Cuota de Género: ¿Quiere conservar sus dientes?

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 22/07/19

Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 9 minutos

La historia de mis dientes es una historia de poco hilo dental y casi nulas visitas al dentista en los últimos quince años. Pero no siempre fue así. Mi relación con mis dientes solía ser bastante íntima y amorosa, y no sé en qué momento comencé a ser tan negligente.

El primer diente que se me cayó fue a los 4 años. Estábamos en una reunión familiar en mi casa de Morelia y había estado bailándome un canino por días. De un empujoncito con la lengua se cayó adentro de mi boca, lo escupí y se lo entregué a mi mamá. Como si, dueña de mí como son los padres a esa edad, le correspondiera guardarlo.

A mí nunca me trajo el Ratón de los Dientes. O más bien, eso decía mi amigo Miguelito porque, cuando a él se le cayó su primer diente y yo le conté que el Ratón te traía juguetes educativos, se decepcionó de que a él le trajera dinero. Y me dijo: A ti te ha de traer la Rata.

Fui a dentistas desde muy chica: a limpiezas anuales, a revisiones. Me quitaron casi todas las muelas del juicio. No sé exactamente a qué edad empezaron a llevarnos con los doctores Maritza y Toño, que compartían consultorio. Dentista ella, ortodoncista él, atendían en una torre que aún existe, ahí sobre Insurgentes y Mixcoac. Los primeros años fueron de consultas con Maritza. Estaba familiarizada con las radiografías de muelas, me enseñaron cómo cepillarme, nunca me hablaron en esa época del hilo dental.

Toño y Maritza eran hermanos. Aprovechando que mi hermano y yo éramos pequeños, trazaban un camino hacia el tratamiento de ortodoncia que nos daría años después Toño. Para ello, veían cómo venían nuestros dientes y si iban a caber bien o no. Como consideraron que faltaría espacio, programaron removernos varios premolares, o todos, a lo largo de un año. Remover la muela, ir a las curaciones. No poder tomar el licuado de la mañana con popote (¿por el vacío que se hacía?), comer una paleta Chemisse de coco con chocolate saliendo de ahí, comprada en la farmacia de abajo. Escuchar la historia de mi papá sobre su amigo que, luego de una intervención del dentista y de tener la boca anestesiada, se comió una torta de jamón y se masticó todo el cachete interno.

Nací con un colmillo fusionado a un canino. Cuando se me cayó el de leche, los dentistas pensaban que me saldrían normales los normales. Pero el normal, el que es para siempre, salió también fusionado.

Lo más emocionante de ir a ver a Toño y Maritza era el elevador. Su consultorio estaba en el piso 15 o algo así. La entrada hacia la sala de espera era oscurísima, llena de revistas viejas y otros niños expectantes del otro lado de una puerta que emanaba gritos que a veces nos hacían reír y otras agudizaban el silencio de una habitación donde una decena de personas no se conoce.

Cuando la puerta se abría, había un golpe de luz. Un pasillo que conducía a un espacio sin muros, con cuatro sillas de dentista viendo hacia la ventana: una vista espectacular de la Ciudad de México. El pasillo tenía también las oficinas de Toño y de Maritza, una cada uno. Ahí nos explicaban cosas antes y después de la consulta en su computadora. Ahí fijábamos la siguiente cita.

Pasaron los años de citas y anestesia y sangre, hasta que terminamos el tratamiento de remoción de muelas y llegamos con Toño a que nos pusiera frenos. Recuerdo que en esa época mi hermano y yo nos peleábamos siempre. Yo era cruel con él. Él quería ser mi amigo. Una vez Toño habló con nosotros en su oficina. Se levantó la camisa y nos mostró una cicatriz al costado de su panza: le había donado un riñón a un hermano.

Los hermanos son para eso: para salvar al otro, nos dijo.

*

He tenido brackets dos veces en mi vida. La primera fue cuando yo tenía unos diez años. La segunda, cuando iba en la secundaria. Nunca me quedaron del todo derechos los dientes, en parte por mi diente fusionado.

De los primeros brackets recuerdo pensar que era raro tener brackets tan chica, que aún no se me caían todos los dientes. Años después, en otra revisión, Toño sugirió ponerlos otra vez, ahora iba en la secundaria. De los segundos brackets recuerdo que me limaron mi diente fusionado de un ladito, que en realidad Toño me sugirió que era mejor separar mis dientes, volverlos dos. Que yo dije terminantemente que no. Recuerdo también que fue la época del divorcio de mis papás, que estaban en un estado de ausencia mental y cómo pasé unos nueve meses sin que me llevaran al dentista a dar seguimiento. Cuando llegaron a lastimarme los frenos, aprendí a ajustarme los alambres con unas pinzas de cejas. Al final, Toño me quitó los brackets porque si no iba a haber seguimiento, no tenía sentido.

Además, la mordida alcanzó a quedar bastante bien, dijo.

Recuerdo cómo entramos a su consultorio y le empezó a hablar a mi papá de religión y de que el matrimonio debe ser para siempre.

Hoy recuerdo a Toño como si fuera un cura.

*

Hace una semana fui al dentista luego de años de no ir a un dentista de verdad. Es decir, en mi defensa diré que fui a un par de dentistas, pero las visitas no rindieron frutos. Al primero fui porque me había quemado la lengua por usar sin querer un enjuague sin diluir. Al segundo, por lo mismo, pero también me revisó. Me dijo que estaba bastante bien, que sólo tenía un par de caries pequeñas que ni valía la pena tapar. Me hizo una limpieza y me dio la bendición.

Mi boca era un problema que sabía latente, pero que había decidido no ver.

A pesar de ser una persona que obsesivamente tiende la cama en las mañanas, procura dejar el trastero limpio en todo momento, va al ginecólogo una vez al año, es hipocondríaca como si fuera una religión, se psicoanaliza desde hace años, hace ejercicio regularmente, etcétera, lo cierto es que fui negligente con mis dientes.

Podría decir que es porque no tenía dinero.

Porque pasé muchos años yendo, y me harté de ir.

Porque me lavo los dientes dos o tres veces al día.

Porque a veces uso hilo dental y no me duelen los dientes.

Podría decir lo que sea, pero la verdad es que debí haber ido.

Idalia me recomendó con su dentista: Es la mejor del mundo, me dijo.

Pasaron algunos meses antes de que me decidiera a visitarla. Cuando hice cita, fue porque sentí una resina suelta y me empezó a desesperar. Lo verdaderamente desesperante es que sea una urgencia lo que me haga ir al doctor, y no un seguimiento antes de que llegue el huracán.

Carolina no tenía cita hasta dentro de tres semanas. Luego de insistir mucho, me hicieron un huequito en una semana. Me recibió con una gran sonrisa y un cuestionario bastante amplio, con preguntas pertinentes y otras que me descolocaron:

¿Usted se considera una persona saludable?

¿Cuántas veces va a orinar en un día?

¿A usted le interesa conservar sus dientes?

Entré a la sala de examen y la esperé. Frente a mí tenía una pintura con Sancho y Don Quijote, y abajo grabada en metal la siguiente cita:

*

Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante.

*

Me encantó conocer a alguien tan apasionada por lo que hacía. Sentía que Carolina y yo podíamos ser grandes amigas. Entró y comenzó a revisarme y, aunque deseé con todas mis fuerzas que me felicitara, que me dijera que todo estaba bien, sabía que eso era imposible.

Estás fatal de las encías, me dijo.

Comenzó a revisarme, a hablarme de la importancia de las encías en la vida. De mis algunas caries pequeñas. De cómo debía sí o sí usar siempre hilo dental. Empezó a picarme para ver cada cuántos centímetros sangraba.

Recordé cómo durante una época, cuando corría o jugaba futbol, la boca me sabía a sangre. Y cómo fui a varias citas con un cardiólogo porque pensé que me iba a morir de un infarto. Cómo mi tita me dijo que quizá era algo de la boca, y aún así no fui al dentista.

No es nada grave, me dijo Carolina, y no lo vayas a googlear, por favor, que te van a salir unas imágenes horribles. Pero si no empiezas a usar hilo dental y no cuidas tus encías, los dientes en unos años se te pueden caer.

Me habló del ácido de mi boca y el desgaste de los bordes.

Casi me pongo a llorar, pero me sentí fuera de lugar. Uno puede ser negligente y sonreír, pero alguien puede verte la boca y leerte por dentro mejor que un psicoanalista.

Comenzó a limpiarme en ésa, la primera sesión de varias, donde me iría componiendo la década que no fui al dentista. Todo me era familiar: los olores, el tacto con las máquinas, el enceguecimiento con la luz que te pega de frente, la técnica para ver tú también, con un espejo de mano, tus propios dientes reflejados en su espejo miniatura de dentista, el sabor a sangre.

Podría ponerte anestesia, pero veamos si aguantas el dolor; esta limpieza será más superficial, me explicó. Y luego: La próxima es más profunda y tiene que ser con anestesia.

Sentí el dolor con los ojos cerrados y me aguanté hasta que terminó.

Le di las gracias. Le dije que merecía ese dolor después de tanto tiempo de descuidarme. Me dijo que no dijera eso, porque eso la convertía en mi verdugo. Le dije que no la veía como mi verdugo, sino como mi salvación.

No se trata de usar el hilo dental intermitentemente, entendí. Es una actividad que durará para siempre.

¿Por qué en tu cuestionario preguntas si uno quiere conservar sus dientes?, me reí.

Pensarás que no, pero hay quien prefiere que se los saquemos, como deshacerse del problema. Es gente de otra generación, la nuestra siempre busca conservarlos.

*

(Spoiler alert)

El fin de semana leí un relato de Lucia Berlin, “Dr. H. A. Moynihan”. En él, una nieta asiste a su abuelo dentista durante unas vacaciones. El abuelo, además de dentista, elabora unas prótesis realistas y hermosas. Es un hombre bastante odiado por todo el mundo, borracho, grosero, racista y clasista. Pero se lleva bien con su nieta y con su moribunda esposa. Su hija lo odia también.

Una noche de domingo, el abuelo le pide a la nieta que lo acompañe a su taller. Le muestra la dentadura más hermosa que jamás haya visto.

¿La reconoces?, le pregunta.

Y ella, luego de fijarse mucho, se da cuenta de que es una réplica exacta de la dentadura de su abuelo. El abuelo le explica cómo, normalmente, para poner una prótesis, se remueve la pieza, se hace un molde, se genera la nueva pieza, y el paciente llega a que se la coloquen.

En ese tiempo, las encías ya se han cerrado por completo, le cuenta a su nieta. Pero yo pude hacerme el molde sin quitarme los dientes, porque tengo todo el tiempo y las herramientas necesarias. Y puedo quitarme los dientes y ponerme de una vez los nuevos, aprovechando que estás aquí, para no se cierre la encía.

Le pide a continuación a su nieta que le quite los dientes. Recrear la escena de caos, desmayo, borrachera, sangre por todas partes no vale la pena. Sólo por eso diría que lean el cuento. En algún momento el abuelo se desmaya, la nieta llama a su madre, la madre llega y se resbala en la entrada con la sangre del piso. El abuelo despierta y le dice a su nieta que qué están haciendo, ¡que no espere más y le ponga sus nuevos dientes!

La nieta los coloca. El abuelo toma el espejo y se mira feliz: borracho y ensangrentado, sonríe con sus nuevos dientes.

Todavía lo odio, dice la madre de la narradora en la línea final del relato.

*

Releo el cuento de Lucia Berlin y trato de entender qué metáfora hay detrás de esa escena que aplique a mi vida hoy. Qué simboliza la lógica del abuelo de hacerse antes sus prótesis dentales, de quitarse de golpe los dientes y en el mismo momento colocarse los nuevos, a pesar de la brutalidad.

Quizá sea eso, la reflexión general sobre el dolor: Si haces todo de golpe, antes de que se cierre la encía, el dolor sólo duele una vez.

No sé si con el placer pasará igual o si será todo lo contrario.

*

¿Quiere conservar sus dientes? Cuando leo la historia del Dr. H. A. Moynihan pienso que Carolina tenía razón al hacer esa pregunta.

En la introducción de Retrato de mi cuerpo, Phillip Lopate dice que las resistencias en la escritura hay que explorarlas; que, al llegar a algo que parece sin importancia o que duele mucho, no debemos huir, sino entrar.

Fui a todos los doctores del mundo para encontrarme bien, confirmarlo con ellos, pero evité ir al que realmente necesitaba ir.

Pienso en ese dolor de hace una semana y concluyo que lo merezco, que es natural que me pase. Lo veo como una consecuencia lógica de lo negligente que he sido por años. Un hilo de causas que derivan en una clara consecuencia aunque aún no se vea.

Igual que la diabetes.

La cirrosis.

Los infartos.

Perder los dientes, más valiosos que diamantes. Molino sin piedra.

Pienso en ir al dentista como un acto de morbo, en escribir esto como un acto de dolor y curiosidad. Y entonces recuerdo a una niña en los noventas, sentada al lado mío, niña también yo, en el consultorio de Maritza, retorciéndose de dolor, mientras se apretaba la entrepierna. Recuerdo pensar que ese dolor de dientes es tan fuerte y específico que casi excita. Que habita en un lugar donde se unen el dolor y el placer.

No quiero ver, pero conozco su dolor. No quiero sentirlo, pero disfruto el mío.

“Deseo descontrolado”, Joan X. Vázquez

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