El prohibicionismo es un obstáculo para hablar libremente sobre nuestros consumos de drogas; es más difícil cuando la usuaria es mujer. En este texto, Rebeca Calzada aborda las problemáticas que atraviesan algunas mujeres consumidoras de drogas. #HablemosDeDrogasEstePaís
La guerra contra las drogas, una guerra contra nosotras
El prohibicionismo es un obstáculo para hablar libremente sobre nuestros consumos de drogas; es más difícil cuando la usuaria es mujer. En este texto, Rebeca Calzada aborda las problemáticas que atraviesan algunas mujeres consumidoras de drogas. #HablemosDeDrogasEstePaís
Texto de Rebeca Calzada 25/11/21
En 1999, las Naciones Unidas resolvieron que el 25 de noviembre se establecería como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Este día tiene como objetivo, por un lado, visibilizar y señalar los distintos tipos de violencia a las que nos vemos constantemente expuestas las mujeres y, por otro lado, también representa un día para recordarles a los Estados su compromiso para atender las causas que generan dicha violencia. Esto incluye la violencia sostenida y perpetuada por las actuales políticas de drogas prohibicionistas.
La guerra contra las drogas no es una metáfora, menciona Maziyar Ghiabi en su ensayo “Spirit and being: interdisciplinary reflections on drugs across history and politics”. Y en efecto, la guerra contra las drogas no es un mero recurso retórico con el que el entonces presidente estadounidense, Richard Nixon, inició una fuerte campaña para llevar a cabo políticas de drogas cada vez más punitivas —y más alejadas de los derechos humanos y de la salud pública—. Esta declaración legó al mundo una serie políticas de drogas basadas principalmente en la criminalización de la producción, el tráfico, la distribución y la posesión de ciertas sustancias para disuadir cualquier actividad relacionada con las drogas. Sin embargo, en el contexto mexicano esta guerra se tornó en una realidad que, desde 2006,1 ha impactado directamente nuestros cuerpos y comunidades y, además, se ha cristalizado en la militarización ya no sólo de la seguridad pública, sino también de otras tareas civiles que no están relacionadas con la seguridad.
El informe “Las dos guerras”2 de Intersecta explica que la violencia contra las mujeres es multifactorial y puede tomar distintas dimensiones, pues se entrelaza con una variedad de elementos que exacerban y legitiman dicha violencia. No obstante, a partir de la militarización la vida de las mujeres se ha visto fuertemente lastimada, poniéndola más en peligro: no sólo la ha incrementado, sino también complejizado.
Según este informe, la militarización en México no ha contribuido a reducir la crisis de violencia que vivimos actualmente y ha resultado en la participación de las Fuerzas Armadas (FFAA) en la violación de derechos humanos, como detenciones arbitrarias, tortura, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, entre otros; además, ha sido un factor importante en el alza de los asesinatos de las mujeres en el país. En este sentido, el informe muestra que por cada enfrentamiento en el que estuvieron involucradas las FFAA, los homicidios de mujeres y hombres a nivel municipal se detonaron. No obstante, cuando existen estos enfrentamientos, los asesinatos de mujeres aumentan en el corto plazo (con armas de fuego y en la vía pública) y en el largo plazo (aumentan también los homicidios en la vivienda y sin arma de fuego).
A nivel mundial, según un artículo de Corina Giacomello, el encarcelamiento de mujeres por delitos de drogas ha aumentado significativamente, e incluso se ha convertido en la razón principal por la cual la población penitenciaria femenina se ha incrementado. A nivel regional, en América Latina, las drogas representan la primera o segunda razón —dependiendo el país— por las que las mujeres entran a las cárceles. Esto sucede en un contexto en el que se ha beneficiado y se continúa premiando usar políticas punitivas como la respuesta principal a los problemas sociales, como es el caso del fenómeno de las drogas.
La experiencia de estas mujeres en el sistema penitenciario está marcada por violencia sistemática, trauma, estigma y discriminación. Las mujeres privadas de la libertad difícilmente tienen acceso a derechos básicos como salud, educación, trabajo y condiciones dignas de vida; además, en muchas ocasiones, las mujeres son enviadas a centros penitenciarios lejos de sus familias y amigos. También se ha documentado que muchas de las mujeres que ingresan a prisión por delitos de drogas se encuentran expuestas a usos de sustancias que, quizá, no consumían anteriormente y que estando en prisión lo llegan a hacer con altos riesgos sociosanitarios. Asimismo, la pandemia por COVID-19 ha manifestado las carencias del sistema penitenciario en México: las condiciones de vida tanto de mujeres como de hombres privados de la libertad se han tornado más extremas y menos dignas.
Por otra parte, las políticas prohibicionistas han posibilitado la creación de un entorno que le da sentido a la obsesión institucional y social sobre nuestros hábitos de consumo de drogas. En general, las personas que usan drogas sufren mayor violencia que aquellas que no usan, pero cuando las usa una mujer, la violencia aumenta. En este sentido, la prohibición representa un importante obstáculo para acceder de forma segura a ciertas sustancias; por tratarse de un mercado ilícito y no regulado, existe gran incertidumbre respecto a la calidad de la droga ofertada, lo que pone en riesgo a las personas usuarias. Además, como muestra el reporte de Equis Justicia, el contexto de uso de drogas —dominado por prácticas machistas tanto por personas que distribuyen drogas, autoridades y otras personas usuarias— representa una gran amenaza para las mujeres, pues son espacios donde la violencia sexual y otro tipo de abusos siempre están latentes. Por este motivo, en muchas ocasiones las mujeres buscan acceder a las sustancias a través de un hombre que, usualmente, se trata de su pareja y de quienes también pueden llegar a experimentar algún tipo de violencia.
El prohibicionismo también es un obstáculo importante para hablar libremente sobre nuestros consumos de drogas. Sin embargo, es aun más difícil cuando la usuaria es mujer, pues suele enfrentar mayor hostilidad y discriminación por también haber desafiado los modelos femeninos tradicionales. Además, las mujeres difícilmente encuentran estrategias de prevención y de reducción de daños que respondan a sus necesidades particulares —pues domina la idea de que las personas usuarias de drogas son una masa homogénea predominantemente masculina—, por lo que se encuentran aún más expuestas a mayores riesgos como contraer VIH, hepatitis B y C, y sufrir sobredosis.
En México, el tratamiento para el uso problemático de sustancias recae principalmente en manos de privados (2,108 centros), de los cuales no todos se encuentran registrados, evaluados y mucho menos supervisados por las autoridades. Sólo una sexta parte de estos (348) ha sido reconocida por la Comisión Nacional contra las Adicciones (CONADIC), y de estos, una ínfima parte son exclusivos para mujeres, el resto son centros mixtos —diseñados principalmente para atender las necesidades de hombres cis—. Gran parte de estos centros internan forzosamente a las personas sin su consentimiento; sólo basta con el consentimiento de un familiar para que sea retenido. Para las mujeres esto significa el riesgo de sufrir cualquier tipo de abuso físico, verbal, psicológico, sexual y, en algunos casos, hasta homicidio. También estos centros se caracterizan por usar métodos basados en la humillación, en un trato sumamente diferenciado entre hombres y mujeres, en condiciones de vida precarias, sin acceso a trabajos, educación, o atención médica.
Verter, A.C. es un centro comunitario localizado en el Centro histórico de Mexicali, en el que se ofrecen servicios y talleres a mujeres (cis y trans) y hombres sobre salud sexual y reducción de daños asociados con el uso de sustancias. Entre las mujeres que atienden hay trabajadoras sexuales, usuarias de drogas inyectables y no inyectables, mujeres en situación de calle, adolescentes y jóvenes. Lulú Ángulo, directora de este centro, mencionó que las mujeres que usan los servicios del centro cotidianamente sufren violencia; sin embargo, es notorio que quienes sufren mayor violencia son las mujeres usuarias de drogas.
Estas mujeres se encuentran constantemente en situaciones de vulnerabilidad y riesgo; algunas de ellas se encuentran en situación de calle o sin un lugar estable para vivir, sin ingresos fijos, sin redes de apoyo, y muchas de ellas se dedican al trabajo sexual. Las mujeres usuarias de drogas tienen que lidiar no sólo con el estigma y la discriminación por sus hábitos de consumo, sino con distintos tipos de violencia ejecutada por distintos actores. Mucha de esta violencia sucede en los espacios de consumo, donde suelen ser robadas o abusadas sexualmente. También muchas mujeres usuarias sufren violencia física y sexual por parte de los policías.
Otras violencias derivadas del estigma son la económica, pues muchas oportunidades de trabajo se les cierran simplemente por sus hábitos de consumo y, en ocasiones, se les niega el derecho a ejercer su maternidad. Lulú comentó que ha habido situaciones en las que después del parto les quitan a sus bebés inmediatamente, porque consideran que no son capaces de ser buenas madres.
Ante esta situación, desde Verter, Lulú busca realizar intervenciones desde un enfoque de género en el que se prioricen las necesidades de las mujeres. En este sentido, proporcionan un espacio seguro de uso de sustancias, exclusivo para mujeres, como parte de los servicios de reducción de daños. Este espacio cuenta con personas que las pueden asistir en caso de sobredosis; además, se les ofrece jeringas nuevas y naloxona —que ayuda a revertir sobredosis por opiáceos—.
No obstante, a pesar de los grandes esfuerzos comunitarios como los que se realizan desde Verter, aún existen obstáculos que se traducen en más violencia para las mujeres. Por una parte, al canalizar mujeres violentadas a otras instituciones, la mayoría de las veces son estigmatizadas por su uso de drogas y no son recibidas. Por otra parte, existe una importante falta de financiamiento, por lo que Verter sólo puede cubrir una pequeña parte de las necesidades de las mujeres y hombres que usan sus servicios.
Retomando la frase inicial de Maziyar, la guerra contra las drogas no es una metáfora: esta guerra no recae de la misma forma sobre hombres, mujeres y personas no binarias. Esta guerra afecta principalmente a los pobres, marginados e indígenas y, a la vez, se encrudece cuando se cruza con otras dimensiones, como habitar cuerpos no ortodoxos, ser mujer cis o trans. La guerra contra las drogas engendra violencia sistemática por parte de distintos actores hacia las mujeres en un contexto en el que ya existía violencia. La guerra contra las drogas, nuevamente, es un rotundo y total fracaso que promueve la militarización y su implícita violencia: aprisiona a mujeres —principalmente pobres— en centros penitenciarios, somete a las mujeres a usos de sustancias más riesgosos y las expone a mayor estigma y discriminación, y obstaculiza el acceso a tratamientos de calidad para el uso problemático de drogas con enfoque de género. La guerra contra las drogas es también una guerra contra nosotras. EP
1 A partir de la administración de Felipe Calderón (2006–2012) hasta el sexenio del actual presidente López Obrador (2018–2024), la militarización en México no sólo ha tomado mayor fuerza, sino que se ha profundizado con la creación de un marco legal y el otorgamiento de más tareas a militares y cuerpos de seguridad militarizados como la Guardia Nacional.
2 El nombre de este informe tiene su raíz en la guerra contra el machismo y misoginia con la que tenemos que lidiar diariamente las mujeres en los espacios públicos y privados, y que ahora se da en un contexto de violencia derivada de la “guerra contra las drogas”.
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