Un texto que invita a conocer la pandemia desde la mirada de una pequeña niña que no comprende todos los cambios que se suceden.
“Hola, soy Simoneta”
Un texto que invita a conocer la pandemia desde la mirada de una pequeña niña que no comprende todos los cambios que se suceden.
Texto de Diego García Córdoba 23/12/20
Mi madre pasó por mí a la guardería. Era un día cualquiera, soleado y tranquilo. Era un viernes de marzo. Lo sé porque es día de comer en casa de mi “Aba”, quien siempre me recibe con una sonrisa o con alguna sorpresa; en cambio, a mi “Abo” le huyo porque siempre me hace muchas cosquillas. Ese día, mi padre comió por su cuenta; yo lo espero por la tarde hasta que llega a casa. Ese día, llegó más tarde que de costumbre. Traía distintos artefactos que yo reconocí de su trabajo. No paraba de sacar cosas de su auto y me dijo: “Ahora trabajaré aquí en casa, ¡estaremos más tiempo juntos!” Sonaba a un sueño, ya que él pasaba mucho tiempo en su estudio. Normalmente lo veía como tres horas al día.
El fin de semana transcurrió normal. Mis otros abuelos nos visitaron; comieron el domingo en casa con nosotros; a ellos los llamo “Bon-Abo”. Siempre tratamos de verlos los fines de semana, ya que viven un poco más lejos que Abo y Aba. Bon es mi confidente; no la suelto y trato de pasar la mayor cantidad de tiempo con ella, porque últimamente mi madre se cansa muy rápido y le ha crecido mucho la panza. Dice que pronto vendrá mi hermano Mariano, que está ahorita durmiendo dentro de ella.
Al iniciar la semana, mi padre instaló una oficina en nuestro comedor y no me llevaron a la escuela. Me dijeron: “Estará cerrada por un tiempo; la van a pintar y a comprar nuevos juguetes”, pero no necesitaba nuevos juguetes; era muy divertida tal cual como estaba.
Todo era como una gran vacación. Mi padre infló una pequeña alberca que pusimos en el patio con muchos de mis juguetes. Una caja llegó un día a la puerta con un resbaladero que mi “Pa” colocó dentro de la alberca. El patio parecía un gran parque de juegos. Los días transcurrían y mis papás me organizaban distintas actividades: unos días pintábamos, otros aprendía a andar en el triciclo por todo el departamento, otros pocos salía a jugar con mis vecinos al área común. ¡Era increíble!
Por las mañanas notaba a mi padre muy atento a las noticias. Yo le decía: “Es mi turno”, para que me cediera el televisor, pero era muy insistente en que quería ver su noticiero y yo tenía que esperar. Me acomodaba juguetes con él en el sillón para tratar de pasar el trago amargo de ver su programa.
Ahora en las calles había comenzado a notar que la mayoría de los adultos portaban un extraño pedazo de tela en sus caras. “Se ven chistosos”, les decía a mis padres: “No les veo sus dientes”. Mi papá me decía que era porque había personas que estaban un poco enfermas y servía para que no nos enfermáramos.
Mis padres seguían en casa todos los días. Él continuaba instalado en nuestro comedor; la mesa era suya: audífonos, libros, libretas, lápices, plumas, una computadora, decía que esta parte de la casa era su oficina y necesitaba silencio en esa área. Mi madre me llevaba algunas veces a su tienda. Me encantó la idea, porque siempre me dejaba agarrar la ropa y los juguetes que vendía ahí. Era un trabajo muy divertido, porque podía pasar tiempo con mi mamá y normalmente me daba alguna sorpresa al terminar la mañana. Ella ya no caminaba mucho, su panza no paraba de crecer y el cansancio era notable.
Llegó el día en el que nacería mi hermano Mariano. Mis padres me llevaron con Bon-Abo; me dijeron que irían por mi hermano y volverían por mí para conocerlo. No me pareció la idea, pero no me dieron opción y partieron. Ahora éramos Bon, Abo, Figo (su perro) y yo. Fueron días muy divertidos. No solté a Bon ni un segundo; dormía, desayunaba, comía, cenaba y jugaba con ella todo el día; era mi fiel compañera. Abo era nuestro cocinero de desayunos, con sus ya clásicos panes franceses y gelatinas. En las noches, había ocasiones que despertaba un poco desorientada, pero siempre tenía a Bon a un lado que me consolaba.
Llegó el día de volver a casa. Había un pequeño invitado en casa: mi hermano, que era muy chiquito, no hablaba, solo hacía ruidos extraños, lloraba constantemente y tenía a mi mamá prisionera; no la dejaba estar conmigo. No me encantaba la presencia de este nuevo integrante, pero bueno. Por lo menos me trajo un globo y una muñeca cuando llegó; eso fue reconfortante. Al pasar el tiempo, comencé a entender un poco más a Mariano. Yo le digo: “Maianito”.
Mis padres continuaban en casa; ambos hacían llamadas todo el día. Me pedían que estuviera en silencio. Algunas veces veían gente en casa que desconocía. Yo me presentaba sin ser invitada en sus reuniones: “Hola, soy Simoneta”. Algunos me respondían con una sonrisa, otros eran un poco más tímidos; los adultos son extraños.
Estar en casa dejó de ser divertido: ya me sabía todas las películas de princesas; me había disfrazado de Moana veinte veces, quince de Frozen, doce de “Toi Stowi” y algunas más de la “Sienita”. A la alberca del patio se le formó alga. Mi papá la limpiaba cada vez que podía, pero esa agua verde volvía a aparecer. Mi resbaladero había dejado de ser novedoso y mis juguetes se habían tornado de un color grisáceo de estar tanto tiempo en el patio y al sol. Las actividades constantes eran pintar en el patio, pegar arroz en números que escribía mamá, adivinar colores y hacer piñatas con globos. Veía que mis papás se esforzaban por tratar de hacer algo nuevo día con día, aunque muchas veces hacíamos lo mismo. Cada vez veía menos a mis vecinos y ahora, que llovía constantemente, el patio dejaba de ser mi espacio de juego; todo era al interior, lo cual lo hacía más aburrido.
Sentía que mi padre perdía su alegría o como le decía a mi mamá, estaba “estresado”. Repetían mucho esa palabra. Cuando hablaba por teléfono su voz era más fuerte y utilizaba palabras que yo tenía prohibido decir, como “¡no maness!”. La primera vez que yo la dije, provoqué risas, pero al segundo eso se convirtió en regaño. No entendí porqué, pero mejor ya no la digo.
Mi madre le decía muchas veces a mi padre que fuéramos a la playa, pero mi papá decía que no era buena opción, que las cosas estaban bastante complicadas y los dos discutían por horas al respecto. Yo no entendía mucho de la discusión, pero escuchaba atentamente. Hasta que finalmente, un buen día, mi padre cedió y le dijo a mi mamá: “Ok, se van a la playa con Abo y Aba el jueves”. Mi mamá no pudo contener la alegría. ¡Íbamos a ver a mis primas!, después de mucho sin verlas.
En la playa, todo era increíble. Mi mamá lloró al ver a mi tía “Alla”. Yo creo que de felicidad; no paraban de llorar al verse. Todos estábamos muy contentos. Yo extrañaba a mi papá pero lo podía ver por la pantalla del “lular”. Hablábamos por la tarde, todos los días.
En “Gualajara” a todos les veía sus dientes y veía cómo hablaban. Yo podía jugar con muchos niños, en la alberca, en la arena y en el mar. Un día, mi mami me dijo que era mi cumpleaños, que tenía una piñata sorpresa. ¡Era mi cumpleaños de dos años! Ya sabía hacer el número con mis dedos, un poco “chuequito” como me decía mi mamá, pero yo sabía que lo hacía bien. Solamente me faltaba mi “Pa”. Algunos días lloraba cuando hablaba con él por el “lular”. No entendía por qué él no podía estar aquí.
Una mañana, estábamos jugando al borde de la alberca, cuando una persona llegó por mi espalda y me tomó de los brazos, ¡era papá! Al día siguiente Bon y Abo llegaron con nosotros. Toda la familia estaba reunida en este lugar donde todo era perfecto. En las mañanas nadábamos en la alberca; yo ya había aprendido a hacer “patada patada” y podía moverme sola con mis “flotis”. Por la tarde, bajábamos a la playa a recoger conchitas y a ver cangrejos ermitaños. Yo volvía a ser el centro de atención. “Maianito” estaba con mi mamá, pero mis abuelos, mis primas, mis tíos y mi papá, estaban conmigo.
Llegó el día de regresar a casa. Extrañaba mi casa, mis juguetes, mi casita de princesas y mi triciclo; ya era momento de volver. Mi casa estaba como la dejé. Volvimos a poner la alberca en el patio y subirme a mi resbaladero volvía a ser divertido. Papá hacía comida en el asador y comíamos siempre en el patio.
Papá no había vuelto a ver a usar zapatos. Ahora se ponía chanclas; decía que eran lo más cómodo de su repertorio, que si por él fuera, no volvería a usar zapatos. Parecía que también jugaba a los disfraces; unos días usaba shorts y camisa de botones arriba. Decía que era un disfraz para sus juntas en la computadora. La rutina volvió a hacer estragos; los adultos seguían usando esas telas en la boca y mi padre estaba muy atento a sus noticias en la mañana.
Un día, todo cambió drásticamente; mi mamá se empezó a sentir muy mal. Habíamos ido a comer a casa de mi Aba y cuando llegamos a casa le dijo a mi papá: “Creo que ya me dio”, mi papá se quedó un momento en silencio y le contestó: “¿de plano? ¿te sientes muy mal?”, “Sí, tengo muchos síntomas”.
Al día siguiente, me dejaron con mi tía Alla, quien se encontraba en Guadalajara; me dijeron que iba a ser solo por unos días. Al principio me pareció padrísima la idea; podría estar con mis primas de nueva cuenta, pero al pasar los días, extrañaba mucho a mis papás. Quería estar con ellos, quería poder llegar en las noches a meterme entre sus sábanas y pedirles un “bibi”, y desayunar con las noticias de mi papá. Pero los días se fueron a una semana. El extrañarlos fue creciendo.
Un día, finalmente escuché a Alla hablar por teléfono con quien yo sabía era mi mamá y le dijo: “¿Qué te dijo el doctor? ¿Sí puede estar con ustedes? Qué bueno, porque ya los quiere ver.” Sabía que mis papás vendrían por mí. Al final, ellos no me recogieron sino que lo hizo mi tía “Pau”, quien me llevó con ellos. Estaba de vuelta en casa.
Al llegar, todo era extraño; mis papás usaban su “cubebocas” todo el día. Ambos se veían sumamente cansados, sin ganas, sin fuerzas. La pasábamos viendo películas y acostados en el sillón. Yo los usaba de obstáculos, como puentes en mi castillo de cojines; ellos no se movían mucho.
Nadie nos visitaba. Una vez vinieron Bon y Abo y no los pude abrazar, ni siquiera pude darles un beso. Bon se quedó dentro de su auto y Abo nos dejó comida en la puerta. Traía una máscara de plástico, que nunca se la había visto. Cuando hablábamos por “lular” con Bon y Abo se escuchaban preocupados; siempre les preguntaban a mis papás: “¿cómo siguen?, ¿cómo van de oxígeno?” No sé qué sea eso, pero ahora sonaba mucho en casa; inclusive mi papá se compró algo parecido a un pequeño “lular” que se ponía en el dedo y decía que le medía eso, el oxígeno, que se lo tenían que estar midiendo continuamente.
Fueron días extraños. Mi mamá tosía; mi papá decía que le dolía mucho la cabeza, ambos con los ya famosos “cubebocas” puesto todo el día; ya no me acordaba de cómo eran sus dientes. Me decían que no podíamos darnos besos. Poco a poco mis papás volvieron a sentirse bien y volvieron a jugar conmigo. Todos podíamos volver a darnos besos y abrazos sin mesura. La alegría volvió a mi casa. Todo se siente bien de nueva cuenta, y hoy solamente me pregunto: ¿Ya habrán remodelado mi escuela? EP