Nikola Tesla Yo fui fiel a la ardua vida de lo invisible, supe la carga secreta de los objetos, induje las virtudes de la corriente alterna e hice la luz por segunda vez. Rompí la noche con un foco y desvelé a los objetos presurosos por huir a las sombras. Todo es cuestión de apostar […]
F,L,M.: Poemas
Nikola Tesla Yo fui fiel a la ardua vida de lo invisible, supe la carga secreta de los objetos, induje las virtudes de la corriente alterna e hice la luz por segunda vez. Rompí la noche con un foco y desvelé a los objetos presurosos por huir a las sombras. Todo es cuestión de apostar […]
Texto de Elisa Díaz Castelo 18/04/17
Nikola Tesla
Yo fui fiel a la ardua vida de lo invisible,
supe la carga secreta de los objetos, induje
las virtudes de la corriente alterna e hice la luz
por segunda vez. Rompí la noche
con un foco y desvelé a los objetos presurosos
por huir a las sombras. Todo es cuestión
de apostar o retirarse y yo trabajé sin dormir,
galvanizado, por la certeza etérea de la muerte.
Hace mucho moría, hará ya tantos años
mis amigos pensaron que me había ahogado
en el río Maura. De alguna forma es cierto.
Mejor hubiera sido esa otra muerte,
no la añosa muerte agrietada
por el olvido y las patentes, no
la muerte blanca de un cuarto de hotel,
la dislocada muerte del forastero
que no habitó o muy poco los lugares.
Alimenté palomas. Durante años
recogí a las heridas y las cuidé
en mi habitación. La electricidad, esa
vida iluminada de los átomos, el magnetismo
y sus amperios, poco importan. Más esencial
que todos mis inventos, que los oleajes
de voces que hice viajar por el aire,
que el motor polifásico, la luz portátil,
circuitos y osciladores,
ha sido el artefacto de madera
que diseñé para sostener a mi paloma blanca
mientras se soldaban sus huesos
y recuperaba el vuelo. Nada mejor he hecho,
que por ella me juzguen.
***
Teoría del gran impacto
Mi cuerpo es un extremo del tuyo.
El instante rojo de mi nacimiento, el puñal
de la sangre, el gozo o el grito, el cuerpo
que se vacía, la placenta que conjuga
el rojo con la sombra. Es preciso reconocerlo:
dos cuerpos que fueron uno solo
no pueden tener un origen pacífico.
No pueden permanecer intactos.
Por ejemplo, la luna, que miramos
sin miramientos, desvestida:
te pregunté hace años cómo se había formado
y me dijiste que la Tierra atrapó en su gravedad
a ese cuerpo blanco y le dio un trayecto
y un destino. No es cierto. Mírala,
anónima y endeble, dada a romperse,
empotrada en la noche, vela
desde tu casa de ladrillos y yo
desde mi azotea, más lejana que nunca.
Somos demasiado parecidas.
Lo cual se explica a partir de un tercero
en discordia: un planeta errante, desvirtuado
de órbitas, chocó con el nuestro y se hizo añicos
en una colisión brutal que ya ha olvidado
el universo. De lo que perdió la Tierra
despedazada, carente de redondez,
se formó la luna, hecha de pedacería,
desbastada por giros y acrobacias.
Y las dos se sostienen, sin coincidir nunca,
apenas consonantes, apresadas
a una distancia por el abrazo
ambiguo de las órbitas, por una gravedad
mediana, diametral. Así nosotras
en las noches, nos hablamos
nuestras voces se tocan y se envuelven
en el cobre. Una será siempre
el centro de la otra, las dos
perfectas en su circunferencia
pero ausentes de sí mismas.
En nuestra piel se reparten tus células
y lo que me has heredado
aunque sea luminoso, me consume. ~