Libertad de movimiento en el país de las cruces rosas

Soy una de esas madres que insistió en que su hija sólo tuviera juguetes de género neutro, que pintó su habitación de verde y que eligió vestirla con pants y playera en sus primeros tres cumpleaños para que pudiera moverse a gusto. Los vestidos se enredan en los columpios. Tardé cuatro años en comprarle una […]

Texto de 22/11/18

Soy una de esas madres que insistió en que su hija sólo tuviera juguetes de género neutro, que pintó su habitación de verde y que eligió vestirla con pants y playera en sus primeros tres cumpleaños para que pudiera moverse a gusto. Los vestidos se enredan en los columpios. Tardé cuatro años en comprarle una […]

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Soy una de esas madres que insistió en que su hija sólo tuviera juguetes de género neutro, que pintó su habitación de verde y que eligió vestirla con pants y playera en sus primeros tres cumpleaños para que pudiera moverse a gusto. Los vestidos se enredan en los columpios. Tardé cuatro años en comprarle una muñeca, como si el pelo sintético y la ropa rosa, sus carriolas y sus babas, fueran un veneno ideológico que pudiera penetrar en mi casa. Mi hija, infinitamente más lista que yo, me ha enseñado que ser niña, vestir de morado y llenarse la cabeza de moños, no se contrapone con patear una pelota, con pegarle a la bola de revés o con saltar del trampolín dando una maroma. Los moños a veces le estorban cuando se pone la gorra de beisbol, pero en dos jalones, sin quitarlos, los acomoda. Mi fijación por los juguetes neutros pronto nos llevó a terminar en la Dirección cuando ella entró a una escuela grande: No juega con las niñas, no le gusta hacer pícnics, sólo quiere correr y patear una pelota, fue el diagnóstico de la directora. Sí, dije, ésa es mi hija. Es importante que se relacione con sus pares. Los niños también son sus pares, dije. Es importante que desarrolle identidad de género. Ella sabe que es una niña, insistí. ¡Pero no quiere jugar con niñas, hay que comprarle los mismos juguetes que las otras para que establezca lazos de género! No le gustan, expliqué. Hay que enseñarle a usarlos, ¿usted juega con su hija a las muñecas? No, ella pidió de cumpleaños un bat de los Gigantes y una pelota de softbol, jugamos a pichar en mi estudio, quien tire los libros de un pelotazo: pierde.

En el país de las cruces rosas se complica ser madre de una niña. México las devora, las mastica y, si hay suerte, las escupe. Es difícil pensar en ser deportista cuando hay que pensar en estar viva. Pero el deporte es también un arma, una afirmación y hasta una tabla de supervivencia. Nicolas Villedary, cineasta francés radicado en México, lleva un par de años trabajando este tema: cómo se cruza el deporte, en concreto el futbol, con la vida de las chicas mexicanas y qué implica esto para ellas en un país feminicida. Su proyecto lleva el título de A Level Playing Field, que yo traduzco al vuelo como: Una cancha pareja. Este filme documental tiene la intención de mostrar a tres deportistas mexicanas, Mónica, Charlyn y Greta, jóvenes futbolistas con el objetivo compartido de llevar a la selección de este país a la Copa Mundial Femenina de la fifa en 2019. Villedary sigue los partidos de clasificación y la pasión deportiva de las chicas, a la par que profundiza en las condiciones de violencia y desigualdad de género en los espacios de donde provienen estas jugadoras: Morelos, Estado de México y Baja California. Tres ubicaciones sinónimo de mujeres violentadas.

¿Cómo se forma una deportista en este ambiente homicida? ¿Qué hacen estas chicas para llegar a la liga mexicana, ser seleccionadas y pensar en la Copa del Mundo? ¿Cómo se escapa de la violencia de género para acercarse a un deporte dominado por hombres? Éstas son algunas de las preguntas que plantea el filme. Desconozco las respuestas porque Nicolas Villedary se ha topado con los mismos agujeros que han tenido que saltar sus jugadoras: el deporte femenil a pocos patrocinadores interesa. Su proyecto no ha encontrado patrocinio, la fecha de los partidos decisivos de Concacaf se acerca y, pasada la euforia del Mundial (el de hombres, claro), el apoyo se desvanece. Las chicas, de cualquier modo, continúan.

Yo misma he puesto el ojo en otros lados, he escrito sobre la lucha de las mujeres iraníes por entrar a los estadios a ver jugar a su selección; he leído todo sobre las gimnastas del equipo olímpico de Estados Unidos en su denuncia contra el médico Larry Nassar y el abuso sistemático al que las sometió; me he indignado al leer sobre la posibilidad de que las nuevas regulaciones del atletismo hagan que aquellas atletas que tengan una cantidad inusual de testosterona deban reducirla con medicamento, competir contra hombres en ciertos eventos o de plano abandonar el deporte que practican; he seguido la historia de las futbolistas de Zanzíbar que se quitan la túnica negra y se visten de amarillo para jugar sobre la arena; pero poco he pensado en las deportistas mexicanas, supervivientes por partida doble. Mónica proviene de Morelos, donde en 2017 el Centro de Derechos Humanos Digna Ochoa reportó a doscientas cincuenta y tres mujeres desaparecidas. Charlyn es del Estado de México, donde hubo trescientos un homicidios dolosos de mujeres registrados ese mismo año. Greta es de Tijuana, uno de los municipios más peligrosos para las mujeres.

Pienso en estas futbolistas alineadas en la cancha, las imagino en un 4-4-2, con la camiseta verde y los ojos en la bola, y veo cómo una a una se desvanecen, se esfuman y dejan vacía su posición en la cancha, no hay nadie que las cubra, un equipo de desaparecidas, un 4-4-2 de ausencias. Porque podrían ser ellas, podría ser yo, podría ser cualquiera. Es difícil entender por qué un filme con esta temática tan urgente no ha encontrado salida. Es difícil entenderlo, pero tampoco es que sorprenda. Son tantas las historias.

Todos leímos sobre Serena Williams y sus discusiones con los jueces, sobre los ridículos comentarios que se han hecho acerca de su cuerpo y sus atuendos. Y así, con todo y quizá por estas luchas, las hermanas Williams son un modelo que las niñas siguen. En mi casa, sobre mi mesita de noche, hay un libro que se llama Rad Women Worldwide, o Mujeres chingonas de todo el mundo, en mi traducción aligerada, escrito por Kate Schatz e ilustrado por Miriam Klein Stahl, en el que aparecen las Williams junto a Sor Juana y a Chimamanda Ngozi Adichie, por nombrar algunas al vuelo. Leemos la historia de una de estas mujeres cada noche. Sí, soy ese tipo de madre hinchapelotas y mi hija se queja de que todos los libros que le leo son sobre mujeres. Aun así le gusta la historia de las Williams y, cuando salen en la tele, las estudia tanto tiempo como su cuerpo hiperactivo le permite estarse quieta. El deporte de mujeres puede ser un espacio de protesta. Serena grita su feminidad en un traje diseñado para su cuerpo de postparto y mi hija la ve y dice: parece un caballo de carreras. Estoy segura de que no es la única niña que ahora quiere hacer ejercicio con batitraje.

Mi hija no es Serena Williams pero igual hace berrinches en la cancha, igual quiere jugar con ropa negra y gritar como guerrera. Ella puede porque tiene privilegios, sin saberlo. No tiene que atravesar tres lotes baldíos para llegar a una cancha de tierra donde cuatro equipos de hombres juegan una reta cada tarde. No tiene que aguantar los comentarios sobre sus nalgas ni es necesario que deje de jugar antes de que oscurezca para alcanzar a volver viva a casa. Yo soy quien piensa esto. Ella sólo juega. Yo quiero que cultive su cuerpo no para entrar en un canon de belleza occidental sino para que corra rápido y se escape. Quiero que sea fuerte para defenderse y que con la precisión de quien lanza unaslider pueda romperle la cara a un agresor. Quiero que vea a Serena en su cuerpo de postparto y aprenda que las madres también pueden ser un día caballos de carreras y al otro llevar un traje para El lago de los cisnes. Ella sólo quiere jugar. Y de eso se trata. Toda esa otra carga le es ajena. Ella quiere ser fuerte para batear un jonrón, quiere ser rápida para robarse segunda. Quiere ver a Serena para saber cómo mueve cada músculo del brazo.

Las mujeres deportistas llevan tanto peso extra que no sé cómo se mueven. Habría que irles quitando esa carga, que es más nuestra que de ellas. Las niñas pequeñas no piensan que son más débiles que los niños, eso lo aprenden. De nosotros, los adultos. Yo a mi hija la protegía de la sección rosa brillante de las jugueterías, y es ella quien me ha ido demostrando (sigo en el aprendizaje) que es de mi sesgo generacional del que, quizá, haya que protegerla. Que hay que dejarla un poco en paz. Mi hija se llama María y una maestra de su escuela la apodó Marie Curie porque le gusta hacer experimentos, pero ella quiere ser doctora o beisbolista, todavía no decide. Yo me inclino por el juego de pelota y por que, cuando le toque decidir, el ser mujer y estar viva no sea un asunto a considerar y lo único que importe sea su velocidad de piernas y su porcentaje de bateo. EP

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