Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.
Greyfriars' Churchyard, fotografía de David Octavius Hill y Robert Adamson (1843–47)
Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.
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Tiempo de lectura: 5minutos
A mis padres, con quienes tuve el gusto de visitar Edimburgo
Al poco tiempo de haber leído parte del libro Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios, de Mariana
Enriquez, tuve la oportunidad de hacer un viaje a la ciudad de Edimburgo, en
Escocia, donde, bajo el influjo de las crónicas de la escritora argentina, tomé
un tour de fantasmas que incluía una
visita al famoso cementerio Greyfriars Kirkyard, supuestamente
uno de los más embrujados del mundo.
Greyfriars empezó a funcionar como cementerio a
finales del siglo XVI. Algunos personajes famosos ahí enterrados son el poeta
Allan Ramsay (1686-1758), el arquitecto William Adam (1689-1748) y William Smellie
(1740-1795), compilador de la primera edición de la Enciclopedia Británica.
El tour que tomé dio inicio en los túneles
subterráneos de la parte vieja de la ciudad. Nuestra guía, una mujer
simpatiquísima de unos cincuenta años que iba vestida con un disfraz de la
época victoriana, y cuyo nombre, si mal no recuerdo, era Agnes, nos llevó a una
casa que por fuera lucía como cualquier otra casa de esa zona de Edimburgo,
pero que resultó ser la entrada a los túneles, a los que bajamos por unas escaleras
muy estrechas. Siglos atrás, esos túneles habían sido las calles originales de
la ciudad, sobre las cuales construyeron puentes y nuevas calles en el siglo
XVIII, pues la urbe había crecido tanto que se necesitaron más vías que la
conectaran.
En la oscuridad de aquellos túneles, Agnes nos contó
varias historias de fantasmas que allí se aparecen, como los de una familia
entera que murió de cólera ahí abajo luego de que su casa fue sepultada por las
nuevas construcciones y, al no tener a dónde más ir, se vio obligada a vivir en
esa lobreguez nada sanitaria; o el de un niño que fue asesinado por una vecina
que quería vender su cadáver a algún anatomista. También se aparece a veces el fantasma
de una mujer a la que ahorcaron por ocultar a su hija infectada de peste (la ley dictaba que los apestados
no podían permanecer en sus hogares y sus familias estaban obligadas a dar
aviso de que estaban enfermos para que fueran aislados). Los fantasmas de todos
ellos —dicen— vagan
por esos túneles y hay turistas que aseguran haber visto algo extraño o haber
sentido su presencia o incluso un golpe propinado por una mano invisible. Yo no
vi ni sentí nada más allá de un poco de nervios al pensar que estaba en un
lugar con mucha humedad y sin ventilación por el que habían pasado la peste y el
cólera, añejos de siglos, sí, pero, como sea, uno nunca sabe… Así que sentí
alivio cuando salimos de ahí y volvimos a las actuales calles exteriores,
siempre airosas.
Camino al cementerio Greyfriars Kirkyard, Agnes nos
habló de los ladrones de cadáveres. A inicios del siglo XIX, Edimburgo era una ciudad europea líder
en estudios de anatomía. Según la ley escocesa, los únicos cuerpos que podían
emplearse para investigación médica eran los de niños huérfanos o abandonados,
o los de quienes habían muerto en prisión o se habían suicidado. Sin embargo,
la enorme demanda resultó en una escasez del suministro legal; la falta de
suficientes cuerpos frescos llevó entonces a un incremento en el saqueo de
tumbas. Los ladrones recibían una buena suma de dinero por los cadáveres, de
modo que se convirtió en un gran negocio. Por ello, era frecuente que, a las
pocas horas de enterrar a alguien, sus restos fueran desenterrados y vendidos a
un anatomista. Mientras más fresco el cadáver, más dinero se pagaba por él.
La gente comenzó a tomar precauciones para evitar
que se robaran los cuerpos de sus seres queridos. Quienes tenían el dinero para
hacerlo pusieron rejas encima de las tumbas (estilo las que se usan aquí en México
para tratar de impedir el robo de automóviles). Otros precavidos encontraron la
forma de evitar el robo de su propio cadáver dejando indicado en su testamento
que se le entregara cierta cantidad de dinero a tal o cual familiar o conocido
para que velara su tumba durante varios días tras el enterramiento, hasta que el
cuerpo ya no estuviera lo suficientemente fresco como para que alguien quisiera
robárselo.
Agnes también nos contó que en aquella época sucedía
con frecuencia que se enterrara gente viva creyendo que estaba muerta. De hecho, los ladrones de cuerpos
descubrieron muchos de esos casos, pero cuando ya era demasiado tarde para el
pobrecito enterrado vivo.
Así pues, al temor de que el cadáver de uno fuera robado de su tumba se
sumaba el temor a ser enterrado vivo. Uno de los “sistemas” para darse cuenta
de si esto último había ocurrido consistía en colocar una pequeña campana sobre
la tumba con un cordel atado cuyo extremo opuesto se introducía en el ataúd
para que, en caso de despertar bajo tierra, el “difunto” pudiera hacer sonar la
campana y dar aviso a quien anduviera por ahí en esos momentos para que lo
sacara de ahí. Por supuesto, eran raros los casos en los que alguien alcanzaba
a escuchar el sonido de la campana, sobre todo en una ciudad que se distingue
por el constante —casi perpetuo— soplar de un fuerte
viento.
Otra de las historias que nos contó Agnes fue la de Bobby, el perrito que a
mediados del siglo XIX custodió durante muchos años la tumba de su dueño, John
Gray, un vigilante nocturno de la Policía que murió de tuberculosis. Bobby se
negó a abandonar el sepulcro, incluso en los peores climas. El cuidador y
jardinero del cementerio intentó hasta el cansancio hacer que se marchara, pero
como nunca lo consiguió, terminó construyéndole una casita al lado de la tumba
de Gray. Pronto, Bobby se convirtió en toda una celebridad, hasta que, tras
catorce años sin separarse de los restos de su dueño, murió en 1872. Afuera del
cementerio hay una estatua de él con una placa que cuenta su historia. La gente
frota su nariz porque, según dicen, es de buena suerte.
Harry Potter también tiene, de alguna manera, lugar en este cementerio, pues
al parecer J. K. Rowling, quien vivió muchos años en Edimburgo, se inspiró en
los nombres de algunas de sus tumbas para nombrar a ciertos personajes de sus
libros (a una cuadra de Greyfriars está el café The Elephant House, donde
Rowling escribió buena parte de las primeras novelas de la serie de Harry
Potter). Uno de esos nombres es el de William
McGonagall (quien murió en 1902 y es conocido como “el peor poeta del mundo”):
su apellido lo lleva una de las profesoras de Hogwarts. La más famosa es la
tumba de Thomas Riddell, quien murió en 1806. Se dice que su nombre sirvió de
inspiración para el de Tom Riddle (Lord Voldemort), lo que ha provocado que
cientos —quizá más— de fans de Harry Potter visiten la tumba y le dejen cartas al
supuesto “verdadero” Voldemort. El Ayuntamiento de la ciudad se encarga de
quitar con regularidad las cartas de la lápida con el fin de preservar la
apariencia del histórico cementerio.
Antes de concluir la visita guiada al bellísimo Greyfriars, Agnes mencionó que algunos visitantes que se han aventurado a ir por la noche aseguran haber salido de ahí con moretones y marcas de golpes en su cuerpo. El sol ya estaba por ocultarse cuando nos contó eso. Me hubiera encantado ver el cementerio de noche, pero para ese momento ya tenía mucha hambre y me interesaba más encontrar un buen lugar para cenar, así que no me quedé, pero no fue por miedo… EP
Fotografías de Arturo Benítez
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