El sistema alimentario es un espacio que produce inequidades profundas. Este ensayo analiza las expresiones de desigualdad que distribuyen de manera injusta los beneficios —y los riesgos— de la alimentación
Comer bien: mitos y realidades de una posibilidad desigual
El sistema alimentario es un espacio que produce inequidades profundas. Este ensayo analiza las expresiones de desigualdad que distribuyen de manera injusta los beneficios —y los riesgos— de la alimentación
Texto de Paloma Villagómez, Máximo Ernesto Jaramillo-Molina & Gatitos Contra la Desigualdad 04/01/21
El sistema alimentario —es decir, el conjunto de procesos económicos, sociales, políticos y culturales que organizan la manera en la que una sociedad produce alimentos, los distribuye, los consume e incluso los desecha— es un espacio que, en el orden actual de las cosas, produce y reproduce inequidades profundas. Lo que habitualmente se nos presenta como paradojas, como la persistencia del hambre en un mundo con máximos históricos de producción alimentaria, la presencia combinada de déficits nutricionales con manifestaciones de sobrepeso, o la coexistencia de dietas basadas en “súper alimentos” con niveles alarmantes de malnutrición, son en realidad expresiones de desigualdad que distribuyen injustamente los riesgos y los beneficios de la alimentación.
De acuerdo con el reporte más reciente de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) sobre seguridad alimentaria y nutrición[1], la décima parte de la población mundial (aproximadamente 750 millones de personas) experimenta hambre. Por su parte, la Organización Mundial de la Salud (OMS) reporta que 11% de la población (820 millones) presenta desnutrición; 21.3% (144 millones) del grupo de menores de cinco años tiene baja talla para su edad y 7% (47 millones) no alcanzan el peso que requiere su estatura. Del lado opuesto, se estima que cuatro de cada diez adultos en el mundo tienen sobrepeso u obesidad, contrario a uno de cada cinco hace 40 años. Actualmente, esta condición alcanza a uno de cada cinco menores de 19 años y sería la causa de comorbilidades vinculadas a 8% de las muertes ocurridas en el mundo durante 2017, especialmente en países con menores niveles de riqueza y desarrollo.
2020 ha sido un año revelador en cuanto a las inequidades que nos atraviesan como sociedad. En lo que toca a la alimentación, los niveles de producción se mantuvieron relativamente a flote, aunque con niveles importantes de pérdidas y desperdicio. Si bien observamos nudos en las cadenas de distribución causados por las limitaciones a la movilidad de personas y alimentos, en general fue posible esquivar el desabasto y las hambrunas que se anticiparon. Sin embargo, conjurar este peligro fue posible gracias al trabajo de millones de personas que siguieron laborando en condiciones de elevadísima vulnerabilidad y desprotección, ya fuese en el campo, la industria cárnica, las cadenas de transporte e, incluso, el reparto de alimentos a domicilio. La especulación y el acaparamiento característicos del capitalismo financiero, la reorientación de las importaciones y las compras de pánico, provocaron variaciones en el precio de algunos alimentos básicos que, junto con la pérdida o disminución de ingresos laborales en familias con trabajadores “descansados” o despedidos, elevaron la inseguridad alimentaria de los hogares. De acuerdo con los resultados de la Encuesta de Seguimiento a los efectos del COVID-19 (ENCOVID), en México la seguridad alimentaria se redujo de 39% a 32% entre abril y octubre de 2020, llegando a su nivel más bajo en julio, con 26%.
Es decir, el efecto extraordinario de la pandemia ha agudizado los aspectos del sistema alimentario que ya eran problemáticos y afectan directamente el acceso cotidiano de las personas a los alimentos y a la salud. Sin embargo, a pesar de su complejidad y multidimensionalidad, la cotidianidad del acto de comer lo convierte en un espacio personal en el que tomamos decisiones que consideramos libres e independientes. Por mucho tiempo el relato público sobre los hábitos alimentarios y sus efectos en la salud y el cuerpo han centrado la responsabilidad de sus consecuencias, buenas o malas, en las preferencias y el juicio de los individuos. Este discurso voluntarista está a tono con la narrativa de un modelo neoliberal de pensamiento y gobernanza pública y personal, que exalta la libertad individual para elegir cursos de acción, como una virtud que se debe administrar sabiamente. Así, aunque la pandemia ha puesto de relieve la importancia que otros actores de gran influencia económica y política tienen sobre el sistema alimentario, la narrativa común sigue centrando en los individuos la responsabilidad de la malnutrición, el sobrepeso y el deterioro de la salud. En este espacio intentaremos desmontar algunos de los relatos más comunes y frecuentemente falsos sobre la capacidad de las personas para formar mejores hábitos alimentarios “independientemente” de las circunstancias que las rodean, una condición a todas luces imposible.
Primer mito: “todos los alimentos están al alcance de todos”
La idea de que la calidad de la dieta depende únicamente de las preferencias personales omite más de una variable, entre ellas la disponibilidad de alimentos de buena calidad en el entorno inmediato. Para muchos de nosotros pocas cosas son más fáciles que ir al súper, donde encontramos una variedad generosa de frutas y verduras cuidadosamente lustradas, a veces aún frías después de semanas de congelación. O bien, podemos acudir al mercado público de la colonia o al tianguis semanal, donde las carnes, los quesos y las hortalizas parecen más frescas y sus colores y olores, sumados a la familiaridad con los comerciantes, añaden valor a la experiencia de los espacios públicos y populares. Habrá también quien opte por mercados alimentarios alternativos, como colectivos de pequeños productores, caracterizados por proponer formas de comercio más justo y solidario.
Sin embargo, el mercado alimentario no es el mismo para todos. Si bien en México aún no existe evidencia suficiente para declarar la existencia de lo que en otros contextos se conoce como “desiertos alimentarios” —espacios sin alternativas cercanas para la compra de alimentos frescos y saludables—, en contextos de mayor dispersión geográfica o de segregación socioespacial, las opciones que ofrecen mejores alimentos suelen ser más escasas y por lo tanto más caras en términos relativos. Las personas que habitan en espacios con menos infraestructura y servicios suelen depender de consumos “hormiga” —constantes y frugales— que realizan en tiendas de abarrotes, de conveniencia o bodegas de mayoreo caracterizadas por la alta disponibilidad de productos ultraprocesados y bebidas azucaradas, así como por la escasez de alimentos frescos y saludables.
Los supermercados o las grandes tiendas departamentales no necesariamente contribuyen a equilibrar la oferta, pues la cantidad y calidad de los alimentos disponibles cambia de un contexto a otro, en detrimento de los establecimientos que se encuentran en zonas de mayor precariedad socioeconómica. En localidades de menor tamaño como las semiurbanas o rurales, las opciones de abasto alimentario diverso suelen encontrarse en cabeceras municipales o áreas alejadas e, incluso donde existen tiendas públicas, la disponibilidad de alimentos perecederos como frutas, verduras o carnes, suele ser menor. En estos contextos, las pequeñas tiendas de abarrotes, con su amplia disponibilidad de bollería, frituras y refrescos, son alternativas alimentarias socorridas. Como sus contrapartes urbanas, estas tiendas son actores comunitarios relevantes cuyo papel en la alimentación y la economía local debe ser replanteado, no satanizado.
Consideremos a la Ciudad de México como ejemplo. La figura 1 muestra cómo se distribuyen el comercio de alimentos y abarrotes según tipo de establecimiento y el nivel de pobreza de cada alcaldía. Como podemos ver, las tiendas de autoservicio y departamentales tienden a perder presencia en las alcaldías con mayor porcentaje de población en pobreza.
La figura 2 muestra la disponibilidad de comercios de alimentos al por menor según el tipo de productos que expenden, por número de habitantes. Nuevamente las alcaldías aparecen en orden de pobreza, en el sentido de las manecillas del reloj. La presencia de las tiendas de abarrotes es mucho mayor en delegaciones con mayor precariedad socioeconómica, predominan sobre otro tipo de comercio especializado en alimentos frescos que, si bien no son inexistentes, muestran un repliegue conforme la población en pobreza es mayor[2].
Así, incluso en una urbe con una densidad elevada de servicios e infraestructura, la calidad de los alimentos a los que se tiene acceso es diferenciada.
Segundo mito: “comer bien es más barato”
La idea de que comer bien es barato goza de mucha popularidad y sigue siendo ampliamente difundida, incluso por instituciones de salud y programas sociales. Sin embargo, las deficiencias del mercado para distribuir equitativamente la disponibilidad física y económica de alimentos saludables, así como la persistencia de la pobreza, obligan a cuestionar esta premisa.
En 2018, 61.1 millones de personas (48.8%) percibían ingresos insuficientes para cubrir el costo de sus necesidades básicas, entre ellas la alimentación (3 283 pesos mensuales por persona en el ámbito urbano). Más aún, 21 millones (16.8%) no podían cubrir siquiera el costo de la canasta alimentaria (1 681 pesos), aun si los destinaran exclusivamente a ese fin. Como resultado, 20.4% de la población experimentaba inseguridad alimentaria moderada o severa (figura 3); es decir, la falta de recursos económicos las había llevado a disminuir las porciones o el número de comidas que hacen al día, llegando incluso a experimentar episodios de hambre. En conjunción con otras privaciones sociales en educación, salud, seguridad social o vivienda, 41.9% de la población se encontraba en pobreza y 7.4% en pobreza extrema. Se estima que la pandemia sumará hasta 10 millones de personas a la pobreza nacional y que aumente la inseguridad alimentaria en el país con las respectivas consecuencias en el estado de salud de la población. ¿A qué tipo de alimentación se puede aspirar en esas condiciones? ¿Es posible priorizar la nutrición, la variedad y la suficiencia, sobre la necesidad de alimentar a varias personas con un ingreso raquítico? ¿Qué opciones quedan disponibles?
De acuerdo con diversos análisis económicos, el costo de las calorías ha disminuido considerablemente en los últimos años. Esto se debe, en parte, al crecimiento continuo de la producción de ciertos alimentos, especialmente de granos y cereales básicos utilizados para consumo humano, animal y como agroenergéticos. Ya sea en forma de harinas, azúcares o grasas, productos como estos son la materia prima de varios alimentos ultraprocesados que también son más baratos y cuya disponibilidad es masiva. Sucede lo contrario con productos frescos como frutas, verduras, proteínas vegetales o animales, entre otros alimentos sujetos a mayores variaciones de precio que, junto con otros elementos de la dinámica económica, elevan la inflación y afectan negativamente el consumo de las personas con menor poder adquisitivo. En conjunto, este patrón favorece el consumo de dietas de menor calidad.
Contrario a la creencia popular, la evidencia de distintos países muestra que las dietas variadas, suficientes y basadas en alimentos saludables son más caras. El reporte de la FAO sobre el estado de la seguridad alimentaria y nutricional en 2020[3] estimó que las dietas de alta calidad cuestan hasta cinco veces más que las que son menos nutritivas. En México, de acuerdo con estimaciones de Hernández y colaboradores, para la población que se encuentra en el primer quintil de ingresos el costo promedio de mil calorías es hasta siete veces mayor cuando provienen de alimentos de pocas calorías —pero potencialmente más nutritivos— que cuando se obtienen de alimentos de alta densidad energética. Para la población del quintil más alto esta razón es casi cuatro veces mayor[4].
Si sumamos el costo del trabajo que implica la elaboración de la comida en el hogar, el valor de una alimentación saludable, gustosa, consumida en condiciones de higiene y adaptada a las necesidades de cada miembro de la familia, aumenta notablemente, en especial para el conjunto empobrecido de la población que se caracteriza por dedicar muchas horas a trabajar fuera de casa y no puede pagar por sustituir su propio trabajo doméstico —realizado predominantemente por mujeres— por servicios en el mercado.
Aunque el peso de las restricciones económicas se reconoce con cada vez mayor claridad, las recomendaciones más frecuentes siguen insistiendo en que las personas optimicen su gasto, que hagan “más con menos”, que eliminen de sus dietas consumos que no son tan cuestionados en otros estratos o que sustituyan alimentos que gozan de amplia aceptación social con otros que van mejor con su economía. Estas salidas podrían ser eficientes desde una racionalidad estrictamente económica, pero son problemáticas en al menos dos sentidos: por un lado, ignoran que, como veremos adelante, las familias que se encuentran en pobreza ya llevan a cabo esas estrategias y, por otro, tienden a reproducir la desigualdad social preexistente al promover patrones alimentarios para un sector de la población cuyos consumos son especialmente fiscalizados, y otros, mucho más flexibles, para el resto[5].
Tercer mito: “preferimos comer mal”
Creer que la manera en que comemos es un asunto de mera voluntad implica obviar la complejidad que entrañan las prácticas alimentarias y pensarlas como algo más parecido a un capricho. Supone, además, que quien come de un modo que no se considera adecuado lo hace por pereza o ignorancia, prejuicios que interactúan con los de la pobreza y que han sido desmontados por múltiples estudios[6].
Esta perspectiva omite todo el trabajo que las personas invierten en comer y, especialmente, en dar de comer de un modo normativamente aceptado. Diversos estudios muestran que las consideraciones sobre lo que es necesario en términos alimentarios no cambia mucho según la posición económica y que los sectores que enfrentan mayores restricciones comparten las nociones generales sobre salud y nutrición del resto de la sociedad[7]. No tienen preferencias radicalmente distintas ni están “naturalmente” dispuestos a comer “mal”, sin que sus limitaciones económicas, materiales —como carecer de equipo o servicios adecuados para cocinar y conservar los alimentos— o espaciales —vivir en zonas donde predominan comercios con poca variedad y calidad— limitan su capacidad para concretarlas.
Es fundamental comprender que detrás de una buena alimentación existe mucho trabajo y que las familias en condiciones de mayor precariedad socioeconómica no necesariamente escatiman en él, o al menos no más que otros sectores socioeconómicos que se ahorran trabajo consumiendo más alimentos preparados fuera del hogar. De hecho, la investigación ha documentado que las madres en pobreza dedican más tiempo y esfuerzo a alimentar a sus familias. A esto contribuyen condiciones deficientes de habitabilidad, la búsqueda intensiva de ofertas en los entornos cercanos y la presión de tomar decisiones eficientes que eviten el desperdicio de recursos[8]. La evidencia también ha mostrado que el peso de este trabajo sobre las mujeres las lleva a sacrificar la calidad de sus propias dietas en aras de privilegiar el consumo de hijas, hijos o miembros del hogar que trabajan de manera remunerada. Varios estudios han mostrado que la desigualdad de género, expresada en hábitos alimentarios deficientes entre las mujeres, es parte de la causa de sus mayores prevalencias de sobrepeso[9].
Cuarto mito: “la obesidad y la malnutrición son características de la pobreza”
Dado que las dietas saludables son más caras, se tiende a pensar que sólo las personas que enfrentan restricciones económicas recurren a consumos que se consideran menos adecuados. Esto está lejos de ser la verdad. Si bien los deciles de menor ingreso basan sus dietas en alimentos más densamente calóricos, los sectores más ricos participan en prácticas de consumo no del todo saludables.
Entre otros hallazgos, Colchero y colaboradores mostraron recientemente que los estratos más ricos, en los que podemos asumir mayor nivel de escolaridad, más y mejor acceso a servicios e información en salud, así como una disponibilidad más amplia a mejores mercados alimentarios, dedican una parte considerable de su gasto en alimentos a productos de alta densidad energética[10]. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) de 2018, los hogares del decil más rico gastaron hasta 25% de su presupuesto alimentario en grasas, azúcares y carbohidratos, además de que destina hasta 40% de su gasto en alimentos a comer fuera del hogar. Sin embargo, así como consumen alimentos menos recomendables, también acceden a los más saludables; tienen capacidad de equilibrar su dieta, una posibilidad negada por la falta de dinero para otros sectores.
Cabe recordar que el sobrepeso es un fenómeno que comienza a observarse en países desarrollados y, en ellos, en segmentos mejor posicionados. Con el paso del tiempo y la consolidación de procesos como la globalización económica y alimentaria, la participación de la población con menos recursos en la acumulación de sobrepeso ha ido en aumento y crece a velocidades aceleradas. En México las prevalencias de sobrepeso entre poblaciones con mayores carencias socioeconómicas, residentes en localidades rurales y grupos indígenas comenzaron a aumentar con el milenio, cerrando rápidamente las brechas respecto a sus contrapartes de estratos medios o altos, urbanos y no indígenas.
Si bien esto es preocupante en sí mismo, no significa de ninguna manera que el sobrepeso y las enfermedades crónicas no transmisibles que se le asocian sean exclusivas o predominantes entre la población desaventajada. Como se aprecia en los mapas de la figura 5, la distribución municipal de la obesidad, la diabetes y la hipertensión no muestran una tendencia unívoca hacia zonas que concentran mayor pobreza.
Hacer esta precisión se vuelve relevante frente a discursos en los que interactúan los prejuicios y el estigma contra la pobreza con la valoración negativa y discriminatoria del sobrepeso. Más aún, entender que la malnutrición es un problema generalizado cuya atención y tratamiento no debe reforzar distinciones entre clases, se vuelve urgente frente a una narrativa que entiende a las personas enfermas o con sobrepeso como una carga económica para la sociedad.
Hacia una nueva narrativa
Tenemos entonces que la alimentación y sus prácticas son un tema más complejo de lo que la narrativa común plantea, hay matices y lugares comunes que deben ser analizados. Desmontar mitos como los anteriores se vuelve importante ante el embate de una racionalidad neoliberal individualista y meritocrática, que responsabiliza a los sujetos por los malos resultados de su interacción con las estructuras del sistema, tanto en términos socioeconómicos visibles en condiciones como la pobreza, como en términos de salud y alimentación reflejadas en situaciones como el sobrepeso y la enfermedad. Este relato omite flagrantemente las desigualdades que existen en las condiciones de acceso a recursos y elude la responsabilidad del Estado en el ejercicio de los derechos a la alimentación y la salud, bajo su tutela. Lo anterior no significa que las personas no tengan margen para aprender a tomar mejores decisiones, sino que esa transformación debe ser sostenida por la condiciones económicas y materiales necesarias para hacerlas viables.
Por el contrario,
reproducir estos discursos permite justificar que haya un segmento amplio de la
población que no ejerce plenamente su derecho a la alimentación porque “no
quiere” o “no sabe”. Esta es sólo otra cara de
la narrativa estigmatizante que dice “el pobre es pobre porque quiere”,
reflejada, en este caso, en el ámbito de la salud y alimentación. Estos
discursos apuntalan nuestra de por sí robusta tolerancia a la desigualdad,
justifican la discriminación y fortalecen el desinterés por el infortunio de
los otros. Más aún, reproducir este
tipo de discursos desde el Estado tiene graves consecuencias en el abordaje de
las desigualdades alimentarias y el diseño de las estrategias que buscan
erradicarlas. EP
[1] FAO, The State of Food Security and Nutrition in the World, FAO: Roma, 2020
[2] La alcaldía Venustiano Carranza muestra un comportamiento que parece atípico, pero se explica por la presencia de grandes mercados públicos en esta área.
[3] FAO, The State of Food Security and Nutrition in the World. FAO: Roma, (2020).
[4] Hernández Licona, Gonzalo, Enrique Minor Campa y Rodrigo Aranda Balcázar, Determinantes económicos: el costo de las calorías en México, en Obesidad en México, recomendaciones para una política de Estado, México, Instituto Nacional de Salud Pública, 2012
[5] Sobre este tema, ver Hagerty, Serena y Kate Barasz, Inequality in socially permissible consumption, PNAS, 1-10, 2020.
[6] Veáse Alkon, Alison, Daniel Block, Kelly Moore, Catherin Gillis, Nicole DiNuccio, Noel Chavez. 2013, Foodways of the urban poor, Geoforum, 48, 126-135; Beagan, Brenda, Gwen Chapman, Elaine Power. 2017. The visible and invisible occupations of food provisioning in low income families, Journal of Occupational Science, 1-13; Caraher, M. and Dowler, E. (2014). Food for Poorer People: Conventional and “Alternative” Transgressions. En Goodman, M. and Sage, C. (Eds.), Food Transgressions: Making Sense of Contemporary Food Politics. (pp. 227-246). Farnham, Surrey: Ashgate; Garthwaite, Kayleigh. 2016. Hunger pains. Life inside foodbank Britain. Gran Bretaña: Policy Press; entre otros.
[7] Villagómez, Paloma, “Entre lo que se debe y lo que se puede: percepción y satisfacción de necesidades alimentarias en la Ciudad de México”, Acta Sociológica, 70, 97-128, 2016.
[8] Para este tema se puede consultar Bowen Sarah, Joslyn Brenton, Sinikka Elliott. Pressure Cooker. Why home cook won’t solve our problems and what can we do about it. Oxford: Oxford University Press, 2019; Carney, Megan. The unending hunger. Tracing women and food insecurity across borders. California: University of California, 2015.
[9] A este respecto, consultar DeRose, Laurie, Maitreyi Das y Sara Millman. “Does female disadvantage mean lower access to food?”, Population and Development Review, 26(3), 517-547, 2000; Martin, Katie y Anne Ferris. “Food insecurity and gender are risk factors for obesity”, Journal of Nutrition Education Behavior, 39, 31-36, 2007; Martin, Molly y Adam Lippert. “Feeding her children, but risking her health: The intersection of gender, household insecurity and obesity”, Social science & Medicine, 74, pp. 1754-1764, 2012.
[10] Colchero, Arantxa, Mishel Unar, Gonzalo Hernández y Enrique Minor. “Evolución del gasto, costo y consumo de alimentos en México (1992-2016)”, en Rivera et al., (eds), La Obesidad en México. Estado de la política pública y recomendaciones para su prevención y control, México: Instituto Nacional de Salud Pública, pp. 73-88, 2019.
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