Ariel Ruiz: ¿Por qué publicar
hoy un libro como el tuyo?
Aníbal Santiago:
Hace unos tres años yo había integrado muchas investigaciones. Originalmente
eran treinta y cuatro textos, de los que se sacaron quince, que tratan problemas
muy disímbolos, historias que yo sentía que pintaban bien a México. No eran
estrictamente noticiosas, sino que hablan de una época, de un país, y se pueden
leer ahora o dentro de quince años. Valía la pena integrarlas.
Sentí que la diversidad podía enriquecer al libro: hay
historias que tienen mucho que ver con la violencia, con el sufrimiento general
del país, con el hambre, con la delincuencia, pero también otras que son más
agradables, más digeribles, más felices. Quien lo lea se va a llevar una visión
de un México de muchos contrastes.
AR: Sobre esa variedad y esa diversidad:
¿cómo llegaste a estos temas? ¿Te los sugirieron, los encontraste?, ¿cómo diste
con el sabio de la refaccionaria, cómo llegaste a la Baby’O y con Jaime Camil?,
¿cómo conociste a las cocineras del hambre, por ejemplo?
AS: En
general son ideas que a mí se me ocurren. Estoy muy pendiente de las noticias
no tanto como un consumidor obsesivo, sino porque las notas duras dejan cabos
sueltos y yo voy tras ellos. Salió, por ejemplo, una lista de los pueblos con
más hambre del país. Vi que había uno en el Estado de México, muy cerca de la
Ciudad de México, y fui a ese pueblo a ver qué pasaba con las mujeres, que
generalmente son las responsables de dar de comer a sus hijos, y cómo resuelven
el problema del hambre: qué ocurre con sus hijos y cómo, con mínimos recursos,
alimentan de una manera más o menos regular a sus familias.
Sobre lo de la discoteca Baby’O: en esa época empezaron a
aparecer, por primera vez, cabezas humanas cortadas [en México]. Eso llamó mi
atención porque me impresionaba que Acapulco tuviera ese contraste: seguía
siendo el lugar de los poderosos y, por otro lado, el México sanguinario,
atroz, descarnado.
Me llevaba bien con las editoras de la revista Quién, a las que les dije que necesitaba
el teléfono de Jaime Camil. Así empecé a ubicar a los personajes emblemáticos
del jet set acapulqueño, y al mismo
tiempo que me trasladé al otro Acapulco. Así presento un relato en el que vemos
cómo conviven ambas partes.
Es escalofriante que a unos cuantos metros tengamos a esos
dos México tan distintos: el del placer, la ostentación, el lujo y el sexo,
catapultados a la n potencia, y el del
México real, terrible, tristísimo.
Así son mis historias: como ocurrencias y apuestas mías y,
cuando tengo la idea, voy a los lugares.
AR: ¿Cómo llegaste al personaje
que vende refacciones de coches de todas las épocas, y que conoce muy bien su
historia?
AS: La revista
Life & Style, de Grupo Expansión,
me envío a Cancún a hacer una crónica de un museo del automóvil antiguo. Hice
una crónica aspiracional, en la que hablaba de los modelos de autos, de su
historia y de la riqueza del museo. Para hacerla pedí ir a la parte del taller
para entrevistar a los mecánicos del museo. Al platicar con uno de ellos me dio
unas bujías originales de un Ford de 1920, y que no se habían abierto desde
aquellos años. Le pregunté cómo las había conseguido, y me dijo que había un
genio de las autopartes en Bucareli, un señor de casi 90 años que sabía toda la
historia del automóvil. Me dijo: “Te puede contar la historia de México a
través de los coches. Ha tenido contacto con personajes famosos y su
conocimiento es absolutamente enciclopédico. Es un personaje maravilloso”. Le
pregunté dónde estaba, y me dio la dirección.
Cuando volví a la Ciudad de México tras escribir el
reportaje del museo, el siguiente paso fue acercarme a la esquina de Bucareli
en la que me habían indicado buscar a este personaje. Es casi un personaje de
ficción: es increíble que un hombre así, con ese brillo y con esa cultura, con
tanta vida, exista en la Ciudad de México.
Siento que eso es lo que intenta mi trabajo: buscar los
personajes que los otros medios no van a buscar bajo ninguna circunstancia, y
encontrar la maravilla en esas historias perdidas.
AR: En el libro hay dos o tres
historias de pequeños pueblos, como las de los quince años de Rubí, las
cocineras del hambre y la fábrica de mezcal, que se desarrollan en comunidades
de 250 o 300 habitantes. Preguntaste a sus pobladores “¿Aquí qué ha pasado?”, y
te responden: “Aquí no ha pasado nada nunca”. ¿Por qué reportear en estos
pueblos?
AS: Cuando
fue lo de los 15 años de Rubí yo sabía que todos los medios iban a ir en masa a
cubrir la fiesta. Hay cronistas buenos, malos, medianos, pero finalmente todos
iban a hacer la crónica de la fiesta. Estuve machacando la idea: ¿cómo la cubro
de manera diferente? Y dije: voy a llegar a la cruda.
Entonces fui cuando ya había acabado; no tuve oportunidad de
ver nada de la fiesta, pero sí el basurero, la mendicidad, la pobreza. Vi donde
iba a ser el concierto, y vi que en realidad el pueblo era Laguna Seca, y me
lancé allí para ver qué había ocurrido. Después de una gigantesca fiesta, la
más famosa que ha tenido México en los últimos años, algo iba a pasar, habría
personajes, y yo lo iba a contar.
Me la jugué con un fotógrafo: nos fuimos, y llegamos a la
mañana siguiente a ese pueblito de San Luis Potosí. Descubrí que ni siquiera
podía guglear mucho Laguna Seca porque no había nada. Pues allí me metí a
entrevistar a quienes me iba encontrando en la calle, tocaba la puertas de las
casas, salían sus habitantes y unos me decían que sí y otros que no. Fuimos a
dar a la fábrica de mezcal, y fui a hablar con el patrón. Estuve allí mucho
tiempo y obtuve muchos testimonios. Así empecé a enriquecer mi idea. Y cuando
llegué a México ya tenía un crisol de personajes y de retazos de la realidad
como para escribir algo que fuera suficientemente complejo e interesante.
A mí eso me gusta y me maravilla de ese México silencioso,
que no aparece, que aparentemente no tiene nada que decir y que encierra
historias de película.
AR: ¿Qué idea de la violencia
te quedó después de relatar historias tan complicadas y duras, como la del niño
suicida, del propio Acapulco donde matan todo tipo de gente, de los profesores
de Iguala que son amenazados, del reportero de Ecatepec que registra
asesinatos?
AS: Sentí
una responsabilidad de que el libro también tuviera esa parte porque es un México
que no se puede hacer de lado. Está el de las comodidades y de una clase media
consolidada, en la que normalmente vivimos, pero es una ínfima parte de la
realidad nacional. La mayor parte de la vida transcurre del otro lado, con lo
que pasa en Ecatepec, en Iguala.
Entonces sentí un compromiso con mi país, por lo que me
tenía que acercar a esto. Tuve la sensación de mucho desasosiego, de
desesperanza. Queda poca esperanza de que las cosas cambien, o por lo menos de
que a mí me toque verlas cambiar; siento que van a ser procesos larguísimos
para ver un México distinto.
Vemos ahora el índice de homicidios y de violencia, y está
disparado en el primer semestre de Andrés Manuel; uno diría que entró con otro
ánimo y con otra voluntad, y pese a ello tuvimos los meses más violentos desde
hace muchos años. No me puedo abstraer de eso, y vivo con la tristeza de ver a ese
México terrible en el que se vive con feminicidios, pero al mismo tiempo
sorprendido de cómo hay gente que sí logra hacer sus pequeñas islas de alegría,
de compromiso y de lucha para que la vida tenga sentido.
Está el caso de Iván Montaño, el reportero de Ecatepec: cómo
se compromete con su trabajo, sin horarios, y cómo encuentra la magia en el
riesgo, que es algo que la mayoría no haríamos, y lo realiza convencido de que
eso quiere en su vida. Esto me parece increíble: él quiere seguir así, ver eso,
de lo cual informa y con lo que sacude a la gente. Así que son emociones muy
encontradas.
AR: Esa del reportero Iván
Montaño es una historia fascinante: un chico que empieza en el reparto de periódicos,
se vuelve cobrador y después toma una cámara y comienza a fotografiar y a
reportear. Ese pequeño universo, ¿que nos muestra de los problemas y
posibilidades del periodismo nacional?
AS: Veo
que los que viven bien son los privilegiados, los grandes opinadores, los
presentadores de noticias que son famosos, y después está la inmensa mayoría, a
la que veo empobrecida: periodistas que ganan muy mal. Para este libro viajé
mucho a provincia, donde los reporteros cobran tres o cuatro mil pesos
mensuales, que son dos sueldos mínimos para mantener a una familia. Justamente
en una columna que saqué en el portal de Este
País inicio hablando de los zapatos de los reporteros: rotos, desgastados,
con lengüetas dañadas… No tienen ni siquiera para comprar calzado. Me imagino
lo que será sostener una familia como reportero de un periódico en provincia.
A
esa pauperización, que me parece atroz y dolorosísima, se suma la violencia;
son gente que por vocación pone su vida en riesgo. ¿Qué tanto vas a investigar
si, aparte de que vives de una manera tan jodida, corren riesgo tu vida y la de
tu familia? ¿Para qué?
Veo
una profesión que está en el filo de la navaja: ¿hasta dónde informo?, ¿cuándo
ya no debo hacerlo?, ¿cuándo me la juego?, ¿esto puede molestar o no? Es como
si el periodista estuviera siempre ante el abismo: camino hasta acá y no doy un
paso más. Me acuerdo mucho de un libro que leí cuando empecé a ejercer de
periodista en 1995: Territorio comanche,
de Arturo Pérez-Reverte, en el que hablaba de que entre los reporteros de
guerra que cubrían los Balcanes, había que darse cuenta, intuir y advertir las
señales físicas de que ya se podía avanzar porque si daban cinco pasos más los
agarraba el fuego cruzado o explotaría un puente. Allí tu responsabilidad como
periodista es decir “hasta aquí. No avanzo más aunque podría tener la nota,
porque si no pierdo la vida”. Me parece que México se volvió un gran territorio
comanche donde todo es riesgoso.
AR: Otra vertiente de tus
historias: las autoridades casi no están. Esto me parece muy interesante. ¿Es
deliberado?
AS: Considero
que en nuestro periodismo eso es un problema grave desde hace muchos años. Los
periodistas son, muchas veces, personajes que estiran el brazo para grabar lo
que sea de un poderoso; eso es lo que se llevan a la redacción, eso es lo que
quiere el jefe y con eso viven. Transcribo declaraciones de poderosos y le
cambio las atribuciones: aseveró, manifestó, dijo, sostuvo, indicó, señaló… Es
el único país que hace eso; es como para disimular una labor periodística que
es vergonzosa.
Observo
que si abres los periódicos, aún hoy 70 por ciento son declaraciones de
funcionarios aburridos diciendo cosas aburridas, la mayoría de las veces mentiras
con su lenguaje retorcido, falso. ¿Cómo a la gente le puede interesar leer eso?
Eso es un problema de nuestro periodismo, pero hay que alejarlo y darnos cuenta
de que la riqueza y la maravilla están en otros asuntos, no en la transcripción
de declaraciones de la gente que tiene el poder.
AR: Pediste al reportero de
Ecatepec que te contara la experiencia periodística que le marcó. Quiero planteártela
a ti: de las historias que presentas en el libro, ¿cuál fue la que te marcó más?
AS: La
historia del niño de 10 años que se suicidó. En esa lloré; no me había pasado.
Cuando estaba escribiendo se me hacía un nudo en la garganta; pensaba: “Puta
madre, en México los niños se suicidan por el hambre, por las acusaciones contra
su padre por un crimen en el que al parecer no tuvo nada que ver, porque una
mamá se quedó sola, desamparada, sin su esposo y teniendo que cuidar a varios
niños prácticamente sin trabajo, en un pueblo perdido de Tlaxcala…”
Esa
historia dibuja al país; creo que se me va a quedar para siempre en la sangre. Dios
mío, qué México están recibiendo los niños. Fue la que más me dolió. La
reporteé días y días: iba a Tlaxcala y volvía una y otra vez. Faltaba esto y
aquello, e iba encontrando una historia en la que todo es sórdido: los
personajes, la realidad… Fue mucho dolor de ver que esto puede llegar a ser
México.
AR: Es una visión oscura,
ominosa, trágica del país. Ahora dime un personaje o una situación contada en
el libro que te dé la esperanza de que esto cambie.
AS: Es una
pregunta difícil, pero probablemente las cocineras del hambre. Si vieras lo que
es su pueblo: desolación en un cerrito del Estado de México, donde sus
habitantes están aislados y no tienen nada, ni agua.
Me
parece que esas mujeres tienen la genialidad, la lucha y el esfuerzo dentro de
ellas… Te das cuenta de que ninguna se queja del hambre. Ese pueblo es uno de
los más hambreados del país, y no hay una queja de alguna mujer que te diga
“pasamos hambre”. Te comentan: “Nos las arreglamos, y con esta semillita
hacemos tal, con esta plantita hacemos esto otro, reusamos tal cosa, y
aprovechamos las sardinas y las enriquecemos con tal cosa para que sea un
platillo delicioso”. No hay autoconmiseración ni lamentación de lo que les tocó
vivir.
Eso
me da esperanza: que en esas condiciones de vida ellas, con una dignidad
enorme, empujan la realidad para que sea algo mucho menos oscuro.
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