Taberna es la columna mensual de Fernando Clavijo: “Se estima que, en conjunto, los árboles de la CDMX producen más de 50 mil toneladas de oxígeno al año.”
Tierra adentro
Taberna es la columna mensual de Fernando Clavijo: “Se estima que, en conjunto, los árboles de la CDMX producen más de 50 mil toneladas de oxígeno al año.”
Texto de Fernando Clavijo M. 10/11/20
Uno de los elementos más obvios para la producción alimentaria —lo que los economistas llamarían factores de la producción— es la tierra. La salud de esta mezcla de minerales, materia orgánica y micro organismos está, según la propia Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), directamente relacionada a la calidad y cantidad de nuestra comida. Más allá de la geofagia, que lleva a algunas personas a ingerir barro y arcilla, esta sustancia está ligada íntimamente con nuestra supervivencia.
Pero hay algo anterior a lo humano, más primordial que todo eso, y es la relación que tienen las plantas con su entorno, aun fuera de toda agricultura alimentaria y sin llegar al campo. Algo maravilloso e invisible, además. Me refiero a la parte de las plantas que está bajo tierra —y la tierra en sí—. No porque sea un descubrimiento, sino porque a veces lo cotidiano deja de sorprendernos.
Todos admiramos la Jacaranda cuando está en flor, antes de la primavera. Nuestra ciudad alberga árboles hermosos, no todos originarios, como la mencionada Jacaranda que nos trajo Matsumoto. Están también el nativo Colorín, de flor roja; el Hule, del sureste asiático, un ficus de hojas grandes y brillantes; el Laurel de la India, otro ficus de raíces impresionantes; una cantidad de al menos 30 variedades de pinos, piñoneros y ocotes (como el Azul, Azteca, Triste, Ayacahuite, Chamaite, Chimonque, etc); y el Pirul sudamericano, entre otros. Estos colosos nos dan sombra y alegran la vista, además de que generan cantidades de oxígeno verdaderamente impresionantes. Se estima que, en conjunto, los árboles de la CDMX producen más de 50 mil toneladas de oxígeno al año1.
No todos los árboles gozan de nuestra admiración, hay algunos menos llamativos. Como el Trueno (Ligustrum lucidum), por ejemplo. Este árbol originario de China, alto y delgado, tiene una raíz principal pivotante, gruesa y protectora, que se desarrolla más bien hacia abajo, de uno a dos metros bajo la superficie. Esto lo hace relativamente seguro en términos estructurales, al contrario de aquellos que tienen raíces fibrosas, como los arces y álamos, y en general los pastos. Otros, como los fresnos, jacarandas, framboyanes y ficus ya nombrados, tienden a extenderse más de manera lateral, con lo que muchas veces levantan banquetas, o rompen tuberías y cisternas. Es difícil generalizar, pero se puede decir que gran parte de los árboles tiene un sistema de raíces cuyo diámetro cubrirá entre dos y cinco veces la extensión del follaje, y pesará un 20% de la parte visible.
Dimensiones aparte, debe considerarse que las raíces emplean entre 50% y 70% de la energía del árbol, divididas cada vez en ramificaciones más y más delgadas, hasta que las últimas particiones son literalmente de una sola célula. Imposible no pensar en fractales, el orden inaccesible del mundo, al imaginar a estos pelos radiculares absorbiendo agua y nutrientes.
Lo que absorben y lo que sueltan relaciona a estos gigantes longevos con la tierra y el medio ambiente de manera asombrosa. Sobre las raíces se forman redes de hongos llamadas micelio que, como buenos vecinos, toman azúcar a cambio de minerales como fósforo y nitrógeno. Este intercambio hace del subsuelo no un depósito inerte de material sino un tejido vivo de información química y eléctrica. Es decir, los árboles están en comunicación constante. ¿De qué platican? Se advierten, por ejemplo, si vienen depredadores como cigarras, y así los vecinos pueden anticipar la liberación de defensas químicas. Estas redes tardan meses o hasta años en formarse, y cada vez que clavamos una pala destruimos tejidos de gran complejidad.
La tierra es prácticamente un continuo de vida. Contiene, además, un sinnúmero de bacterias que no solo comen carbohidratos sino que sirven como nutrientes. Los microbios se alimentan de azúcares y aminoácidos provenientes de las raíces, y a su vez sueltan carbón a la atmósfera. Serán pequeños, pero son tantos que la masa de CO2 producida por estos bichitos es seis veces mayor a la que producimos los humanos con la quema de combustibles fósiles. En equilibrio, este carbón se absorbe por los árboles y, junto con agua y luz (la maravilla de la fotosíntesis), se convierte en oxígeno y glucosa. Sin embargo, llevamos alejándonos del equilibrio desde la Revolución Industrial, no solo por la cantidad de CO2 que producimos sino porque el calentamiento global acelera la emisión de este compuesto por parte de las bacterias del subsuelo, con lo cual se amplifica el efecto.
Cuando hablamos de microbios, hay que intentar comprender que sus números rondan los doscientos mil millones en tan solo un puñado de tierra, con cientos o miles de especies. Esto es, la tierra es un superorganismo vivo. En conjunto y simbiosis con las bacterias, hongos y árboles (y otros bichos, como las lombrices u hormigas, que permiten el flujo de aire y agua), tiene el efecto secundario pero deseable de mantener habitable nuestra atmósfera.
Me gusta decir y pensar en esa palabra, superorganismo, porque denota complejidad casi inimaginable, fantástica. Una vez metido en la cabeza, este concepto no puede dejarnos, al contrario, nos va conquistando como una versión naturalista del poema de Paz: “Creció en mi frente un árbol./Creció hacia dentro./ Sus raíces son venas,/ nervios sus ramas,/ sus confusos follajes pensamientos.” Por eso escribí este artículo, porque la vida secreta de los árboles ha entrado en mí como una revelación invasora. Su mandato, como el del gen egoísta de Dawkins, es trasmitirse al mayor número posible de conciencias. EP
1 Para saber sobre la gestión y cuidado de los árboles de la CDMX, ver Los árboles de la Ciudad de México, Guardianes de su imagen y calidad ambiental, de María del Carmen Meza Aguilar, UNAM.
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