Algo de historia crítica “Viejas como el miedo, las narraciones fantásticas son anteriores a las letras”, nos dice Adolfo Bioy Casares al inicio del “Prólogo” que acompaña la ya clásica Antología de la literatura fantástica de 1940. Publicada en colaboración con Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, esta primera edición inauguró una verdadera batalla en contra del […]
AGOSTO: Frente a las puertas de lo irresoluble: la literatura fantástica
Algo de historia crítica “Viejas como el miedo, las narraciones fantásticas son anteriores a las letras”, nos dice Adolfo Bioy Casares al inicio del “Prólogo” que acompaña la ya clásica Antología de la literatura fantástica de 1940. Publicada en colaboración con Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, esta primera edición inauguró una verdadera batalla en contra del […]
Texto de Alejandra G. Amatto Cuña 06/09/18
Algo de historia crítica
“Viejas como el miedo, las narraciones fantásticas son anteriores a las letras”, nos dice Adolfo Bioy Casares al inicio del “Prólogo” que acompaña la ya clásica Antología de la literatura fantástica de 1940. Publicada en colaboración con Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, esta primera edición inauguró una verdadera batalla en contra del realismo imperante en la tradición literaria de nuestro continente y propuso a sus lectores, como señalaría años más tarde Borges, un nuevo amor: “el amor de la literatura fantástica, harto más verdadera y más antigua que los remedos del realismo”.1
Afirmar que la esencia de lo fantástico, como lo hicieron estos tres maestros del género, era anterior al mundo de la escritura, implicó en la década del cuarenta, sin duda, una fuerte declaración de principios estéticos que, bajo esa categorización, podría presuponer, para cualquier lector contemporáneo, el temprano reconocimiento de este género dentro del canon literario universal. Sin embargo, la situación de la literatura fantástica por aquellos años era otra. La compilación de los tres argentinos —especialmente reforzada por la figura de un irreverente Borges, que ya se anticipaba como maestro del tema— impulsó una revisión y, en cierta forma, un descubrimiento de lo fantástico para gran parte de una nueva comunidad lectora latinoamericana que estaba plenamente tendida a los pies de la narrativa realista.
La aparente desatención crítica que recibió la literatura fantástica durante un periodo prolongado (a pesar de poseer registros de sus orígenes escritos en nuestro continente desde el siglo XVIII) se debió, entre otros factores, a la gran dificultad que representaba la clasificación de varios de los textos que conforman el género. A esto se sumaba la perniciosa idea, dentro del mundo literario, de considerarla un tipo de literatura “menor” por su “aparente” desapego de los códigos realistas y de los temas sociales que imperaron a lo largo del siglo XIX y gran parte del XX.
En 1970 esta situación presentó un cambio significativo con la publicación del libro Introducción a la literatura fantástica, de Tzvetan Todorov, quien con la elaboración de su ensayo teórico sobre este género no sólo obtuvo la atención del mundo académico literario y de los lectores en general, sino que, a raíz de los comentarios expuestos en su trabajo, desató un profundo debate en torno a los alcances e importancia de lo fantástico, pues hasta ese entonces el género había sido poco apreciado por un gran sector de estudiosos. Este último aspecto es destacado ya que, gracias al diálogo intertextual sobre el tema que entabla Todorov con otros autores, como Roger Caillois, Louis Vax y Pierre-Georges Castex, entre otros, podemos conocer diferentes reflexiones previas acerca de lo fantástico, su historia y su importancia para la literatura.
Todorov también se detiene en varios de los elementos que constituyen los conceptos principales de este género y aventura una posible definición del mismo, en contraste con otras dos modalidades narrativas que le son próximas: lo extraño y lo maravilloso. Se podría afirmar, incluso, que la exploración contemporánea de lo fantástico le debe a este autor de origen búlgaro su “puesta en escena” dentro del mundo de la crítica especializada y de sus lectores.
A pesar de que la Introducción a la literatura fantástica contiene afirmaciones muchas veces discutibles, no se puede dejar de reconocer su enorme importancia, pues la aparición de este texto encaminó la discusión sobre lo fantástico desde otras ópticas, sobre todo en Latinoamérica. El análisis de las obras ya no se centraba en debatir sobre los posibles “temas” fantásticos que podían estar presentes en sus historias —algo muy característico de la época—, sino en analizar cuáles eran los mecanismos del montaje de estos textos que los convertían, certeramente, en relatos de corte fantástico.
¿Cómo se construye un texto fantástico y cuáles son sus límites con otros géneros?
Esta nueva apreciación propuesta por Todorov —cuestionada y discutida por otros autores en varios estudios que le precedieron— fue central, pues posibilitó marcar, en gran medida, cuáles son las principales características que definen a la literatura fantástica, en su sentido más tradicional, y la distinguen de otros géneros cercanos como la ciencia ficción y la literatura de terror.
En primer lugar, podemos denominar como literatura fantástica a todos aquellos relatos que están construidos bajo la premisa de una “ilegalidad” que irrumpe en el paradigma cotidiano de realidad de los personajes —también verosímil y familiar para el lector—, con el propósito de desestabilizarlo. En lo fantástico coexisten dos formas de mundos ficticios construidas con base en leyes lógicamente irreconciliables. Por lo tanto, la irrupción del suceso insólito no puede tener una explicación ni lógica, ni causal, ni científica, ni religiosa. En síntesis, el suceso fantástico no puede ser explicado por ninguna vía, pues en ese caso dejaría de serlo. Estamos ante las puertas de lo irresoluble, de allí el carácter fascinante de su naturaleza.
En segundo lugar, es importante destacar cómo se gestan en un relato fantástico las condiciones propicias para esta disrupción. Por un lado, es necesario que lo que hemos llamado “paradigma de realidad” esté fuertemente consolidado. Aquí es necesario realizar una aclaración pertinente: hablamos de “paradigma de realidad” y no de “la realidad” como tal, pues esta última representa un concepto inasible y complejo, que se transforma cultural e históricamente en cada sociedad. Por esa razón, la narrativa fantástica no cuestiona “la realidad” en sí, como un ente abstracto, sino su construcción única representada como paradigma.
Paradójicamente, y en contra de las apreciaciones de muchos de sus antiguos detractores —que la acusaban de ser “simple”, “lúdica” y “evasiva”—, la literatura fantástica es uno de los géneros que más requiere del encumbrado concepto de “realismo” literario porque su finalidad es precisamente desarticular ese principio del realismo para romper subversivamente con él. En resumen, cuanto más “realista”, desde el punto de vista literario, sea el contexto de la historia, más abrupta será la irrupción del suceso insólito que implica lo fantástico. Pero esto no se logra de una manera simple; los relatos fantásticos están cimentados, al menos, en dos elementos estructurales muy importantes: los indicios y las modalizaciones.
El primero de ellos, el indicio, es un recurso al que no sólo apela lo fantástico, sino que también está muy presente en el género policial clásico, pero, como se verá, su empleo y finalidad son diferentes. Se trata de una serie de “pistas” que la narración va dejando en su camino textual para preparar la presentación del hecho insólito. Son señales enigmáticas en su individualidad pero que, de manera colectiva, trazan un mapa para el lector sobre el paulatino enrarecimiento de la atmósfera de la historia. Rara vez las percibimos en un primer acercamiento al texto, pues otra característica del indicio aplicado a la narrativa fantástica es que, con frecuencia, nos obliga a una relectura. Siempre encontramos algo nuevo cuando volvemos a repasar un relato perteneciente al género que nos ha dejado perplejos y en el más absoluto desconcierto. Además, técnicamente hablando, el mejor de los indicios es aquel que, una vez presentado, se oculta de inmediato.
Una de las variantes fundamentales del empleo de este recurso en la narrativa policial, a diferencia de la fantástica, radica en que el indicio sirve en ella, generalmente, para conducir al lector hasta el culpable del crimen y develar su modus operandi. Además, en el género policial podemos encontrar también, con mayor frecuencia, la inclusión de “indicios falsos”, sembrados premeditadamente en la historia para desviar nuestra atención como lectores hacia una hipótesis contraria de la verdadera.
Como segundo elemento estructurador tenemos a las modalizaciones. Los narradores de la literatura fantástica, tanto en primera (“Carta a una señorita en París”, de Julio Cortázar) como en segunda (Aura, de Carlos Fuentes) y tercera persona (“La quinta de las celosías”, de Amparo Dávila), suelen ser muy engañosos. Nunca relatan con claridad o exactitud lo que están viendo o percibiendo los personajes, y esto queda de manifiesto en expresiones textuales como: “creyó ver”, “me pareció escuchar”, “acaso sintió”. Siempre estamos, como lectores, en el terreno de la ambigüedad narrativa, de la inseguridad, y contamos con muy pocas certezas por parte de ellos. Por esa razón, éste también es uno de los elementos desestabilizadores que lo fantástico comparte con el género de terror.
Ahora bien, en el caso de lo fantástico, la modalización es irresoluble; en el caso de la literatura de terror, el enigma de lo siniestro, anticipado por la modalización, se confirma con la presentación del hecho terrorífico que produce horror en el personaje y, por tanto, devela la presencia de lo macabro. ¿Quiere decir entonces que un relato fantástico no puede provocar miedo? No exactamente. De hecho, son numerosos los textos fantásticos clásicos que producen esta sensación, por ejemplo los de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant, W. W. Jacobs y Horacio Quiroga. Pero lo importante que se debe destacar, para diferenciar en este punto a uno u otro género, es que la presencia del miedo y sus efectos en los personajes no es constitutiva del género fantástico —puede o no puede estar presente—, pero sí lo es del género de terror. Esto se observa con claridad en otros textos fantásticos de corte más moderno y menos tradicional, como “El mico” (en Una violeta de más, 1968), del mexicano Francisco Tario, que en ningún momento produce esa sensación.
En este punto, también podemos reflexionar sobre cuáles son los límites que se presentan entre la narrativa fantástica y la de ciencia ficción. En su sentido más tradicional, la ciencia ficción (o como algunos prefieren llamarla, “ficción científica”) comienza a gestarse, como tal, en la década del veinte del siglo pasado, aunque sus antecedentes en nuestro continente datan de finales del XVIII, con obras como Sizigias y cuadraturas lunares (1777), de Manuel Antonio de Rivas. A diferencia de lo fantástico, este género se basa, fundamentalmente, en la especulación y en la constatación. Los acontecimientos que postula son “posibles” gracias a los fundamentos de orden cientificista sostenidos por la física, las ciencias naturales y los cambios en un orden social futuro. Generalmente, en la ciencia ficción de tipo clásica, esta dimensión temporal futura es la idónea para la elaboración “imaginaria” de su narrativa, pero no es la única, ya que también pueden existir mundos alternos, incluso correlativos, situados en el pasado y en el presente. Los viajes espaciales, el traslado de la humanidad a otros planetas, las consecuencias derivadas de las imprudentes experimentaciones científicas como las mutaciones, los robots apropiándose de la Tierra o la presencia de extraterrestres, nutren temáticamente a esta literatura. El carácter cuestionador y crítico del orden social, que varios de sus autores le imprimieron sobre todo a mediados y finales del siglo XX, la vincula argumentalmente con un tipo de narrativa fantástica más moderna como la del argentino Adolfo Bioy Casares y sus emblemáticos textos: la novela La invención de Morel (1940) o el cuento “El perjurio de la nieve”, incluido en su libro Historias fantásticas (1976). Otros ejemplos contemporáneos, sustentados no en vínculos estéticos pero sí en preocupaciones temáticas, sería el trabajo de la escritora argentina Mariana Enriquez, admiradora confesa de Ray Bradbury —maestro indiscutido del género— e incluso prologuista de algunos de sus textos, o el libro de cuentos Las visiones (2016), del boliviano Edmundo Paz Soldán. A partir de estas relaciones entre lo fantástico y la ciencia ficción se postula, precisamente, un acercamiento de dos géneros que sostienen, en algunos casos, un vehemente discurso crítico acerca del mundo en el que vivimos.
Un apunte final: la literatura fantástica en Latinoamérica y en México
Relegada por décadas a una condición de supuesta inferioridad bajo los adjetivos de “evasiva”, “superficial”, “imaginaria” y, sobre todo, “no realista” —adjetivos literariamente peyorativos—, la literatura fantástica tuvo que librar una batalla tan vieja como sí misma y, a la vez, por momentos infructuosa, pues la pelea solitaria a la que se enfrentaba la enemistaba, como se dijo al inicio, con uno de los principios básicos que la constituyen: eso que difusamente llamamos “realismo”. Afortunadamente, las condiciones adversas que el género tuvo que afrontar, desde sus orígenes en varios círculos literarios, se han modificado sustancialmente. En Latinoamérica es prácticamente imposible señalar ya a la narrativa fantástica como una literatura marginal, algo que durante mucho tiempo se pretendió hacer creer. Las obras de autores destacados en nuestra tradición, como Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Felisberto Hernández, Clemente Palma, María Elena Llana, han contribuido sin duda a disminuir esa percepción.
En México, particularmente, existe una rica tradición fantástica que atraviesa al menos tres siglos y que tiene entre sus filas a escritores y obras tan importantes como “Lanchitas”, de José María Roa Bárcena; “La cena”, de Alfonso Reyes; Tiempo destrozado, de Amparo Dávila; “Historia de Mariquita”, de Guadalupe Dueñas; Una violeta de más, de Francisco Tario; Los días enmascarados, de Carlos Fuentes; El principio del placer, de José Emilio Pacheco; “La culpa es de los tlaxcaltecas”, de Elena Garro; Los sueños de la bella durmiente, de Emiliano González, y Nostalgia de lo recóndito, de Ana de Gómez Mayorga. Todos ellos no sólo han dejado marcas señeras para la literatura del continente, sino que inauguraron nuevos caminos estéticos del relato fantástico para nuestra propia tradición mexicana.
El rumbo emprendido por estos autores ha marcado, junto con la obra de Juan Rulfo —para algunos, fantástica, para otros, inserta parcialmente en el realismo mágico—, a las nuevas y jóvenes generaciones de escritoras y escritores mexicanos. Actualmente, contamos con los renovadores trabajos de Alberto Chimal, Manda fuego; Bernardo Esquinca, Demonia; Lola Ancira, Tusitala de óbitos; Édgar Omar Avilés, Cabalgata en duermevela; Iliana Vargas, Habitantes del aire caníbal; Miguel Antonio Lupián Soto, Efímera; Gabriela Damián, “Futura Nereida”; Rafael Villegas, Apócrifa; y Efraím Blanco, La nave eterna, entre otros. Es importante señalar que, salvo algunos casos particulares, la mayoría de estos escritores ha tenido que recurrir a la publicación de sus obras, ya sea de manera individual o en antologías, por la vía de las editoriales independientes, las cuales están cumpliendo una labor fundamental y necesaria para la difusión de las nuevas generaciones de narradores fantásticos en México.
Para finalizar, es importante hacernos una pregunta que retoma algunas de las reflexiones iniciales: ¿cómo se encuentra actualmente la relación entre los lectores, la crítica y la literatura fantástica? Por un lado, es trascendente destacar que existe un vínculo cada vez más estrecho entre esta narrativa y sus lectores. Esto lo podemos constatar no sólo en el aumento de ventas que se reportan, año con año, de los textos vinculados al género en las librerías de todo el país, sino también con el creciente interés de estudiantes y académicos que examinan lo fantástico a través de la elaboración de artículos de investigación, tesis, seminarios —como el de literatura fantástica hispanoamericana (SLFH) que funciona en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM—, coloquios, revistas electrónicas —como Penumbria— y las charlas con escritores, junto a las presentaciones de libros, que son cada vez más numerosas. Por otro lado, la relación de la literatura fantástica con la crítica mexicana continúa siendo compleja. En la actualidad, el estudio de lo fantástico se preocupa, fundamentalmente, por llegar a juicios certeros sobre cuáles son los caminos por los que transita el género hoy en día y la revalorización de autores fundamentales que habían quedado olvidados o injustamente fuera del canon. Un buen ejemplo de ello es el rescate editorial de toda la narrativa del escritor fantástico Francisco Tario, realizado por el investigador Alejandro Toledo, quien editó en dos tomos sus Obras completas para el Fondo de Cultura Económica. Esto ha permitido, naturalmente, el acceso de nuevos lectores a la narrativa del autor. También, en lo que va del año, hemos contado con los múltiples, y más que merecidos, homenajes conmemorativos por los noventa años de vida de la inmensa escritora zacatecana, Amparo Dávila, así como con la reedición de varios de sus libros.
Como se observa, hay muchos cambios dentro del espacio construido por autores, lectores y críticos que escriben, difunden, analizan y leen narrativa fantástica. Las puertas de ese inquietante universo literario están, hoy en día, más abiertas que nunca para acercarnos al irreverente cuestionamiento del mundo y sus contornos sociales más complejos. No debemos olvidar, como ya se ha dicho, que lo fantástico, desde sus inicios, lejos de ser un simple mecanismo de evasión de la realidad a través de la literatura, representa uno de los géneros que más férreamente la interpelan, cuestionando desde los márgenes de lo insólito el mundo en el que vivimos. Obras tan clásicas como las de E. T. A Hoffmann, W. W. Jacobs o Leopoldo Lugones, pasando por las más actuales como las de Mariana Enriquez o Samanta Schweblin, están allí para seguirnos recordando que la literatura fantástica es, ante todo, una narrativa de la subversión. De ahí el carácter fascinante de su naturaleza inasible. EP
1 Jorge Luis Borges, Obras en colaboración, t. II, Emecé, Buenos Aires, 1999, p. 6.