Retratos de cuerpo entero, acercamientos, cuadros anecdóticos, de género e históricos, paisajes. El escritor registra la identidad de un pueblo y una familia, la suya. Define, al mismo tiempo, su propia identidad. Busca preservar así “un mundo de costumbres antiquísimas” que estaba muriendo ante su mirada.
Páginas de profana devoción
Retratos de cuerpo entero, acercamientos, cuadros anecdóticos, de género e históricos, paisajes. El escritor registra la identidad de un pueblo y una familia, la suya. Define, al mismo tiempo, su propia identidad. Busca preservar así “un mundo de costumbres antiquísimas” que estaba muriendo ante su mirada.
Texto de Ignacio Ortiz Monasterio 21/05/20
A falta de otra mejor, usaré la palabra devoción. Éste es el sentimiento, me parece, que vertebra a Oriundos (Cataria, 2018), libro de Fernando Fernández. El escritor mexicano de madre y cuatro abuelos españoles habla en él de su familia y de sus orígenes. Lo hace movido a veces por el amor: a sus abuelos paternos, al tío abuelo avecindado en Gijón, al del asilo en Avilés… Pero sobre todo lo hace movido por la devoción. El amor de nieto, de sobrino-nieto, gobierna la relación con algunos personajes y el acto de retratarlos. La devoción —que es apego, entusiasmo, inclinación— gobierna por su parte la relación de conjunto, el contacto del autor con su ascendencia y los lugares nativos.
La devoción religiosa, pero también la secular que intento abordar aquí, se concentra habitualmente en unas cuantas figuras, tres o cuatro presencias que acaparan la atención, los trabajos y el desvelo del adepto, pero se extiende también por el tiempo y el espacio a otras personas y cosas, incluso las más groseras —como una taza de leche en la que flota naranja la grasa de unos chorizos—, con tal de que estén tocadas por cierta fuerza anímica.
Y como su hermano siamés, el amor, el impetuoso, con el que se confunde, la devoción discrimina. No hay devoción sin originalidad. La devoción llega lejos, pero poco puede lograr si primero no distingue. Elige su objeto de admiración, o es elegida por él, y lo singulariza. Lo declara único. Nada en el valle terrenal ni, perpendicularmente, en el arco de los tiempos, se asemeja a dicho objeto. Lo descubre diferente y, a fuerza de rendición y celoso escrutinio, lo modela diferente. Si algo logra la devoción es entrometerse en la identidad de las cosas, descubrirla, forjarla. Sin devoción no habría cultura.
La contraportada y la solapa del libro insisten en el tema de la migración. Lo mismo hacen las reseñas. La salida más o menos voluntaria de España, la distancia, el regreso, son sin duda asuntos importantes. Pero no los principales. Oriundos es un libro sobre la identidad. Lo que más importa al autor, lo que persigue y consigue vez tras vez, vez tras vez, es distinguir. La devoción que rige la relación de Fernando Fernández con su ascendencia lo fuerza a reconocerla, a discernir el conjunto y las partes. Oriundos proviene de la necesidad de identificar. Estos hombres y mujeres, esta aldea cabraliega, estos rumbos de la urbe americana, estos rasgos de carácter, estos giros del lenguaje, estos hábitos y mañas. Esto de aquí, específicamente, constituye el objeto de mi devoción, parece decir el autor. Éste es el mundo que adoro, el mundo de los Fernández, de los Bueno y los Santos originarios de Asiego, en la Provincia de Asturias.
Oriundos tiene que ser, así, un libro descriptivo. No se malentienda esto: entre una tapa y otra hay abundante narración, pasajes biográficos como los de los trabajos y los días espartanos de Santos, el abuelo, el patriarca en México; recuerdos prodigiosos como el del fallido encuentro entre Fernando niño, que iba en el camión escolar, y su abuela, de compras en el mercado sobre ruedas, a unos pasos apenas de él; escenas como la de las lecciones de geografía que impartía Tío Aquilino, el maestro de Asiego, en el robledal de Llambreña, los sábados de abril; relatos de médula mítica, fundacionales, como el del tatarabuelo Tío Vicente Fernández que “sobrevivió al asedio de unos lobos una noche al volver del llagar de Rijabar”, en Cabrales; anécdotas como la de la ocasión que llamaron a otro ancestro, Padre Santos, a pronunciarse sobre un conflicto de límites entre aldeas, por ser el vecino mayor en años y autoridad, o la de la forma como el escritor conoció, por mera casualidad, a Manolo Viejo Zubicaray, hijo de un antiguo colaborador de su abuelo, y los episodios de decepción, deudas y desinformación que descubre a raíz de ese encuentro.
Oriundos incluso ofrece suficientes elementos para armar la historia gruesa de las migraciones de la familia entre regiones, países, continentes. No quiere dejar fuera ni siquiera ese tallo que se apartó de los dos grandes ramales: el del primogénito del Tío Vicente Fernández que se mudó a Sevilla cuando todos se quedaban en Asturias o zarpaban a México. (El énfasis, otra vez, no está puesto en el trasplante sino en los atributos de las personas y cosas y en su pertenencia al grupo: de la prima andaluza dice Fernando Fernández: “…algo entre nosotros, acaso la confianza inmediata que se establece entre ella y yo, me hace asociarla a mi abuela Fernanda”.) Y da cuenta, asimismo, de la expedición, del “viaje a la semilla” que emprende el escritor, al principio tímidamente tal vez, lanzando preguntas vagas, después temeraria, desbocadamente, apostado en Asturias sin boleto de regreso. Aunque de forma imprecisa, Oriundos contiene la historia de la producción de Oriundos.
Pero estas relaciones de hechos ciertos y probables nunca aspiran a integrarse, así sea solamente en la percepción del lector, para urdir o cuando menos sugerir una narración cabal. Insuficientes y en cierta medida desarticuladas, no producen un efecto de sucesión general, ni de complicación y desenlace. No son manifestación de las fuerzas del destino o, si se quiere, del encadenamiento de las causas y efectos. No tienen, en síntesis, esa potencia motriz, esa progresión vital. Cumplen otros propósitos. Presentar, sin extremarlo, el periplo del autor hasta los orígenes. Introducir personajes. Delinear la relación entre dos o más de ellos. Desplegar, más que historias, experiencias críticas. Ilustrar. Caracterizar a la gente y los sitios principales. Sobre todo eso: caracterizar. ¿Qué sería de la devoción del autor si sus objetos no fueran reconocibles, únicos y al mismo tiempo atravesados por una savia común?
El mérito más grande de este libro está ahí: en la caracterización. Salgo de él, de su lectura, con ideas clarísimas, perdurables y complejas de quiénes han sido estos Guermantes cabraliegos. Me fascinan sobre todo, tal vez porque al autor también, los dos tíos abuelos. No sabría con cuál quedarme. Quilo el Viejo conmueve por su sino fatídico y los pozos de ternura que conserva a pesar del dolor y el aislamiento. La salida intempestiva de México “como consecuencia de un episodio confuso en el que perdió todo” añade al personaje un filo atractivo. Que transite del silencio sostenido durante la comida al gobierno de la charla, y que el tránsito lo marque un habano que se enciende, lo reviste de poder. Que diga y repita “Así es la vida, hijo. Así es la vida. ¿Qué le vamos a hacer?” lo humilla. Conviene, pues, echar mano de la noción de destino para representarlo. No lo sabemos de cierto pero al parecer alcanzó cumbres altas en México para luego sólo caer, como un héroe trágico, a las depresiones de la orografía asturiana. Sus comportamientos, a veces modestos, a veces señoriales, evocan esas distintas estaciones. El escritor reconoce en Quilo el Viejo un ánimo cambiante: “…casi nunca era el mismo. Un día estaba abstraído o melancólico; otro, conversaba con animación sobre un puñado de temas idénticos…”. Pero reconoce también una candidez nata, la del niño vivaracho que retrata la foto de la Escuelina, el mismo que, más de ochenta años después, se emociona cuando al fin puede propiciar el reencuentro del autor con una mujer de nombre Marisol.
Menos consumado, más inseguro, Florentino, el tío abuelo materno, tiende a la desmesura. Esté de buenas o malas, lleva todo al límite, sitúa todo en los extremos. Para él, no hay medias tintas: hay grados ínfimos y superlativos. El agua fría está helada. El agua caliente, hirviendo. Si un muchacho es flojo o carece de experiencia, no vale “pa trabajar”. Si cojea, es muy cojo. Florentino es drástico, se diría que intransigente: nadie tendría que vivir más allá de los ochenta. “A partir de entonces, solía decir, entra uno ‘en barrena’”. Categórico responde, si preguntan cómo está: “Como una casa, de las viejas, cayéndose”. No sin humor, asegura que ya no le quedan bronquios, solamente “rastrojeras”. Por llevar la barba de días y vestir “pantalones como de ropa de noche”, pide a Fernando Fernández que traiga consigo su documentación, no vaya a ser que de pronto lo arreste la Guardia Civil. Florentino alza la voz; exaltadas, sus palabras a cada rato merecen los signos de admiración. Otro rasgo distintivo, y que el escritor traslada a la página impresa con pericia, está en el acento. Más que a Quilo el Viejo, más que a Fernanda incluso, oír hablar a Florentino es un deleite. En su sonoro, estridente, castellano, que coloca los pronombres reflexivos tras los verbos, se cuela con frecuencia, como un aullido que ultima, como el ulular del viento, la vocal cerrada u. Creo que también se entrescuchan ecos idiomáticos e idiosincráticos de sus años en América. Al final de una sección, el escritor le pregunta de dónde es. La respuesta, graciosa y conmovedora, muestra bien ese talante contundente y esa habla: “Florentino, que nació en México y se fue de niño a España, y luego volvió a irse, y todavía más tarde volvió a volver, contestó: ‘¿Qué me voy a sentir?’ Y añadió, serio, como si el asunto no admitiera bromas, con la pronunciación de quien nunca salió de Asturias: ‘Me siento lo que soy: ¡mejicanu, mejicanu!’” A veces, Florentino trata mal al escritor. Tajante, agrio, incluso cruel, es también generoso, divertido, compasivo. Quizás a nuestro pesar, queremos al personaje, y por artes literarias que no me es dado nombrar, en el texto, en la relación ardua, áspera, extenuante entre el sobrino nieto y el tío abuelo se adivina sin remedio la devoción del propio Florentino por el mundo de Asiegu y su apego al escritor como un último y seguro refugio de dignidad.
Las páginas de Oriundos reúnen otros retratos, lo mismo en formato grande y pormenorizados, como los dos de arriba, que trabajos menores. Yo me fijé en Quilo el Viejo y Florentino, pero los que el escritor dedica a Fernanda y Santos, los abuelos paternos, en momentos diferentes de sus vidas, no son menos notables. Ella en sus días finales, fuerte todavía y de buen ánimo, desconoce su propio hogar y no atina a decir dónde se halla: ni en México, ni en Gijón, ni en Cabrales. Ella —incapaz de renunciar al arroz Covadonga, por apego patrio y religiosidad, pero incapaz también de tirar al bote de la basura la representación, una vez vacía la caja— ve inundada su cocina de recortes de la virgen. Él, Santos, en una de sus dilatadas caminatas por la Plaza de Uruguay, “…muy derecho, como revestido de una naturaleza estupenda, hecha para las ocasiones colosales”. Él de pronto en Veracruz, saldando con puntualidad londinense, a la hora y el minuto, una deuda de gratitud contraída hacía medio siglo. O la vista panorámica de Asiego (a la que da pie la imagen de la Escuelina famosa), que en un juego de fondos digno de un buen paisajista muestra lo mismo a la gente que el caserío y la región. O las hachas prehistóricas, conocidas en el medio de la arqueología como las del Depósito de Asiego, unas líneas solamente, pero significativas. O el Naranjo de Bulnes, pico de la más viva fantasía tolkiana…
No a un libro de microhistoria ni a una biografía familiar, aunque tenga algo de ambos, ni a una serie de relatos emparentados en distintos grados, menos aun a una novela. Oriundos se asemeja a un álbum de fotografías. La mayoría de las fotos son autosuficientes, constituyen objetos acabados en sí mismos (tanto así que el autor había publicado ya varias por separado). El conjunto, sin embargo, la galería entera, dista mucho de ser cabal. Entre las piezas hay huecos, grandes espacios en blanco. Las fotos, como ventanas, nos asoman al paisaje en retirada del pasado. Su número y variedad bastan para proponer una idea verdadera de ese tiempo huidizo, pero de ninguna forma vemos el campo completo. Nos atribulan los blancos; no deberían. Si las fotos (si los cuadros descriptivos) hechizan es porque flotan en lagunas de olvido. Un álbum es la solución del contraste entre imágenes y ausencia, el cero entre los números reales y los negativos. Sin esos blancos, Oriundos perdería mucho de su poder evocativo.
De manera insistente, y con sus habituales tildes categóricas, Florentino niega que el libro en el que trabaja su sobrino nieto pueda revestir ningún atractivo. “‘Lo que pones ahí es la pura verdad. Pero la prósima vez trae algo que no sea de la familia. ¡Eso no le interesa a nadie!’” Su censura llega a cobrar tintes devastadores: “‘¿Pa qué pones eso si nadie lo va a leer…? ¡Cagon la mar! ¡Eso nadie lo va a leer más que tú!’” Y en parte tiene razón. ¿Por qué habrían de interesarnos los retratos escritos y las sencillas historias de los antecesores por lo demás anónimos, y encima cabraliegos (cabra… ¿qué?), de un mexicano de apellido Fernández? Yo mismo que conozco al autor y lo considero mi amigo (valga esto como deslinde) me descubrí acometiendo Oriundos con cierta incredulidad. ¿Por qué debían importarme estas gentes, esta aldea enclavada en la serranía asturiana? Pero los fui conociendo, me encariñé con ellos; como el escritor, los identifiqué. Me paseé por un lugar, trepé sus pendientes calles, olí el interior medieval, me dio vértigo un tejado, miré al fondo el Picu Urriellu, invulnerable al tiempo, creí ver lobos. Y a los vapores de un café, al cuerpo de una cerveza, me senté más de una vez a la mesa con Fernanda, con Quilo el Viejo, con el tío Florentino, con el mismo Santos Máximo Fernández Bueno, y no quedé indiferente. Hice mía, en otro grado, la devoción del autor. No eran más que unos extraños. En esta galería escrita, los conocí y me importaron.
Tío Florentino: Fernando te desmintió. EP
Fernández, Fernando. Oriundos. Ediciones Cataria, 267 pp., México, 2018.