Más que una casa

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 23/12/20

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 9 minutos

Ya me perdí, gritó Miguelito, un día que fue a nuestra casa de Morelia. Eso me cuenta mi mamá. Veo los planos de esa casa que diseñó mi papá, una serie de dibujos engargolados, piso por piso, hechos en acetato, como si por un momento los techos y los muros fueran transparentes, como si la imaginación permitiera físicamente atravesar con la mirada el más allá, lo que está ahí pero no se logra ver. 

¿Así será también imaginar el futuro: atravesar con la mirada el muro del presente para que se transparente el porvenir?

En cada piso de la casa de Morelia, además de las escaleras dibujadas, hay notas y marcas constantes que dicen sube o baja. No sé si el orden de lectura del croquis se haga a reloj o a contrarreloj. Se trata de una construcción circular. Hay desniveles en todos los pisos. Además de que la variedad de pisos es en sí misma un desnivel. 

¿Cómo era la entrada?, me pregunta Santiago. Como si la respuesta fuera a pegar todos los pedazos.

La entrada, le empiezo a contar yo, era un portón rojo de metal, que seguía intacto cuando en 2016 volví a Morelia, me paré en el terreno baldío de enfrente que al parecer nunca se vendió, y miré mi casa. Desde ese montículo de ese terreno fértil no sólo se ve ese lugar donde crecí, mi casa verdadera, sino toda la ciudad hacia abajo. La casa está construida en la subida de una loma. La calle se llama Real Camelinas, en honor a esas flores que en el DF llamamos buganvilias, pero que allá son más rosas, más brillantes, más de fuego.

Cruzando la entrada estaba una cochera, a la izquierda una construcción pequeña, casa de huéspedes pero más bien siempre fue el despacho de mi papá. A la derecha el jardín que empezaba y rodeaba toda la casa. Todo ese espacio bardeado, un pequeño paraíso en medio del caos de la ciudad. Y la construcción junto con el terreno se iban con la loma hacia abajo frente a ti. Así que en la entrada lo que veías era una casa de ladrillo hundida en un jardín, como si estuviera en un jacuzzi de pasto. Lo primero entrando eran dos árboles, uno mío y uno de mi hermano. Mis papás sembraron un árbol cuando nació cada uno de sus hijos, y sólo tuvieron dos. Ahí, de pie en el portón pero ya adentro, podías ver una camioneta pick-up amarilla y una Caribe blanca de dos puertas, y escuchar a los perros ladrar, tres pastor alemán: Crisis, Candy, Grillo. Y siguiendo el camino de concreto sobre el que los coches se estacionaban, una vereda serpenteado te conducía hacia la casa, ibas bajando y bajando sin un solo escalón. Yo aprendí a caminar descalza por ese camino, a pesar de que estuviera caliente, a pesar de que tuviera picos. 

¿Te querías quitar los zapatos en el coche y no ponértelos, no? Pues ahora aprendes a caminar descalza, me enseñó mi mamá a los tres años. Me dolieron tanto los pies mientras cruzaba ese trayecto de unos cuantos metros que pensé que no podía más, pero al entrar en la casa me sentí más fuerte, como si acabara de aprender algo, desbloquear un nuevo mundo. Y lo seguí haciendo, y mis plantas se llenaron de callos y mis pies se volvieron fuertes, ya nada los dañaba. 

Me refería a la entrada de la casa misma, me corrige Santiago y yo le cuento cómo era habitar esa casa, le explico por qué mi amigo Miguelito a los cuatro años un día se encontró perdido cuando dio un mal giro de regreso del baño a la cocina.

La puerta de la casa era de madera pesada. Una vez en esa puerta machuqué a mi ermano; una noche queríamos salir al jardín y no estaba mi mamá, y mi papá nos cachó y yo solté la puerta y el viento la azotó contra el dedo gordo de Tomás puesto en el marco. No sangró, o no de todas partes; días después la uña se le fue poniendo morada y luego, negra. Yo igual desde entonces no soporto ver la sangre. Su dedo fue sanando, pero al cabo de unos meses se le cayó la uña y le fue saliendo una nueva. 

Vista de frente, desde la puerta, estaba la lavadora y cosas viejas que mi mamá regalaba en albergues. Ropa, juguetes. O que permanecían ahí, porque mi mamá postergaba eso de recolocar lo viejo. Recuerdo cuando encontré un triciclo con forma de pato que según se había llevado el Duende meses atrás y no entendí qué hacía aún ahí. El Duende era como el Santa Clós que inventó mi mamá, el que el 1º de enero nos traía regalos, a mí una muñeca de ésas que se les cierran los ojos cada año. 

Hacia la izquierda de la puerta, empezaba la casa. A tu derecha veías unas escaleras subir y un pasillo que se extendía hacia la luz proveniente de varias ventanas y un pasillo largo que más bien parecía un patio interior. Si en cambio, desde la entrada te ibas a la izquierda, encontrabas la cocina, a la que bajabas en un escalón, y luego un comedor de frente bajando un escalón más, al que le daba la luz del jardín. De pie parada en esa ventana se veían todas las luces de la ciudad, un mar de noche; ahí un día, en brazos de mi papá, como a los dos o tres años, dieron las doce de la noche, y mi papá me explicó que acababa de empezar un nuevo día y yo por primera vez entendí que el tiempo era algo que podías ver cambiar si te quedabas despierta lo suficiente. 

Si seguías por la derecha, había un acceso a un comedor más grande, bajando dos escalones y siguiendo por ese comedor, en el otro extremo del cuarto, había otro marco sin puerta que daba a la sala. Antes de que no tuviera puerta, estuvo bloqueada con una falsa puerta de madera, me imagino que durante un tiempo siguieron construyendo ese espacio, el que conectaría la casa en un círculo perfecto. Recuerdo a mi tito, el papá de mi papá, cargándome y diciendo: empuja; y yo empujando esa falsa puerta con menos fuerza de la que creí necesaria para derribarla, y ahí estaba por primera vez ante mis ojos un espacio que no sabía que existía y en él el comedor que aún está en casa de mi mamá. Recuerdo a mis papás peleándose una vez en ese comedor. Los dos sentados, los dos llorando, diciendo cada tanto alguna grosería. Yo aprendí a decir groserías desde los dos años, o antes. 

Los dos comedores tenían puertas de cristal corredizas, cruzándolas bajabas un par de escalones y llegabas a un patio exterior, con unas escaleras que conducían al jardín. Hay un video donde sale Tomás bajando esas escaleras mientras juega con un globo de colores, de ésos que no vuelan sino que golpeas contra tu mano con su cuerda de resorte. En el jardín había un árbol de plátanos dominicos, que son más dulces que los plátanos normales. Mi papá mandó a hacer una resbaladilla y unos columpios de fierro; esos juegos eran demasiado altos para nosotros y unos meses después les mandó cortar un poco las patas y ya los pudimos usar. El pasto del jardín siempre estaba crecido y a veces encontrábamos serpientes inesperadas. El jardín se extendía luego hacia arriba, recorriéndolo a contra loma, regresabas a la entrada. Por ahí corríamos por horas los perros, Tomás y yo.

Si desde el recibidor de la entrada, en vez de ir a la cocina, te ibas a la derecha, pasabas por un baño al que una vez corrí para comprobar si, como mi mamá decía, tenía los ojos rojos; pero no los tenía rojos, así que quizá la que mentía era ella. Desde el pasillo saliendo de ese baño entraba una luz muy bonita, ahí una vez me acosté con los hijos de Crisis cuando era cachorros y antes de que los dieran en adopción; teníamos vista al jardín que rodeaba toda la casa y del otro lado, hacia abajo, había seis escalones a tu izquierda que te conducía a la sala. Así que a la sala podías llegar lo mismo por la derecha que por la izquierda. Casa circular, un laberinto que conectaba todo con todo. Por esa escalera nos aventábamos mi ermano y yo hacia unos cojines gigantes que poníamos abajo. Una vez lo aventé jugando y lloró y mi papá perdió la paciencia conmigo mientras mi mamá había ido al súper. La sala estaba ahí, en ese espacio sumergido que igual no le faltaba luz, porque descendía junto con la loma del propio terreno. 

¿Por qué tantos desniveles?, me dice Santiago.

Porque así era mi papá por dentro, supongo. Y mi mamá. Y mi ermano y yo claramente así somos. Cómo no se iba a perder Miguelito o cualquier persona que no viviera ahí.

El piso de arriba era parecido: subías y te encontrabas con la recámara de mi ermano y yo, a la derecha llegabas a un estudio con un escalón arriba, y que adentro tenía unas escaleras que daban a un desván. Seguías y pasabas rodeando las escaleras, por un cuarto de tele, siete escalones más hacia un pasillo que era mi propio estudio de pintura, donde mi mamá me tenía un pizarrón y pinceles y vinílicas que usaba cuando de bebé me creía Diego Rivera. Y ahí de frente a dos escalones de desnivel, el cuarto de mis papás, con una chimenea por la que un día se metió un murciélago. Enfrente: su vestidor y baño y, al lado de mi pizarrón, otras escaleras que subían al mismo desván al que podías llegar por el estudio. Sólo el cuarto de mis papás tenía una puerta, todo lo demás eran espacios abiertos, separados y conectados por escalones y escaleras.

Empezabas a caminar por esa casa de Escher y aunque ibas bajando, cuando te dabas cuenta acababas en el último piso. Cúpulas en el techo, muros de ladrillo. Yo lamía esos muros a los tres años. Había uno rosa que con mi lengua pintaba de rosa oscuro, ahí al borde de esa escalera donde tiré a Tomás, en la sala. En la sala estaba el árbol de Navidad en diciembre y más al fondo estaba el tocadiscos, donde yo ponía canciones de Cri-cri o un vinilo que narraba historias de Disney, de Winnie Pooh y la Bella Durmiente. Mi papá me tomó una foto de espaldas, yo hincada en esa sala poniendo el disco. Mis pies sucios porque siempre estaba descalza. Pies de hobbit.

No he tenido más que una casa, dice Alfonso Reyes.

De sus corredores llenos de luna, de sus arcos y sus columnas, de sus plátanos y naranjos, de sus pájaros y sus aguas corrientes, me acuerdo en éxtasis.

De esa visión brota mi vida.

Recuerdo la foto de mis pies descalzos y me pongo a buscarla. La encuentro al fin, me imagino que algún fin de semana en casa de mi mamá. Aunque seguro no fue un fin de semana, sino una de las tres o cuatro veces que la he visto este año de pandemia. Vi los álbumes y la encontré casi a la primera. Le saqué una foto con el celular y sentí que era un poco quedármela. Guardé de nuevo el álbum en su lugar, en casa de mi mamá todo tiene un lugar y gracias a eso siempre encuentras las cosas. Nadie se pierde en casa de mi mamá.

Es raigambre de mi conciencia, primer sabor de mis sentidos, alegría primera y, ahora en la ausencia, dolor perenne.

Era mi casa natural, absoluta.

Mis ojos se abrieron a ella antes de saber que las moradas de los hombres son provisionales, que se trafica con ellas, se venden, se compran, se alquilan; que son separables de nuestro cuerpo, extrañas a nuestro ser, lejanas.

Las casas que después he habitado me eran ajenas.

¿Dónde te ves en 2033?, me pregunta mi ermano. Y la idea de ese futuro tan alejado me da mucha paz. 

Arrojada de mi primer centro, me sentí extraño en todas partes.

Vivo al día estos días con Santiago, resistiéndome a sumergirme en ese presente indoloro que es la cotidianidad y la rutina asumidas. Algo tiene que cambiar, incluso en estos días en que el mundo nos pide no movernos. Esperar a que pase esta guerra. Pero aún en el impasse, algo tiene que cambiar, porque no somos cadáveres y los vivos por definición hacemos cosas, nos movemos.

Lloro la ausencia de mi casa infantil con un sentimiento de peregrinación, con un cansancio de jornada sin término.

Me veo sobre el mapa del suelo, ligado a mi casa, a través de la sinuosa vida.

Su puerta parece ser la Puerta que anhelo.

Unidad primera, por ella he de medirlo todo.

¿Dónde te ves en 2033?, me dice mi ermano. Y yo le contesto en una inesperada sonrisa: ¿en España? No sé bien en dónde, pero ese desplazamiento me alivia de este presente que hay días que no soporto. Un sueño viejo que es un sueño de siempre, y de bote pronto, ante la pregunta de Tomás, pienso que quizá no ha caducado. Como cualquier tierra seca, sólo basta echar un poco de agua otra vez para que se haga maleable.

Cuando tenía catorce años, un día paseando por Plaza Loreto con Aurelia, mi mejor amiga, nos preguntaron de una revista universitaria que dónde nos veíamos de grandes. Yo dije que me volvería escritora y viviría en Madrid. Aurelia no recuerdo qué dijo. Pero sí recuerdo que invirtieron nuestras respuestas, la mía salía firmada por ella y la suya, firmada por mí. 

Sé que ella vivió un tiempo en España. Muchas veces pensé que era por ese error en la revista de tantos años atrás, quizá nuestras historias, lo que serían, se habían invertido; yo vivía su vida y ella la mía. 

Pero ha sido más bien por mi cobardía de irme. No me he ido nunca de mi país, y tal vez debería irme para después volver. Volver sea quizá la verdadera marca de identidad, de hogar que necesito. Ver mi casa de lejos, como se ve el pasado, como se ve un paisaje. Con la distancia que siempre nos impone un espejo.

De mi casa irradian las posibilidades y las tentaciones de mi conducta: estrella de senderos; nudo no disuelto, de la voluble voluntad de la vida.

Los seres que la habitaban eran los únicos necesarios.

Sus caras eran las verdaderas.

A veces se me olvida que los años no son sinónimo de muerte. A los 16 me sentía ya muy vieja para regresar al ballet, para iniciar una carrera como bailarina. A los 20 jamás pensé que podría volver a pintar. A los 36 no sé si podría aún irme a otro país un tiempo.

Paréceme que de aquella casa, preñada de destinos, deriva la vida de todos como en incurable corrupción: como derivan los ríos, hacia abajo; como caen los frutos, hacia abajo.

Si lo que haces no lo puede hacer un muerto es que estás viva, me dice mi ermano. Así que me levanto de esa cama entre cojines, esa cama donde murió mi tita, y me pongo a organizar mi vida. Pero antes que mi vida, mi casa. Tiro muebles, ordeno ropa. Y junto con mi casa, mi cuerpo. Cambio de dieta, dejo el alcohol por unas semanas, me levanto a hacer ejercicio todos los días, incluidos los domingos. Por algo se empieza, aunque nada dure para siempre.

¡Oh, vida en potencia, tú eras vida!

La vida en acción ya sólo es camino de la muerte.

¿Una muerta puede imaginar? ¿O necesita hacer de hecho las cosas para volver a la vida? EP

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