limítrofe; no era positivo, pero tampoco se podía considerar como negativo, lo que representó una encrucijada para el correcto diagnóstico. El neurólogo explicó a Ana que probablemente padeciera LES, pero que él no era un experto en las enfermedades autoinmunes, por lo que les recomendó visitar a un reumatólogo. Y por eso ella, y Ángel, acudieron a visitarme. La reumatología es mi especialidad médica.

Cuando Ana y su pareja acudieron a mi consulta, realicé el protocolo de consulta. En la entrevista le pregunté, por ejemplo, si tenía familiares con antecedente de enfermedades autoinmunes, cuáles eran sus hábitos alimenticios, cuáles eran las actividades físicas que realizaba y con qué frecuencia, si consumía alcohol o drogas, si tenía contacto frecuente con flores y plantas, y aspectos ginecológicos, entre otra información.

Luego de obtener los datos clínicos, y con las pruebas de laboratorio disponibles, concluí que lo más probable era que, en efecto, el diagnóstico fuera LES. La decisión más sensata era iniciar con el tratamiento de inmediato, principalmente por el daño renal incipiente. Ana estuvo de acuerdo y, a decir verdad, Ángel se había mostrado amable y cooperador, aunque durante la exploración física nos había acompañado a una distancia prudente, observando mi proceder.

No soy partidario de comunicarme con pacientes por teléfono celular. Ha ocurrido que alguno de ellos o ellas me llaman en la madrugada de un sábado para preguntarme si es prudente consumir tacos al pastor. Sin embargo, en casos que pueden complicarse, como el de Ana, les proporciono mi número para que me llamen ante posibles urgencias.

Le pedí que me visitara un mes después de la primera valoración. Sin embargo, ella y Ángel volvieron a buscarme dos meses más tarde. Ana, con cierta preocupación, me enseñó una prueba de embarazo positiva. Yo me preocupé más, ya que LES y el embarazo pueden ser incompatibles y muchos de los embarazos resultan mal, tanto para el bebé como para la madre. Ángel, en aquella segunda consulta, se mostró más participativo. Presa del miedo y del nerviosismo por el futuro de su hijo, interrumpía a Ana de manera constante. Al final de la consulta, acordé una valoración mensual para tratar todo lo referente a LES; sin embargo, requería del manejo conjunto de su estado con un ginecólogo y un nefrólogo. Le proporcioné los nombres de dos colegas de mi entera confianza. 

Cuando Ana tenía cuatro meses de embarazo, el daño en sus riñones comenzó a aumentar al mismo tiempo que mi preocupación. El daño renal es una de las principales causas de mortalidad en LES. Queríamos evitarlo a toda costa y requeríamos un manejo agresivo de su enfermedad; sin embargo, muchos de los tratamientos dañan a un bebé en formación. Para conocer exactamente el tipo de daño y cómo poder tratarlo, lo más prudente era solicitar una biopsia. Ana, sin embargo, consideró que no era prudente y la rechazó. El equipo médico del que entonces yo formaba parte trató de convencerla de nuevo, pero ella volvió a rehusarse y tuvimos que respetar su decisión. Iba a ser un embarazo de alto riesgo.  

Las demandas corporales de las mujeres aumentan durante los embarazos debido a su estado fisiológico, lo que termina exigiendo un mayor esfuerzo para cada órgano. El caso de Ana no fue la excepción; el daño en su riñón, que requería realizar un mayor esfuerzo, aumentó. El tratamiento que habíamos decidido incluía un anticoagulante. Durante un embarazo normal, el exceso de hormonas aumenta el riesgo de formación de coágulos, que, eventualmente, podrían ocluir una vena o una arteria. En un embarazo de una persona con falla en el riñón y LES, el riesgo aumenta todavía más. Para evitar, en la medida de lo posible, hemorragias y la muerte de la paciente, debíamos suspender los anticoagulantes conforme la fecha del parto se acercara. Por fortuna, el funcionamiento de sus riñones se mantenía, aunque bajo, estable, a un 40% de lo normal.

Cuando se acercaban los siete meses de gestación, el ginecólogo detectó una elevación anormal en la presión arterial de Ana. Diagnosticó preeclampsia: un estado patológico que aumenta la presión arterial a tal grado que puede dañar cerebro, corazón y riñón, comprometiendo la vida de la madre y el bebé. La única cura conocida hasta el momento es interrumpir el embarazo mediante parto o cesárea. La manera más segura, en el caso de Ana, era mediante cesárea, y así se hizo. Ella y su bebé permanecieron dos días en la unidad de cuidados intensivos; se estabilizaron y fueron dados de alta. 

El nuevo ser humano era muy frágil y tenía bajo peso; sin embargo, y por fortuna, estaba íntegro y sin ninguna repercusión de seriedad en su cuerpo. De igual manera Ana se mantuvo estable y, después de la cesárea, la función de su riñón mejoró un poco, logrando funcionar al 60 por ciento. Los padres estaban felices y el equipo médico se sintió satisfecho. Habíamos hecho un buen trabajo. 

“Una vez apagado el fuego de la urgencia del embarazo, Ana necesitaba seguimiento para ajustar su tratamiento y valorar sus órganos; entonces, por fin, aceptó la biopsia renal. El resultado no proporcionó datos que permitieran tomar decisiones”.

Una vez apagado el fuego de la urgencia del embarazo, Ana necesitaba seguimiento para ajustar su tratamiento y valorar sus órganos; entonces, por fin, aceptó la biopsia renal. El resultado no proporcionó datos que permitieran tomar decisiones. El patólogo reportó que los riñones tenían una especie de cicatrices, resultado de una agresión crónica, pero no había ningún indicio de que tuvieran alteraciones ocasionadas por LES u otra enfermedad del orden autoinmune, lo cual generó aún más confusión. Ana me enseñó el resultado y estoy seguro de que mi cara de incredulidad le transmitió mi sentir. Veinte minutos después de la consulta, en la que, como siempre, estuvo Ángel, recibí un mensaje de Ana en mi celular. Decía esto:

“Doctor, creo que tengo que decirle algo que no me he atrevido a decirle. No quiero que mi esposo se entere. Consumí cocaína y alcohol durante mucho tiempo. Comencé después de una fuerte depresión que tuve, antes de conocer a Ángel. El dolor de cabeza apareció poco después, aunque ya tiene bastante que no la consumo. Le pido una disculpa por no decírselo antes, pero nunca tuve chance”.

Mi mente se liberó después de leer el mensaje. El panorama se despejó con tanta claridad que me sentí tranquilo. No por el sufrimiento de Ana, desde luego, sino porque supe cómo podía ayudarla. No sentí ninguna especie de enojo. Sólo concluí que Ángel debía juzgar los actos de Ana a tal grado que ella prefirió llevar las circunstancias muy lejos antes de que su esposo le hiciera alguna clase de reproche.

Le respondí que, en adelante, sería mejor que acudiera sola para que no omitiera detalles que pudieran dificultar la consulta. Sé que, hasta el momento, Ana y su hijo están bien. Ana requerirá un estilo de vida más saludable, pero tendrá una vida casi normal.

Posiblemente el lector pueda preguntarse cómo es que los médicos confundieron el consumo de cocaína con una enfermedad como LES. La cocaína puede producir dolores de cabeza intensos, favorecer la formación de oclusiones arteriales, rubicundez facial, cambios en la coloración de los dedos de la mano y daño en los riñones, síntomas similares a los de la enfermedad autoinmune. La producción de anticuerpos antinucleares ocurre en el cuerpo humano de manera constante; sin embargo, ocurre en niveles muy bajos, que no tienen mayor relevancia médica. En el caso de Ana, los valores eran más altos de lo normal, algo que puede suceder en ciertas personas sin que esto signifique que están enfermas. Por eso habíamos insistido en la biopsia del riñón, la cual, en el análisis del patólogo, no mostró ninguna evidencia de LES y sólo cambios por agresiones crónicas.

¿Por qué Ana prefirió exponer su salud con tratamientos innecesarios para Lupus en vez de decir la verdad frente a su esposo?  Las respuestas pueden ser diversas, como diverso es el pensamiento. El hecho es que Ana omitió la verdad por miedo.Escribí este texto invitando a la reflexión de mis congéneres. Para que analicen si es necesario entrar a la consulta médica con sus parejas. Pueden acompañarlas y permanecer afuera del consultorio mostrando solidaridad, preocupación y vocación de cuidado. Un hecho tan sencillo como permanecer afuera puede resultar de gran ayuda para que las personas que quieren mejoren su salud. EP

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