Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Nadar la oscuridad
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Texto de Abril Castillo 26/10/20
“Todo arte de escribir es hacer una digresión
y después volver.”
Hebe Uhart
La palabra tantear quiere decir tocar poco a poco hasta llegar a algo.
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Cuando hace unos años fui a una terapia corporal, uno de los ejercicios consistió en cerrar los ojos y entender los límites del cuarto en el que estábamos, la terapeuta Ana y yo. Lo intenté de diferentes modos. Tocando las paredes y recorriéndolo como si con mis manos y mi trayecto trazara una línea que dibujara un cuadrado. Luego me acosté como estrella y fui haciendo contacto con los muros, el librero, una mesa. Fue como nadar en aire a oscuras, sin golpearme contra nada, reconociendo el límite de la habitación que me contenía y, con ella, de mi propio cuerpo.
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Una vez en el edificio de mi primer novio, cuyos pasillos y escaleras no tenían ni un gramo de ventanas y sólo estaban iluminados por focos con sensores, una vez en ese edificio, se fue la luz. No había celulares en esa época. Era 2002 o 2003. Si había celulares no eran lo que son hoy. No teníamos lámpara y cuando uno está a ciegas va sintiendo el espacio con el cuerpo. Y para sentir el espacio con el cuerpo hay que recorrer ese espacio lentamente, para no pegarnos contra lo desconocido. Así íbamos Fernando y yo, dando pasos grandes y muy separados del piso. Con el cuerpo un poco agachado, las rodillas medio dobladas, arrastrando los pies y tocando con la palma entera y el pecho y el mentón el muro mientras bajábamos escalón tras escalón; luego en cada descanso, no dábamos pasos, sino deslizábamos los pies separándolos uno del otro, hasta llegar al nuevo escalón. Fer vivía en el quinto piso y cuando ya íbamos por ahí del segundo, los focos se prendieron de golpe. La luz nos reveló a ambos con gestos exagerados, nos miramos como un par de mimos, el cuerpo dando pasos más grandes de lo habitual. Nos reímos mucho. Así se ve nadar en la oscuridad, pensamos. Y bajamos el resto de pisos trotando nomás.
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Desde que vivo sola hace quince años me gusta llamar a mi mamá cuando voy a cocinar algo. A veces es para pedirle recetas, pero muchas es sólo para estar con ella mientras hago esa actividad. Cuando vivíamos juntas, o cuando la visito, la cocina ha sido un lugar de largas pláticas. Ella casi nunca me deja cocinar a mí, así que yo me siento en los escalones de la escalera que conduce al que era mi cuarto, mientras ellas va y viene sacando ollas, ingredientes del refri, yerbas de frascos, y va preparando de comer. La escalera está en la cocina porque originalmente esa casa era de un solo piso. Era casa de mi tita (de mi abuela paterna), luego fue casa de mi papá, luego mi papá se fue y nos dijo a mi mamá, mi ermano y a mí que nos mudáramos ahí.
Cuando mi papá se mudó ahí, fue porque mi abuela se había ido a otra casa más grande en esa misma privada, pero al ladito. Y mi papá se arrejuntó con una novia porque se embarazó y tuvieron un hijo. Yo tenía diecisiete o dieciocho años y nació Patricio. Es raro porque nunca lo veo. Ahora él tiene como diecisiete años. Mi ermano de toda la vida es Tomás, al que sólo le llevo dos años, y a él le digo ermano (sin hache). Total que cuando nació Patricio coincidió con que mi tita se fue a vivir a una casa en la misma privada donde ya vivía mi tía Laura (su hija) y terminaron viviendo en esa misma privada también mi tita y mi papá. Mi papá se fue a vivir ahí, a la ex casa de mi tita, con Graciela y Patricio, pero luego se separó de Graciela, aunque ya le había empezado a construir un piso arriba para usar la parte de abajo como su despacho, y arriba puso dos cuartos: uno para Graciela y él, y otro para Patricio. Y como no estaba preparada la casa para otro piso, pues las escaleras las puso en la cocina, donde originalmente había otras escaleras más chiquitas que llevaban a un cuarto de servicio. Lo otro habría sido abrir un hoyo en el techo que conectara lo de abajo con lo de arriba, pero según dice mi papá, es mejor aprovechar lo que ya está, y como ya había unas escaleras en la cocina, pues ahí las sustituyó por las nuevas.
Mi papá es arquitecto y le gustan los materiales en crudo. La escalera está hecha de acero y esa es la escalera donde yo me siento mientras mi mamá cocina, aún a la fecha. Cuando mi papá se fue de esa casa y nos mudamos nosotros, yo me quedé con el cuarto de arriba (el que era de mi papá), mi ermano con el cuarto de Patricio y mi mamá con el cuarto de mi tita. Luego yo me fui y mi ermano se pasó a mi cuarto, así que el de Patricio se quedó como bodega y así sigue hasta la fecha. Después, cuando mi ermano se fue a vivir con Lilian (su pareja) el que había sido mi cuarto y luego de mi ermano, mi mamá lo volvió un cuarto de visitas. Pero ese cuarto desde hace unas semanas se ha convertido en el propio cuarto de mi mamá, porque hace unas semanas llovió súper duro ahí en el Pueblo de Los Reyes y en muchas colonias del sur, y su casa se inundó como medio metro y todo con aguas negras. Y la parte de abajo y el piso y los muebles, su cama y ropa y muchos documentos se dañaron. Y no puede vivir abajo aún, están ya fumigando y arreglando. Ahora mi mamá vive en ese cuarto que ha sido de todos, pero no simultáneamente.
Mi mamá está mal del corazón y nunca le ha gustado hacer ejercicio; así que me da gusto que ahora por lo menos tenga que subir y bajar esa escalera unas cuantas veces al día. Con mi gato Aparicio es igual. Tengo dos gatos: Parvana y Aparicio. Parvana está corriendo todo el día y le gusta jugar. Pero a Aparicio sólo le gusta estar acostado y comer. Isolda (su veterinaria, que es la hermana de Idalia, mi mejor amiga) me dijo que le pusiera la comida en un lugar muy alto donde le costara trabajo alcanzarlo. Así que ahora le puse sus croquetas en la parte de arriba de un ropero, al que solo puede llegar saltando sobre dos muebles. Y como todo el tiempo quiere estar comiendo, Aparicio sube varias veces al día y ya ha bajado de peso. Lo mismo con mi mamá, sólo que la dirección es al revés. Ella duerme y ve la tele arriba, y tiene que bajar por comida. Y la última vez que la vi, también la vi más flaquita y más rosada porque sube y baja varias veces al día, sube y baja por esas escaleras de metal que hizo mi papá. Y esas son las escaleras donde yo me siento mientras ella cocina, y platicamos por horas de cosas, yo le platico o ella me interrumpe. Y es con mi mamá con quien tengo las pláticas más fluidas. Luego yo lavo los trastes y ahí ella se sienta en un banquito y seguimos platicando. No dejamos de hablar ni un minuto en todas mis visitas, ni cuando vemos la tele, ahí seguimos comentando en vivo las series o películas que estemos viendo.
Así que cuando estoy sola en mi casa y me pongo a cocinar, me gusta llamarla y me conecto los audífonos para tener las manos libres, y voy picando la cebolla y el ajo, y le voy haciendo preguntas al margen de si lo estoy haciendo bien, y de qué cuánto le echo de esto o del otro. Y es como si ella estuviera sentada en la escalera platicándome, mientras esta vez yo cocino. Y cuando le pregunto por cantidades, ella no me sabe decir; me dice que más o menos un puñito, o que le vaya poniendo pizcas y probando. Y le pido que me dé cantidades, que por qué no me pasa la receta exacta, pero ella dice que la cocina no funciona así. Que cada quien tiene que encontrar su propio sazón. Y con el paso de los años, he visto que tiene razón. El otro día mi amigo Aldo nos contó la historia de la fonda que tenían sus papás, y que la señora que cocinaba ahí tampoco sabía nada de cantidades, pero él la observaba y las iba anotando. Y que cuando intentaba replicar esas recetas, no le salían. Así que llegó a la conclusión de que el sazón no está en las cantidades, sino en la mano que arroja los ingredientes a la olla. EP
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