Columna mensual de Fernando Clavijo: “La música es como la comida en una cosa: entre más se practica más se disfruta,”
Rumiaciones sobre música y comida
Columna mensual de Fernando Clavijo: “La música es como la comida en una cosa: entre más se practica más se disfruta,”
Texto de Fernando Clavijo M. 13/08/20
1.
Este año el COVID-19 terminó pronto con la temporada de la Orquesta Filarmónica de la UNAM en la Sala Nezahualcóyotl, algo que muchos resentimos. Si una de las quejas de la pandemia fue el encierro y la depresión que lo acompaña, debe recordarse que este periodo ha sido solo el empujoncito que necesitaba nuestra sociedad ya de por sí enferma de ensimismamiento y narcisismo. Tal vez, como teorizó el neurólogo Oliver Sacks, cada enfermedad es un problema musical1.
Por todo esto, me sumo a quienes añoraron perderse en la sala de madera donde toca la OFUNAM, la sala más íntima y hermosa de las salas de concierto que conozco. Refugiarse ahí a escuchar los conciertos del domingo a mediodía, al que entramos mi hijo y yo por menos de ciento cincuenta pesos —asientos ni tan cerca de la orquesta que predomine un instrumento ni tan lejos que los sonidos reboten con las paredes— es un verdadero lujo. ¿Qué es la experiencia estética de la música sino un vaciamiento voluntario?, algo que, según Byung-Chul Han (aunque él se refería a Eros), es la cura para la depresión. Cuando salgo, vacío de mi mismo, puedo volver a llenarme del mundo.
A las 2pm, hora en la que regularmente terminan los conciertos, paso de largo por la cafetería tan refrescantemente diversa y el vestíbulo con sus lámparas colgantes —parecidas a las nubes brillantes de la sala, colgadas a la altura justa para evitar el eco— y siempre me tientan los escamoles del restaurante Azul y Oro. También el manchamanteles. Las más veces, sin embargo, hacemos solo una vuelta de desahogo por el MUAC antes de un paseo corto en metrobús hacia la casa, extasiados.
2.
La primera sala de conciertos en que sentí ese desapego de mí mismo fue el Avery Fischer Hall, la sala de música del Lincoln Center de Nueva York. En esas funciones de las 8pm, metido más en la música que en el espacio, noté por primera vez que cuando la abstracción dada por el ejercicio imaginativo más sublime del ser humano se asienta en la conciencia, la realidad visual pasa a un segundo plano. Así, uno de pronto voltea a ver la arquitectura y a las personas en ella como algo completamente nuevo, una especie de fondo ante la realidad del sonido.
Al salir de la sala al balcón de este recinto, es evidente que la fachada de vidrio y el móvil brillante están ahí para dar el último retoque de liviandad a todo el edificio. Como en la Neza, repiten el efecto de las nubes en el interior calidísimo y de las que decoran la cafetería en la planta baja. Esta ofrece un menú en el que predominan los mariscos y las ensaladas, de donde resalta la jaiba suave. Pero como nunca me gustó llegar pesado a los conciertos, rara vez pasé de un espresso y un buen trago de agua del bebedero público.
La arquitectura y el haber visto allí finalmente a Martha Argerich (que, según Piglia, fue compañera del hijo de Sábato), pianista que con frecuencia cancelaba recitales debido a los nervios, hacen de esta mi sala de conciertos más querida2.
3.
Del Columbus Circle, y siguiendo Central Park South, se llega a downtown y su afluencia de turistas. El Carneggie Hall —pomposo y recargado— es casi el opuesto de la Avery Fischer pero presenta a violinistas consentidos de la Deutsche Grammophon como Joshua Bell, Isaac Perlman (que expresa el Saint Saëns más dulce) y la increíble Anne Sophie Mutter (seguramente la intérprete con más brillo del concierto de Mendelssohn).
La comida de esa parte de la ciudad es como su ambiente, pasajero, salvo en el Russian Tea Room de la 57st, fundado hace casi cien años. Aunque recomiendo más el Petrossian, por ser más ligero y donde con menos de cien dólares se puede tomar una copa de champagne con blinis, crema, huevo duro y una cucharadita de caviar. No se debe menos antes de escuchar a un ruso como Evgeny Kissin, cuyas partituras tuvo la bondad de revisar conmigo el pianista mexicano Juan Pablo Horcasitas. Él y su amiga, Alondra de la Parra, estudiaron en una escuela unas 70 cuadras más arriba, la Manhattan School of Music, en la 122st casi esquina con Riverside Dr.
Los recitales de esa escuela eran gratuitos y, mejor aun, se podía entrar a las prácticas entre semana e incluso a alguna master class. Así, solitario en las butacas salvo por un indigente guareciéndose del frío (a los norteamericanos no les gusta lo que no pagan), asistí a un curso que el director Kurt Masur impartió a directores aspirantes, entre ellos la mexicana. Armado de un sándwich y una pachita, vi y escuché a este director llevar a la orquesta como si se tratase de un solo instrumento, mostrando y contrastando matices de la obra que practicaban (Brahms) con un giro de su batuta. Era como leer traducciones distintas de un mismo texto.
La música es como la comida en una cosa: entre más se practica más se disfruta. Nunca tocaré como mi amigo Juan Pablo, pero gracias a sus lecciones puedo apreciar el arte de cada dedo y tecla con el que Vladimir Horowitz interpreta a Chopin. Tocar para escuchar mejor. Desde una perspectiva puramente estética, cocinar también es aprender a apreciar la comida.
Según la RAE, rumiación acepta una definición gastroenterológica (masticar por segunda vez el alimento que ya estuvo en el depósito que a este efecto tienen algunos animales) y otra psicológica (considerar despacio y pensar con reflexión y madurez). Si algo nos dio el COVID-19 fue una segunda oportunidad para recuperar el apetito por personas otras que nosotros mismos y por el mundo exterior. Con un poco de suerte, tal vez también nos dé perspectiva suficiente para ver las cosas con renovada claridad…recordemos que la música no es lo contrario del silencio sino del ruido. Esperemos eso y más, a que reabra nuestra sala Neza. EP
1 El neurólogo es famoso por el episodio de “Despertares” con pacientes en letargos o sueños que duraban años e incluso décadas, una pandemia terrorífica de hace un siglo. Varios siglos antes, Pitágoras teorizaba sobre curar enfermedades con su “cama musical”.
2 Por alguna razón, la sala del Avery Fischer alberga a una proporción notable de miembros de la gran generación. Una vez una compañera de butaca me dijo, “yo aquí vi a Glenn Gould”, y hay que recordar que este pianista torontés hizo su última aparición en vivo en 1964. La sala de ópera de al lado, con su pintura de Chagall, parece albergar a gente más joven (y eso que los precios son significativamente más caros).
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