Adelantos: Perséfone se encuentra a la Manada. El trasluz de la violación

En Adelantos les traemos fragmentos de novedades editoriales. La mitología cuenta que Perséfone, hija de Zeus y Deméter, joven de belleza sin par, fue brutalmente raptada y violada por Hades. Con el estupro, el señor del inframundo consumaba su unión y su matrimonio con ella. La violación sexual forma parte de la cultura de Occidente desde tiempos inmemoriales, tanto en su vertiente más excepcional (en tiempos de conflicto convulso) como en la cotidianidad más ordinaria del día a día.

Texto de 05/03/20

En Adelantos les traemos fragmentos de novedades editoriales. La mitología cuenta que Perséfone, hija de Zeus y Deméter, joven de belleza sin par, fue brutalmente raptada y violada por Hades. Con el estupro, el señor del inframundo consumaba su unión y su matrimonio con ella. La violación sexual forma parte de la cultura de Occidente desde tiempos inmemoriales, tanto en su vertiente más excepcional (en tiempos de conflicto convulso) como en la cotidianidad más ordinaria del día a día.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Fragmento de Perséfone se encuentra a la manada. El trasluz de la violación de Natalia Fernández Díaz-Cabal, © 2020. Cortesía otorgada bajo el permiso de la editorial Akal.

La explicación…

En realidad este ensayo ha tratado de empezar «por el principio». Y el principio está, y estará siempre, donde decidamos poner la punta del compás de la diacronía. Porque la violencia sexual, la violación, siempre ha estado ahí. Es poco lo que ha variado a lo largo del tiempo y de las civilizaciones. Por lo tanto, donde quiera que dejemos caer esa punta de compás para trazar la circunferencia y seguir su trayectoria, encontraremos el espejismo de los círculos concéntricos: la violencia es remota, arcaica, imperecedera. Y la aleación de violencia y sexo nos acompaña desde antes que lográramos descender de los árboles y abstraer lenguajes.

Mientras este ensayo va tomando cuerpo sobre el papel, en el mundo de las noticias entrecruzadas, muchas veces contaminadas de los sesgos ofrecidos por fuentes poco fiables, cómplices de la publicidad sin rubor, vendidas a intereses no siempre confesables, van transcurriendo historias que a veces desazonan, como el creciente número de casos de mujeres violadas o agredidas sexualmente de cualquier otro modo ya sea en fiestas, en locales públicos o en confesionarios. No digo confesionarios por casualidad. La Iglesia católica, mientras escribo estas líneas, ha dejado claro que dos mil años manejando un poder omnímodo e intimidante le ha permitido cometer todo tipo de desmanes con un total blindaje (y sospecho que tan solo conocemos la consabida punta del iceberg), desde la comodidad de quien se siente protegido por el mismísimo Dios y con esa tranquilidad tan católica de que la confesión pone el cuentakilómetros de la culpa en el kilómetro cero, lo que se traduce en la vuelta a la tropelía sin que la conciencia sufra descalabros. Les ampara lo divino (y también lo humano, al estar a salvo gracias a tupidas redes encubridoras) y se sienten autorizados para interpretar, al parecer de manera libérrima, el famoso «dejad que los niños se acerquen a mí».

Ascienden a más de 3.000 los casos en Alemania desde los años 40; en Irlanda se dispone de un censo más preciso en el que se calcula que desde 1914 hasta 2000 unos 35.000 menores fueron abusados por miembros del clero; en España no tenemos cifras oficiales y en verdad adolecemos de falta de conocimiento al presentarse una realidad fragmentaria y no una unidad de casos; en Estados Unidos tampoco hay datos fehacientes, pero a comienzos de los años 90 varias víctimas de los abusos sexuales cometidos por representantes de la iglesia católica deciden llevarlos a juicio. De manera más concreta, en el año 1993 había salido a la luz el caso de una mujer indemnizada con 600.000 dólares (en acuerdo extrajudicial) después de haber sido violada por un sacerdote. En aquel entonces, según la nota que publicaba France Presse el 26 de noviembre de ese año, la iglesia católica estadounidense llevaba gastados más de 500 millones de dólares para tratar de silenciar el escándalo de los abusos.

En enero de 1993 las agencias se hacían eco de la historia del exsacerdote Porter, acusado de abusar sexualmente de una menor en 1987. La denuncia sirvió para destapar otros 46 casos atribuidos al mismo individuo[1]. En diciembre de ese mismo año se hablaba de la renuncia de dos religiosos acusados «de atentar contra la moral»[2] (sic): que un abuso sexual, de la magnitud que sea, se convierta en un atentado contra la moral en un titular creo que ya es una razón más que suficiente como para detenernos en el lenguaje. ¿La moral de quién? ¿Quién compromete la moral, el abusador o el abusado? ¿O son terceros los que, desde una atalaya imaginaria, pueden juzgar lo que es moral o no serlo? Sabemos, por la inercia de las palabras, por las adherencias que traen consigo, que la moral «afectada» es la de la víctima. Por eso hay que ser algo más que críticos con esas formulaciones y responder que la única inmoralidad, y más allá de la argamasa delictiva, no la comete más que el abusador. Por fin, en el 2002 el Boston Globe inicia una serie de artículos sobre los abusos sexuales cometidos por la iglesia católica en USA, de resultas de lo cual el papa Juan Pablo II inicia una serie de reuniones con otros representantes de la iglesia.

Por cierto que en los años 90 del pasado siglo el papa Juan Pablo II no se cansaba de predicar contra los «antivalores», entre los que se incluía el aborto, y se permitió pedir a las mujeres bosnias violadas que no abortaran porque eso les hacía perpetuar el odio sobre seres inocentes. También, en esos años y en un gesto magnificente, el mismo papa afirmaba que «la mujer, como el hombre, también es una persona»[3]. ¡Qué concesión! Y pensar que habrá quien haya considerado esa declaración como un síntoma de magnanimidad y no de lo que realmente es: de la miseria humana y moral (en este caso sí: moral), de la que la propia iglesia es propulsora cuando no inventora.

Parece que lavar el agravio con dinero no ha sido suficiente: 25 años más tarde queda claro que el mar turbio acaba por devolver los cadáveres a la orilla y sacarlos a flote. En el fondo no hay dinero que pueda comprar el silencio. Lo sorprendente es que la mayoría de cualquiera de estos delitos haya prescrito. ¿Acaso prescribe el trauma, la herida permanente, la vida rota? Si eso no prescribe no debería hacerlo aquello que lo provoca.

En estos momentos, mientras este ensayo se va moldeando a fuego lento, suceden otras historias amargas a lo ancho y largo de un mundo que de amargura entiende bastante y sabe cómo promoverla. En mayo de 2016 una chica de 17 años de las favelas de Río de Janeiro terminó gravemente herida en urgencias tras haber sido violada por más de treinta hombres. Uno de ellos, según parece, su propio novio. No se sabe muy bien cómo se desarrolló; consumieron alguna substancia de esas que ensanchan o adormecen la conciencia. Pero eso es lo de menos. Porque lo único importante es que la chica solo habría consentido relaciones con su pareja. El resto, fueron violencias sobrevenidas. Y no menos valor tiene el hecho de que su propia pareja jaleara a sus pares para incitarles a penetrar a la muchacha. Y que nadie mostrara ni una duda. Al contrario: todos a punto, todos excitados, todos en estado de euforia, ajenos al dolor y a las visibles hemorragias de la víctima. Sin importar demasiado que estuviera consciente o no, que gritara o no lo hiciera.

Y esa es una de las preguntas que más me inquieta: ¿ninguno de ellos, ni siquiera por un segundo, ha vacilado, ha tenido la tentación de la piedad, ha hecho el esfuerzo mínimo de poner freno a sus congéneres? Las historias de las violaciones colectivas, que han proliferado en los medios y fuera de ellos, siempre remiten a un punto revelador sobre la condición humana: un violador solitario puede ser un enfermo o un canalla. O las dos cosas. Pero en la agresión sexual grupal siempre late algo más atávico: la necesidad de sentirse reafirmado por el grupo, reconocido, aplaudido. Es como si el ego no pudiera quedarse al margen del desmán y del daño. Tengo claro que la agresión sexual grupal ha existido desde siempre. Pero los tiempos tecnológicos le han conferido nuevos matices: la posibilidad de multiplicar el agravio en las redes sociales, hacer mofa de la víctima, humillarla de nuevo sobre el terreno aún herido de la humillación recién perpetrada… la posibilidad de que alguien contemple la hazaña. La oportunidad de tener un voyeur oculto o manifiesto que se solace con lo que haces. Ser como los demás, pero un escalón más arriba. Homogeneizarse, pero enseñando músculo. Ser todos un solo hombre. Añadir fuerza bruta a la fuerza bruta. El erotismo mezquino y oculto en el supremo gesto de dominar y someter al otro.

El caso de La Manada en nuestro país vuelve a poner un dedo pusilánime sobre esa misma vieja llaga. Tras unas noticias primeras vacilantes el foco se desplazó hacia el comportamiento de la víctima. ¿Cuál es el comportamiento de la víctima? ¿Qué pruebas irrefutables ha de presentar ante la sociedad que la mira con lupa, con desprecio y que la juzga para que pase con nota el examen de la victimización? ¿Pasear su dolor, poniéndole como precio una cifra de varios dígitos, la haría más honrosa a la gente que espera algo de una víctima? ¿No basta, acaso, con su discreción? ¿Por qué hay que emitir juicios sobre ella, sobre lo que hizo antes de ser violada –como si importara–, lo que hizo inmediatamente después, auscultar cada palabra dicha y no dicha? ¿Deja una víctima de serlo solo porque la sociedad no encuentra argumentos aprobatorios? ¿Cambia en algo el hecho fundamental del allanamiento, de la privación de la voluntad y la libertad? El grado de integridad de su himen, el volumen de su experiencia sexual, lo disoluto o no de sus costumbres… ¿atenúa la mendacidad del agresor?

Anhelo reflexión sobre todo aquello que hemos ganado supuestamente y que está dejando entrever todo aquello que, en verdad, perdimos. Haber minimizado las agresiones sexuales cometidas por desconocidos ha puesto al pairo a sus víctimas, que son muchas. Haber colocado la agresión sexual del lado de la patología tampoco ha ayudado a dignificar las imágenes y a destruir estereotipos. Además, la realidad deja palmariamente claro que no hemos conseguido liberarnos de elementos permanentes y repetitivos que atañen a la actitud, apariencia o atuendo de la víctima. Y que, además, hay una presión social, como acabamos de comentar, para que la víctima demuestre que lo es, porque, como la mujer del César, no basta con ser víctima sino que hay que parecerlo.

La dignidad es merecer vivir sin interferencias impuestas, sin contaminaciones por las expectativas ajenas. Por lo tanto llegaríamos a un tema nuclear: el respeto. Un horizonte ético que hay que señalar. Si perdemos la capacidad de identificarnos con la víctima inevitablemente nos haremos cómplices de su victimario. EP


[1] DPA, 29 de enero de 1993.

[2] Agencia France Presse, 31 de diciembre de 1993.

[3] Así se recoge en la nota de la Agencia France Presse del 19 de junio de 1995.

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