XX. Entrevista con Thomas Piketty

En esta entrevista, Hernán Gómez Bruera conversa con Thomas Piketti sobre Capital e ideología, el libro más reciente del economista francés, y de propuestas para construir sistemas más igualitarios.

Texto de 02/08/20

En esta entrevista, Hernán Gómez Bruera conversa con Thomas Piketti sobre Capital e ideología, el libro más reciente del economista francés, y de propuestas para construir sistemas más igualitarios.

Tiempo de lectura: 12 minutos

Seis años después de la publicación de El Capital en el Siglo XXI, Thomas Piketty regresa con una nueva obra: Capital e Ideología (Grano de Sal, México). A lo largo de sus 1200 páginas, el economista francés se embarca en un análisis multidisciplinario de la desigualdad en procesos históricos de distintas naciones. En esta extensa obra, que construye con un sólido andamiaje de datos, analiza las desigualdades en diferentes sociedades y distintos momentos históricos, se detiene especialmente a revisar los aspectos político-electorales que las determinan y formula una serie de propuestas para construir un sistema más igualitario.

La desigualdad plantea el economista francés no es un asunto tecnológico o económico, sino ideológico y político. A partir de esa premisa, buena parte de su obra se centra en una serie de propuestas que permitirían disminuirla. Una de sus principales tiene que ver con la progresividad fiscal, la cual se propone alcanzar a través de impuestos a la propiedad, a la herencia y al ingreso, además de otro tipo de gravámenes a la emisión de carbono de acuerdo con el tamaño de las industrias. Las tasas que Piketty propone a las herencias e ingresos elevados rondarían entre el 60 y 70% cuando sobrepasen por 10 veces el ingreso medio y hasta de un 90% cuando sobrepasen más de 100 veces el ingreso medio. El economista argumenta que un gravamen de 90% a quien tiene 1000 millones de dólares, permitiría que todavía tuviera 100 millones, cantidad bastante aceptable para tener proyectos en la vida.

Los ingresos recaudados a partir de estas contribuciones serían destinados a promover políticas redistributivas. Entre otras, Piketty propone otorgar 120 mil euros (poco más de 3 millones de pesos) a todas los jóvenes al cumplir los 25 años, como una forma de que hereden en vida y cuenten con un patrimonio para abrirse paso.

En Capital e Ideología, el economista habla también de superar el capitalismo y transitar a lo que llama “socialismo participativo”, que, en pocas palabras, consistiría en que todos puedan hacerse de un patrimonio razonable y estén en condiciones de participar en las decisiones económicas de sus respectivas comunidades. Esta forma de socialismo descansa en una muy fuerte descentralización, una circulación de la propiedad, del poder y de la educación con una fuerte dimensión internacional y transnacional. La idea de este socialismo participativo y democrático es alcanzar una forma de propiedad privada descentralizada que evite su excesiva concentración, con mecanismos eficientes para redistribuir y hacer partícipes a los asalariados en las decisiones de las empresas.

El nuevo libro de Piketty, referente de la economía contemporánea, ha dado mucho de qué hablar en un momento en el que la crisis ocasionada por el COVID-19 evidencia, aún más, el fracaso del sistema económico mundial.

“El economista argumenta que un gravamen de 90% a quien tiene 1000 millones de dólares, permitiría que todavía tuviera 100 millones, cantidad bastante aceptable para tener proyectos en la vida.”

Hernán Gómez Bruera (HGB): Algunos creen que las desigualdades son inevitables, incluso necesarias. ¿Qué les dice usted en este libro a quienes piensan así? ¿En qué casos las desigualdades son particularmente dañinas para nuestras sociedades?

Thomas Piketty (TP): Lo que les diría es que tenemos que observar la evolución de la desigualdad en las distintas sociedades a lo largo de la historia. Lo que se puede percibir al hacerlo es que existe una gran variedad de evoluciones a lo largo del tiempo. En cada periodo histórico hay distintos grupos dominantes que tratan de hacer parecer la desigualdad como si se tratara de algo natural, como si fuera la única forma posible de organización social. En realidad, esto no es lo que se observa a lo largo de la historia. Por el contrario, lo que vemos es que hay una gran diversidad de formas de organización y que estas pueden cambiar de manera muy rápida, especialmente cuando se gestan movilizaciones políticas y cambios ideológicos. 

En mi libro estudio lo que ha ocurrido en distintos países, no sólo los occidentales (me detengo, por ejemplo, en el caso de India, en las sociedades coloniales; en China, Haití y Brasil, entre otros), y trato de mostrar una serie de datos más robusta de la que utilicé en El Capital en el Siglo XXI. La conclusión resultante es que el cambio ideológico y político es el verdadero causante del nivel y la estructura de la desigualdad a lo largo del tiempo.

Yo no planteo que debamos tener una igualdad completa y perfecta, porque la gente es diferente y toma decisiones diversas a lo largo de su vida e incluso podría tener diferentes objetivos. Lo que argumento, sin embargo, es que debemos alcanzar los niveles y la estructura justa de desigualdad. Naturalmente, no pretendo ofrecer una fórmula mágica para solucionarlo. 

En el siglo XX, después de la Gran Depresión, hubo una gran transformación del sistema tributario, con el surgimiento de la progresividad fiscal, incluyendo una forma muy específica del mismo que se dio entre los años veinte y los años setenta en los Estados Unidos y que transformó por completo los niveles de desigualdad. Durante ese periodo se dio el surgimiento de los estados de bienestar y de la seguridad social. Lo que a fin de cuentas pretendo demostrar en esta obra es que, en el largo plazo, esta transformación ha llevado a la reducción de la desigualdad, en conjunto con la prosperidad económica.

El mensaje optimista que intento dar, a fin de cuentas, es que, en el largo plazo, la prosperidad económica es resultado de la reducción de la desigualdad y, particularmente, de la inversión en un sistema educativo relativamente inclusivo e igualitario. Si observamos algunos de los países más exitosos durante el siglo XX, por ejemplo, el liderazgo económico de Estados Unidos en gran medida dependía de que este país era también un líder en el terreno educativo; lo fue al menos hasta épocas recientes.

En los años cincuenta el 90% de los estadounidenses cursaba la educación media superior, en un momento en el que en Europa Occidental y en Japón ese porcentaje oscilaba entre el 20 y el 30%. Esta es la razón por la que ese país tenían niveles tan altos de productividad. Podemos ver, por tanto, que el camino a la prosperidad no estaba en la búsqueda de la desigualdad. Muy por el contrario, estaba en la búsqueda de mayores niveles de igualdad.

En los años ochenta, sin embargo, Ronald Reagan intentó cambiar la narrativa diciendo: “Bueno, Roosevelt, Kennedy y Johnson llegaron muy lejos con el Estado de Bienestar y la reducción de la desigualdad. Nosotros vamos a tener más desigualdad, más billonarios”. Se pensó a partir de entonces que eso era lo que podría generar más empleos y más innovación. Que de esta manera el ingreso de todos crecería como nunca antes y en beneficio de todos.

HGB: ¿Pero qué fue lo que vimos al final?

TP: Al final esto no fue lo que se logró. Lo que podemos atestiguar es que el crecimiento económico en los Estados Unidos se redujo a la mitad. Que entre 1990 y 2020 el país solamente creció 1.1% al año, cuando entre 1950 y 1990 había crecido a una tasa anual per cápita del 2.2%. Creo que también esa es la razón, en cierta medida, del cambio ideológico que estamos viendo hoy en los Estados Unidos. Con el surgimiento del nacionalismo, del lado de Donald Trump se está intentando encontrar una nueva narrativa y una nueva explicación de las razones por las que la clase media estadounidense o los sectores económicos ubicados más abajo no se beneficiaron del crecimiento que les prometió Reagan. Es por eso que se buscan todo tipo de explicaciones. Ustedes lo saben bien en México, donde Trump está intentando culpar a los trabajadores mexicanos, a China, a Europa y al resto del mundo de todos los problemas. 

Las sociedades intentan reaccionar a los nuevos desafíos que perciben para cambiar sus visiones sobre la organización de la economía. A través de mi trabajo lo que intento hacer es proporcionar a los lectores un sentido amplio de las trayectorias históricas para que puedan formarse su propio criterio en el futuro. Para mí el enemigo más grande siempre es el nacionalismo, particularmente el nacionalismo intelectual que vuelve a las naciones reacias a compararse con otros países.

HGB: En su libro usted explica cómo Suecia fue por mucho tiempo un país extremadamente desigual. Sin embargo, las movilizaciones políticas transformaron el destino de esa nación. Hoy en día México es una de las naciones más desiguales en el mundo. ¿Cuáles son los mayores cambios que deberíamos experimentar para transformar este escenario y qué podemos aprender de la experiencia sueca?

TP: Es una buena pregunta y me temo que no sé lo suficiente sobre México para dar una respuesta completa. La buena noticia para México, y para el mundo en general, es que ningún país está destinado a tener altos niveles de desigualdad, evidentemente tampoco de igualdad. Como lo dije antes, las cosas pueden cambiar muy rápido a través de la movilización política, pero también si somos capaces de aprender de la experiencia de otros países.

El caso de Suecia del cual no sabía tanto antes de iniciar la investigación para este libro es particularmente llamativo. En la actualidad tendemos a ver a esa nación como si viviera en una permanente equidad. Sin embargo, hasta 1911 este era uno de los países más desiguales de Europa y tenía un sofisticado sistema electoral, donde los votos se contaban a partir de la riqueza de las personas. En elecciones municipales entre 1865 y 1911, 80% de la población no podía votar, mientras que el otro 20% representado por hombres adinerados y dueños de propiedades votaban de acuerdo con su lugar en la escala social. Su voto valía entre uno y 100 dependiendo del tamaño de su propiedad. En varios municipios una sola persona podía aglutinar el 50% de la riqueza, e incluso las corporaciones tenían el derecho a votar en elecciones municipales. Un sistema político así sería el sueño de un multimillonario hoy. Sin embargo, los multimillonarios no pueden plantear directamente una cosa así, por eso buscan otras formas de influir en el sistema político, como puede ser el financiamiento a partidos políticos o las fundaciones. 

En fin, así eran las cosas en Suecia hasta 1911, hasta que una gran movilización política de la clase trabajadora, de los sindicatos y de los partidos socialdemócratas permitió cambiar la situación. Ahí hay una lección para México, pero también creo que para muchos otros países. Hubo un equilibrio entre una suerte de movilización de abajo hacia arriba, realizada por los sindicatos y las asociaciones de trabajadores, junto con una movilización político-electoral que permitió transformar el sistema económico. 

En Suecia fue posible impulsar un programa muy ambicioso para construir servicios públicos universales en materia de educación, salud y finanzas; un gran sistema de recaudación de impuestos al ingreso y a la riqueza, así como más derechos laborales en las empresas, algo que ya había en Suecia y también en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. Esto se dio en un contexto en el que las élites habían sido bastante desacreditadas por la guerra y la clase trabajadora se encontraba en una buena posición para pedir cambios sustantivos.

El hecho es que, tanto en grandes empresas de Suecia y Alemania, como en muchos países nórdicos en Europa, los trabajadores conquistaron un derecho, que aún conservan, a tener hasta un 50% de los votos en las decisiones de las mesas directivas sin necesidad de aportar capital a la compañía, y sólo por el hecho de ser trabajadores de la misma. En Suecia, además, los trabajadores poseen entre el 10 y el 20% de las acciones de la compañía y los gobiernos locales tiene entre el 10 y el 20% (o a veces hasta la mitad), lo que significa que pueden modificar la mayoría y tomar el control de la mesa directiva de la compañía, aun cuando existan accionistas que posean el 70 u 80% del capital de la empresa. Esta es una gran transformación de la propia noción de propiedad privada basada en la premisa: “una acción, un voto”.

Lo interesante es que este sistema ha sido utilizado en Alemania, Suecia y Noruega desde los años cincuenta, por más de medio siglo, y ha sido muy exitoso al incentivar un mayor involucramiento de los trabajadores en las estrategias de largo plazo desplegadas por las distintas compañías. Eso, sin embargo, no se extendió a otros países. No se ha ampliado a México hasta ahora, aunque considero que podría ampliarse a este país. No fue llevado a los Estados Unidos, al Reino Unido o a Francia porque, de alguna manera, los accionistas lograron resistir la presión y también porque entre ciudadanos, trabajadores, sindicatos y dirigentes de partidos políticos no se diseminó la idea de que algo semejante pudiera realizarse. 

Para promover transformaciones semejantes no se necesita que todo el mundo lo haga. No hace falta pedirle permiso a la Unión Europea o a las Naciones Unidas. ¿Por qué no sucedió esto en otros países? Creo que el balance de poder era distinto, pero también porque, como lo decía antes, el nacionalismo intelectual muy a menudo nos hace desconocer lo que han realizado otros países. 

“Yo no planteo que debamos tener una igualdad completa y perfecta, porque la gente es diferente y toma decisiones diversas a lo largo de su vida e incluso podría tener diferentes objetivos. Lo que argumento, sin embargo, es que debemos alcanzar los niveles y la estructura justa de desigualdad. Naturalmente, no pretendo ofrecer una fórmula mágica para solucionarlo.”

HGB: Otro ejemplo que usted menciona en su libro es el de Brasil, donde plantea que el avance del Partido de los Trabajadores, el partido de Lula, fue moderado en temas como la reforma fiscal. La obra explica que la política social implementada por este partido fue principalmente a expensas de la clase media, no de los más adinerados, pues estos realmente no pagaron más impuestos. Usted argumenta que esto tuvo que ver con el contexto internacional. Sin embargo, el PT no tuvo mayoría en el congreso. En México la situación es diferente. Aquí la izquierda tiene una mayoría parlamentaria que no había tenido ninguna otra fuerza política desde la transición a la democracia. A pesar de ello, la reforma fiscal no está realmente en la agenda. ¿Diría usted que este gobierno es, de alguna manera, ideológicamente débil, para utilizar sus propias palabras?

TP: No me toca a mí opinar quién es ideológicamente débil o fuerte. Déjeme simplemente decir que, en el caso de Brasil, es claro que la estructura institucional de ese país, y el hecho de que el PT jamás tuvo mayoría parlamentaria, representó una gran limitación. En mi libro abordo esta interacción entre reforma económica y política. El PT no tenían las mejores instituciones. Lula fue reelecto con más del 60% de la votación en las elecciones presidenciales, lo que en muchos otros países habría sido más que suficiente para tener mayoría de escaños. Sin embargo, por la manera en que está organizado el sistema electoral brasileño, es muy difícil, si no imposible, alcanzar una mayoría. 

No estoy diciendo que los cambios sean simples. Lo que estoy diciendo es que en varios países han sido posibles. En Francia, por ejemplo, luego de la Segunda Guerra Mundial se logró eliminar el poder de veto que tenía el Senado, el cual no era electo por el voto popular. Eso finalmente permitió aprobar un sistema de seguridad social y una tributación progresiva. De ahí que sea importante analizar los distintos escenarios institucionales. 

En el caso de México, aunque no sé mucho sobre el contexto, diré simplemente que una de las particularidades del país es la existencia de un Estado centralizado relativamente débil. Es decir, el total de la recaudación fiscal que capta el gobierno central en su país es limitada. Además, la capacidad de transparentar los ingresos es reducida, de la misma forma que la capacidad estatal para evitar la concentración de la riqueza y la propiedad. 

¿Cómo se logra salir de esto? No hay una respuesta simple. Indudablemente hay una gran diferencia con el caso de Suecia que discutíamos antes. Incluso a principios del siglo XX el Estado sueco tenía una gran capacidad y un gran conocimiento sobre la propiedad y la concentración de la riqueza. Eso eventualmente fue una ventaja porque, aunque inicialmente se utilizó para proteger los derechos políticos de los ricos, eventualmente aquella capacidad estatal se pudo poner al servicio de un proyecto político distinto.

En el caso de México, la capacidad del Estado es limitada, por una serie de razones históricas, como el tamaño del país; la influencia del narcotráfico; y el crecimiento demográfico de los últimos 100 años, el cual torna más complicada la inversión en infraestructura y servicios públicos que en países con menor población como fue el caso de Francia durante el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX. Hay muchas particularidades, pero no cabe duda de que construir un sistema tributario más equilibrado y una mejor capacidad para conocer la concentración de la riqueza, la propiedad y el ingreso son factores muy importantes.

HGB: En su libro se formulan algunas propuestas muy interesantes para crear un sistema fiscal más progresivo. Parece que a usted le gustan mucho los impuestos porque propone impuestos a la propiedad, a la renta, a las herencias, e incluso a las emisiones de carbono. ¿Cuál sería el propósito de todos estos impuestos?

TP: Históricamente, el crecimiento de los países europeos, incluso también de los Estados Unidos, vino del poder centralizado del Estado y de la recaudación de impuestos que permitieron invertir en educación, salud e infraestructura pública. Ciertamente, los impuestos a veces son usados para declarar la guerra, financiar gastos que no son útiles para promover la prosperidad económica o el crecimiento. Sin embargo, si los impuestos se utilizan bien pueden ser una parte importante de un camino al desarrollo más exitoso.

México no se va a convertir en Suecia en un día, pero, ¿cómo moverse en esa dirección? El proceso no es el mismo ni hace falta imitar a Suecia, cada país debe seguir su propio camino. Sin embargo, una lección importante es la necesidad de alcanzar un balance en los impuestos a la renta y a la riqueza. La renta es el total de ingresos que se percibe al año, mientras que la riqueza es el total de las propiedades y bienes que se poseen. Históricamente, en el siglo XIX los impuestos se enfocaron en la propiedad mucho más que en la renta tanto en Europa como en los Estados Unidos. Durante el Siglo XX, en cambio, el impuesto sobre la renta se volvió más importante. En el siglo XXI tenemos que enfocarnos en el impuesto a la riqueza mucho más que en las décadas recientes.

Hay dos razones de ello: primero, si no tienes un registro apropiado de propiedad de bienes y capital resulta muy complicado tener un sistema fiscal adecuado. Típicamente, cuando se tiene un sector informal muy grande como ocurre en países como México, donde hay pequeñas empresas, tiendas o negocios que no están registrados ante la autoridad y no se sabe quién posee determinado comercio o propiedad, es imposible esperar que vayan a pagar el impuesto sobre la renta o que se pueda construir un sistema de recaudación tributaria más sofisticado. 

El pago de impuestos, incluso a una tasa de impuesto a la propiedad baja, ha sido históricamente muy importante en todos los países desarrollados para al menos tener la capacidad de conocer lo que posee cada quién en el país. Si no se sabe lo que cada quien tiene, no hay mucho que se pueda hacer para desarrollar un sistema de recaudación tributaria medianamente adecuado. Una vez que lo sabes ya puedes crear un sistema de recaudación del impuesto sobre la renta más sólido.

El problema en México y otros países del mundo es que han intentado apresurarse a cobrar impuestos sobre la renta, sin antes contar con un sistema apropiado de impuestos a la propiedad y un registro de la riqueza. Esto es fundamental a la hora de preguntarse cómo desarrollar un sistema de recaudación tributaria sostenible, junto a un nuevo impuesto al carbón donde sería necesario encontrar un equilibrio entre eficiencia e igualdad, pues de otra manera será rechazado. 

En general, esta es una lección general para todos los impuestos. Se tiene que construir cierto sentido de justicia, cierto consenso sobre la justicia social y económica si quieres inspirar confianza en tu Estado y en el proceso de desarrollo económico debe haber progresividad en los impuestos. En un país como México el proceso debe ser muy gradual, no pueda realizarse en un día, pero hay que ir en esa dirección. EP

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