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Los ministros de Hacienda de
México merecen una memoria histórica equiparable a la de los grandes generales
y presidentes de la República; su quehacer, sin mucha luz y a veces en la
sombra, ha sido fundamental en el desarrollo económico y social de nuestro
país. Han tenido la responsabilidad de la conducción e instrumentación de las
políticas públicas de las finanzas nacionales, de sentar las bases y reglas del
quehacer financiero y económico, fuentes de la producción y del empleo, y por
ello de elevar el nivel de bienestar de toda la población. En este cometido
también han sido un vínculo de comunicación y negociación entre banqueros, los
empresarios y el gobierno. Así como se ha subestimado su importancia, también
se ha soslayado la importancia de los líderes y dirigentes de empresas del
sector privado y de la relación entre el gobierno y las fuerzas productivas.
Las generaciones actuales recuerdan la época dorada del “desarrollo estabilizador”, entre 1958-1970, años en los que Antonio Ortíz Mena fue responsable de la Secretaría de Hacienda. Durante su gestión se lograron crecimientos anuales promedio de la economía de 6.6%, con una inflación anual promedio de sólo 2.2%1. Gracias a sus políticas de gran estabilidad, el país mantuvo durante dos sexenios una paridad de $12.50 pesos por dólar y un incremento generalizado de los niveles de bienestar. La clave del éxito fue: “La cooperación [que] se procuró buscando articular, a partir de objetivos y políticas bien definidos, los diversos [incluso encontrados] intereses. Alcanzar esos propósitos entrañaba mover a las diferentes clases y grupos de la sociedad en una misma dirección. Todos aportaban su parte para lograr la meta común. Combinar el crecimiento económico con la estabilidad de los precios en un clima de paz social”.2 En este quehacer fue vital e indispensable el diálogo y la negociación con todos los actores sociales en la generación de riqueza: obreros, campesinos, trabajadores, líderes sindicales y especialmente con los motores de la inversión, empresarios y directivos de la banca privada.
La labor de Antonio Ortiz Mena tuvo como cimiento el extraordinario desempeño de un notable antecesor: Eduardo Suárez, quien tuvo las riendas de la economía y las finanzas del país casi doce años. Antes de ser titular de Hacienda, Eduardo Suárez colaboró con sus antecesores: Alberto J. Pani, secretario de Hacienda de Álvaro Obregón (1923-1924), Plutarco Elías Calles (1924-28) y Pascual Ortíz Rubio (1932), en la reforma monetaria de 1932 y en la Conferencia Económica de Londres, con el secretario de Hacienda Marte R. Gómez (1934) durante la presidencia de Abelardo L. Rodríguez en la emisión de bonos de caminos y en el Comité Internacional de Banqueros en las negociaciones de la deuda externa histórica. Durante la presidencia de Lázaro Cardenas, el secretario Suárez fue responsable, entre otros importantes logros, de la Ley de Instituciones de Seguros (1935), la revisión de la Ley del Banco de México (1936), de la Ley de Justicia Fiscal (1936), la instalación del Tribunal Fiscal y la creación del Banco Nacional de Comercio Exterior, ambos en 1937. Con el presidente Ávila Camacho promulgó la Ley Orgánica de Nacional Financiera (1940), la operación de la Compañía de Atenquique (1941), la reforma de la Ley del Banco de México (1941), creó una nueva Ley de Instituciones de Crédito y de Altos Hornos de México, ambas en 1942. Deja constancia de su gestión en sus extensas memorias: Comentarios y recuerdos (1926 -1946). Juzgue el lector su quehacer de su propia voz en tres aspectos trascendentales:
1. La Ley de Instituciones de Crédito antes de ser secretario de Hacienda y ya siéndolo.
2. La renegociación de la deuda externa histórica de México y de la de Ferrocarriles Nacionales de México y la de Petróleos Mexicanos, que en aquella época pesaba, aunque en menor grado ahora.
3. La expropiación petrolera, uno de los eventos
más importantes y trascendentales de la historia de México.
El papel de la comunicación: confianza, lealtad y
amistad
El secretario Eduardo Suárez
tenía excelentes relaciones de amistad y comunicación con los empresarios,
directivos y funcionarios de la banca y las instituciones de crédito, como se
aprecia en sus memorias. Destaca en ellas don Agustín Legorreta, director del
Banco Nacional de México, quien fue un factor fundamental en la elaboración de
las Leyes de Instituciones de Crédito y en la renegociación de la deuda externa
que normalizó y abrió el crédito externo de México, indispensable para su
desarrollo. Estas relaciones se extendían en todos los ámbitos: con sus
subalternos y colaboradores, académicos, intelectuales y compañeros del
gabinete. Privilegió en primer lugar la comunicación con los presidentes de la
república, quienes lo distinguieron con una confianza total que no procedía de
una amistad previa. Fue recomendado al general Cárdenas por el expresidente Emilio
Portes Gil, que desempeñó un papel clave en la defenestración del general y
expresidente Plutarco Elías Calles de su posición como Jefe Máximo de la
Revolución, desde la cual ponía, quitaba y tutelaba a los presidentes y
secretarios de estado, así como a diputados, senadores, gobernadores y jefes
militares de los estados. El presidente Cárdenas lo exilió y cambió todo el
gabinete. Eduardo Suárez conocía al presidente Cárdenas sólo de pláticas
sostenidas con él cuándo fungía como presidente del pri, con el propósito de obtener el apoyo y la aprobación
del partido oficial a la Ley del Trabajo, en la que participó don Eduardo
Suárez como abogado y experto en temas laborales. En su primera entrevista con
el presidente Cárdenas le externó “que se sentía, sin falsa modestia,
capacitado para el cargo, más creyó su deber comentar que lo superficial de su
relación previa no lo autorizaba a esperar la confianza que un secretario de
Hacienda necesita del jefe del país. ‘Estoy dispuesto a otorgársela’, fue la
respuesta del general. ‘Si se la pierdo se lo haré saber’. Y así se inició una
gestión de once años y medio”.3
De su relación con los secretarios homólogos en Estados Unidos refiere: “Cuando visitaba a los secretarios de hacienda de Estados Unidos que fueron amigos míos, por ejemplo el señor Morgenthau, que lo fue del señor presidente Roosevelt o el señor Snyder, que lo fue del señor (presidente) Truman, que tenían sus mesas limpias de expedientes y sus antesalas vacías, y tiempo para charlar apaciblemente con sus amigos, porque podía confiar para la resolución de los asuntos más delicados, llamémosle así, en el excellent staff, en el estado mayor del Tesoro americano”.4 No es que el secretario Suárez se quejara de su equipo, con el que tenía excelentes relaciones sino del
“…destino de todos los secretarios de Hacienda que han ocupado este puesto en nuestro país, o sea el trabajo intenso hasta las primeras horas de la madrugada, pues en México todo el mundo quiere tratar sus asuntos directamente con el secretario, y además una defectuosa y tradicional división del trabajo obliga a éste a ocuparse de asuntos que podría delegar en subalternos honestos y competentes. Esa delegación sí tuvo lugar, y por fortuna conté con algunos colaboradores distinguidos en los altos puestos, pero a pesar de eso yo tenía que trabajar directamente en asuntos de segunda importancia, pues así lo exigían las presiones de personas que deseaban resolución directa del secretario.” 5
Las leyes de instituciones de crédito
El andamiaje y la estructura del
sistema financiero y bancario se creo en la etapa posrevolucionaria, con el
establecimiento de leyes e instituciones en las que mucho contribuyó don
Eduardo Suárez:
“Inmediatamente después de la expedición de la Ley de 1932, el señor ingeniero Pani planeó proponer un vasto plan de organización crediticia; a este fin, me encomendó que, en unión de los señores licenciados Manuel Gómez Morín y Miguel Palacios Macedo, formásemos una comisión para elaborar una Ley de Instituciones de Crédito y otra de Títulos y Operaciones de Crédito. A esta comisión se agregó como secretario el señor doctor Uriel Navarro, que desempeñaba el cargo de director general de Crédito en la Secretaría de Hacienda. La Ley de Instituciones de Crédito fue elaborada en su mayor parte por el señor licenciado Gómez Morín y examinada después por algunos banqueros experimentados de la confianza del señor ingeniero Pani, principalmente por el señor don Agustín Legorreta, director general del Banco Nacional de México […] Esta ley, formulada de acuerdo con sólidos principios de economía bancaria, fue muy importante, no sólo por su perfecta formulación técnica, sino también porque estableció que todos los bancos del país tenían que invertir su capital y los depósitos del público —así como los recursos que tuviesen a su disposición— en valores mexicanos, y solamente se les permitió hacer inversiones en el extranjero para garantizar obligaciones que hubiesen contraído en moneda extranjera.” 6
La renegociación de la deuda externa histórica de
México
México inicia su independencia
con una abultada deuda externa que pesa e inhibe su desarrollo. Después de las
guerras de la Reforma, en 1861, el presidente Benito Juárez enfrenta falta de
liquidez y por necesidad decreta una suspensión de pagos temporal, que fue causa
de una intervención de Inglaterra, España y Francia con amenaza de invasión. Se
negoció con Inglaterra y España, pero las ambiciones coloniales de Napoleón iii impusieron por las armas al
emperador Maximiliano. Es hasta el porfiriato, en 1884, durante la presidencia
de su compadre el general Manuel González, cuando uno de los principales
impulsores de la creación del Banco Nacional de México, Edouard Noetzlin, logra
acuerdos y consensos con los tenedores de bonos. Estos acuerdos fueron la base
de las negociaciones de don Manuel Dublán, secretario de Hacienda del general
Porfirio Díaz quien, con apoyo de Noetzlin y del Banco Nacional de México, logra
en 1888 un acuerdo exitoso para consolidar la deuda y abrir las puertas del
crédito externo y contribuir al desarrollo económico del país.
Con la
Revolución se suspendieron los pagos y tratos; el nuevo gobierno buscó resolver
su incumplimiento y volver a ser sujeto de crédito, sin avances, hasta que
intervino don Eduardo Suárez:
Al reanudar relaciones con el Comité Internacional
manifesté al señor Lamont [presidente del Comité y representante del Banco
Morgan] que él siempre había tenido el deseo de que los fondos en su poder se
distribuyesen de acuerdo con los tenedores de bonos y con el gobierno de
México; que estábamos anuentes en reanudar las pláticas para llegar a un
convenio con los tenedores de bonos de la deuda directa y con los tenedores de
bonos de los Ferrocarriles Nacionales, siempre que se empleasen los bonos que
el Comité conservaba para ayudar a México en el pago de sus compromisos en la
deuda exterior, y que sólo serían elegibles para acogerse al convenio aquellos
tenedores de bonos que hubiesen autorizado al Comité a usar los fondos en la
manera indicada. Además argumenté que se excluyesen los tenedores de bonos que
se encontraban en la Europa central, dominada por los países del Eje —con los cuales nos encontrábamos en estado de
guerra—,
conforme a la recomendación de la Conferencia Internacional Americana sobre
sistemas de control económico y financiero de 1942, a la cual asistió don
Eduardo Villaseñor, director entonces del Banco de México. De esta forma nos
librábamos del pago de bonos por valor nominal de varios millones de dólares.
Además manifesté al señor Lamont que recordara que el mismo señor Morrow,
embajador de los Estados Unidos en México y ex socio influyente de la casa
Morgan, le había manifestado a él mismo, cuando se hizo el convenio con el
señor Montes de Oca, en el año de ´32 que era absolutamente injusto y poco
conveniente, tanto para el gobierno de México como para los tenedores de bonos,
hacer un convenio que estuviera fuera de las posibilidades de México el
cumplirlo; que, en consecuencia, yo estimaba que México podría pagar las
deudas, tanto de la deuda directa como de los Ferrocarriles, obligaciones estas
últimas que el gobierno asumía plenamente por haber expropiado éstos en el año
de ´37, y por haberlos administrado anteriormente, con las siguientes
condiciones:
1) Condonación completa de intereses caídos hasta
la fecha de la celebración, y
2) Conversión del principal de los bonos a fin de
pagar un peso por cada dólar americano.
Mucho trabajo costó convencer al señor Lamont de
que aceptara estas condiciones, pero al fin, ya cuando Estados Unidos había
entrado a la guerra, el señor Lamont me manifestó que estaba anuente en aceptar
los términos de mi propuesta en principio, y que creía poder convencer a los
tenedores de bonos, tanto americanos como ingleses, aunque dudaba de poder
convencer directamente a los tenedores franceses de aceptar términos tan
liberales, y me aconsejó que le pidiese al señor don Agustín Legorreta,
director del Banco Nacional de México, que se trasladara a París y usara la
gran influencia que tenía en el Banco de París y los Países Bajos,
representante de los accionistas que por muchos años lo fueran del Banco
Nacional, para que aceptaran la proposición del gobierno mexicano. El señor
Lamont, aunque, como he dicho, de modales de una finura irreprochable, era, sin
embargo, hombre altivo, pues creía y, con razón, que representaba al banco más
influyente de los Estados Unidos, y, probablemente, en aquella época, del mundo
entero. Debe haberle costado trabajo admitir que el señor Legorreta podría
lograr lo que para él era imposible en un asunto de carácter financiero. Hablé
con don Agustín y me manifestó que inmediatamente se trasladaría a París para
cumplir con lo que él consideraba un deber patriótico, y que haría todos los
esfuerzos necesarios para convencer a sus amigos de París de que aceptaran el
convenio propuesto por la Secretaría de Hacienda, agregando que este viaje lo
hacía en forma absolutamente desinteresada y que no cargaría al gobierno ni
siquiera sus gastos de traslado y de estancia en París durante el tiempo que
durase en hacer las gestiones. Los tenedores franceses anunciaron al señor
Lamont que apoyaban la aprobación del convenio en la forma propuesta por
nosotros. Los convenios son en sus detalles un tanto complicados, y pueden
conocerse en la obra del señor Jan Bazant; así sintetiza él los resultados del
Convenio de 1942:
“El monto total, que en el convenio de 1930 se estimó todavía en Dls. 274,669,270, se redujo de este modo a Dls. 230,631,974. Determinado así el capital, se propuso una quita de modo que México no pagaría sino un peso por cada dólar. A cambio de esto, México se obligó a pagar el capital reducido a elección de los tenedores en pesos o en dólares, a la paridad actual de 4,85, independientemente de que ella variara en el futuro. El monto de las obligaciones de México sería pues en moneda nacional de 230,631,974 pesos mexicanos. México cubriría intereses por el capital ajustado a una tasa que, considerando el total de las obligaciones, sería en promedio 4,35% anual.”7
Los intereses anteriormente vencidos quedaban
prácticamente condonados, pero para recoger los títulos expedidos de acuerdo
con el Convenio del ´22 y del ´25 se pagarían cantidades que fluctuaban entre
el 1% y un décimo del 1%, de suerte que, por los intereses, que montaban 278,901,366
pesos, se pagó para reducir el cash
warrants y scrips alrededor de
dos millones de dólares, que se pagarían íntegramente con parte de los fondos
en poder del Comité. El Convenio de 1942 redujo, pues, la deuda exterior
titulada directa de México a Dls. 49 560 750 o sea menos del 10% de su monto
original,8 de los cuales hay que deducir los bonos comprados
directamente en el mercado, los comprados a través del Chase National Bank, que
fueron remitidos a un precio inferior, y además deben excluirse los bonos en
poder de los ciudadanos del Eje, que quedaron fuera del convenio.
Con la deuda de los Ferrocarriles se hizo un nuevo
convenio en el año de ´46, sobre bases semejantes a las pactadas para la deuda
directa, con algunas variantes para aquellos tenedores de bonos que habían
conservado en sus libros el valor nominal de éstos, práctica seguida en
Inglaterra, para los cuales hubo necesidad de hacer dos planes, uno semejante
al de la deuda directa, el Plan A, y otro, el Plan B, especialmente diseñado
para el grupo especial de tenedores, pero ambos calculados en forma tal que de
hecho fuesen absolutamente equivalentes, para evitar que hubiese tenedores de
bonos que se inclinasen por alguno de los convenios por ofrecer alguna ventaja
financiera.9
La expropiación petrolera
Esta confianza basada en su
desempeño, honestidad y lealtad se expandió al grado de convertirse en un
consejero del presidente Cárdenas en los más importantes y graves asuntos. Sobre
el más trascendental, la expropiación petrolera refiere: “No era yo —en esos difíciles momentos— ni con mucho, el único consejero del presidente.
Este consultó, como era de rigor, a aquellas personas que podían darle
información y aun opiniones sobre los pasos que estaba tomando, pero puedo
afirmar que, por razón de mi puesto y de la confianza que me demostró el señor
presidente, estuve presente en los actos más importantes”. Esclarece en sus
memorias que “ésta no tuvo su origen en la vieja discusión acerca de la
propiedad del subsuelo y de las leyes petroleras que establecieron el uso y la
explotación del petróleo, sino que tuvo un origen meramente laboral”.10
Al inicio de la huelga petrolera el secretario Suárez se encontraba con su amigo el secretario Morgenthau y el subsecretario de Estado Sumner Welles en Washington, negociando un préstamo muy necesario. En estas entrevistas trató el asunto de la huelga, logró una postura positiva del gobierno estadounidense e incluso de su presidente. El secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, fungió también como secretario de Relaciones Exteriores, dados sus contactos y relaciones personales; el subsecretario Sumner le manifestó que las noticias de México eran alarmantes, ya que la huelga se prolongaba sin que se viera una solución pues la Junta de Conciliación y Arbitraje —cuya comisión presidia Jesús Silva Herzog, alto funcionario de la Secretaría de Hacienda— emitió un dictamen sobre los incrementos salariales y las prestaciones que deberían otorgar las compañías extranjeras a los obreros que los patrones consideraban muy difícil de cumplir y que ya se había interpuesto un amparo ante los tribunales federales. Don Eduardo recomendó que se enviará a negociar un alto funcionario de las compañías más grandes con capacidad de decisión. Se envió al señor Armstrong de la Standard Oil, quien adoptó una postura intransigente en las negociaciones. Después de un tiempo sin avance le solicitó al secretario Suárez una entrevista con el presidente, en ella:
“Habló largo y tendido con el presidente Cárdenas, quien le manifestó que estaba dispuesto a ayudarlo para llegar a una solución favorable para ambas partes, pero que él tenía como única base para hablar a los trabajadores la que había determinado la comisión de peritos nombrada por la Junta de Conciliación y Arbitraje, que había leído con gran cuidado el dictamen y que consideraba que estaba redactado con espíritu constructivo, se establecía que las compañías deberían pagar a sus obreros la suma de 23 millones de pesos en incremento de salarios y en prestaciones adicionales. También establecía que una cantidad mayor pondría en peligro la estabilidad financiera de las empresas. Que en consecuencia, si el señor Armstrong y sus compañeros estaban dispuestos a negociar sobre esa base, él hablaría con los trabajadores y les haría ver la conveniencia de llegar a un acuerdo. El señor Armstrong expresó que la cantidad que fijaban los peritos era totalmente inaceptable para las empresas, y en consecuencia no podía ser materia de discusión. El señor presidente manifestó que era la única base sobre la cual él podía intervenir, pues era un dato oficial recabado por personas competentes y de rectitud probada […] Concluida la conferencia, el señor presidente me dijo: “Ya ve usted que las empresas no mostraron ningún interés en llegar a un acuerdo con sus obreros. Por el momento voy a dejar pasar algunos días sin hacer nada, a fin de ver si los representantes de la compañías reflexionan sobre el asunto tan importante que tienen entre manos y para yo mismo pensar serena y fríamente el siguiente paso que debo dar”. Pasados algunos días el señor presidente me citó para que me presentase en su domicilio particular en Los Pinos. Esperé un poco en la antesala y vi salir del despacho del señor presidente al señor licenciado Lombardo Toledano, secretario general de la Confederación de Trabajadores de México, y a los líderes del Sindicato Petrolero. En seguida el señor presidente me invitó a que lo acompañara en su automóvil a que diéramos algunas vueltas por el Bosque de Chapultepec, para ponerme al tanto de lo que había determinado que debía hacerse y para que nos reuniésemos posteriormente con los miembros del gabinete presidencial, a quienes tenían reunidos. Durante el trayecto me pidió que explicara en su nombre al Consejo de Ministros todos los esfuerzos que se habían hecho para llegar a un acuerdo con los trabajadores de la industria petrolera y con las empresas; que la huelga estaba ya causando muy serios trastornos a la economía nacional y que no podía continuar así por tiempo indefinido, pues, como yo sabía, la industria y los transportes de México se movían principalmente con productos del petróleo, y que la huelga, de prolongarse algunos días más, tendría la consecuencia de paralizar la economía nacional; que en vista de la intransigencia de las compañías para negociar, no le quedaba más remedio que expropiar los bienes de las compañías petroleras en su integridad, y que había dado ya instrucciones a la Secretaría de Economía Nacional para que se preparasen los efectos correspondientes. Llegamos a Palacio, y en el salón de Consejo de la Presidencia de la República el señor general Cárdenas me dio la palabra para exponer lo que habíamos hablado en nuestro paseo por el Bosque de Chapultepec. Todos los ministros aprobaron la resolución tomada, y el decreto de expropiación fue firmado ahí mismo por el señor presidente y refrendado por el señor don Efraín Buenrostro, secretario de Economía Nacional, y por mí, en mi carácter de secretario de Hacienda. No me pareció conveniente que estuviese presente y diese su entusiasta aprobación el señor presidente de la Suprema Corte de Justicia. Yo creo que si queremos, como debe ser, que la justicia sea respetada en el extranjero, su más alta representación, la Suprema Corte de Justicia, tiene obligación de encerrarse con austeridad y dignidad dentro de sus altas funciones, y no compartir los acuerdos de carácter político-administrativo que eventualmente tiene obligación de juzgar en caso de ser requerida para ello.
El señor presidente Cárdenas se dirigió posteriormente a la nación en un vibrante mensaje cuya redacción encargó al señor general Francisco Múgica. Creo que la nación en su conjunto dio su aprobación a la audaz medida tomada por el presidente, y aun las clases más pobres del país contribuyeron con su óbolo personal para pagar a las compañías petroleras, contribución que en un principio se aceptó para no desairar la contribución de buena parte del pueblo mexicano, pero que era enteramente inapropiada para pagar los millones que deberían pagarse a las compañías petroleras. Posteriormente, el señor presidente rogó que se devolviesen estas cantidades aportadas. Tanto en el decreto expropiatorio como en el discurso del presidente a la nación se hizo patente que debía indemnizarse a las empresas no con fundamento en ningún precepto de Derecho internacional, sino en cumplimiento de la Constitución mexicana y de la propia Ley de Expropiación, que establecían que la propiedad privada puede expropiarse mediante el pago de una compensación a sus propietarios cuando así lo exija el interés público.”11
Al concluir su gestión como secretario
de Hacienda durante dos sexenios un periodista le pide a don Eduardo Suárez que
señalara sus principales satisfacciones. Respondió:
- El
haber podido sortear la grave depresión económica que amenazó al país después
de la expropiación petrolera.
- Haber
contribuido, allegando los recursos necesarios, para la importante obra
constructiva realizada por el gobierno con la colaboración privada durante los
dos períodos presidenciales en los que tuve la honra de servir.
- Haber
logrado implantar sobre bases sólidas el crédito interior del gobierno de
México, así como su crédito exterior, mediante arreglos favorables llevados a
cabo con nuestros acreedores extranjeros. A la fecha ha sido posible ya recoger
los frutos de esa política, los que sin duda aumentarán en el futuro.
- Poderme
retirar de la Secretaría de Hacienda después de once años y medio de servicios,
con una fortuna igual o inferior a la muy modesta que poseía al entrar.12
Su breve respuesta refleja
modestia en sus logros, así como sus valores, su carácter y honestidad.
Personas de su talla han hecho grande a nuestra nación.
Notas
- Wikipedia. Antonio Ortíz Mena, https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Ortiz_Mena
- Tello Carlos. “Notas sobre el Desarrollo Estabilizador”. Economía Informa núm. 364, julio-septiembre, 2010, Facultad de Economía, UNAM.
- Suárez, Eduardo. Comentarios y recuerdos (1926-1946), Ciudad de México, México. Editorial Porrúa, S.A. 1977, Presentación de Antonio Carrillo Flores, de Eduardo Suárez como “El conductor de las finanzas nacionales” pp. XXXI.
- Ibid., p. 305.
- Idem.
- Ibid., pp.186-187.
- Ibid., pp. 191-195.
- Ibid., pp. 54-55.
- Jan Bazant, La historia de la deuda exterior de México, 1923-1946. El Colegio de México, México, 1968, pp. 217-219, p. 270.
- Suárez, Eduardo, op. cit. p. 221, p. 270
- Ibid, pp. 261-271.
- Ibid., Suárez Dávila Francisco, Eduardo Suárez (1895-1976) Bosquejo Biográfico, pp. CIV.
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