Unas elecciones sin progresismo

El progresismo mexicano, marcado por su importación elitista de ideas y su desconexión con las mayorías, enfrenta una crisis ante el auge del populismo y la ultraderecha. La pandemia y el obradorismo profundizan esta crisis, abriendo paso a una pugna electoral entre fuerzas “conservadoras en lo social”.

Texto de 17/04/24

El progresismo mexicano, marcado por su importación elitista de ideas y su desconexión con las mayorías, enfrenta una crisis ante el auge del populismo y la ultraderecha. La pandemia y el obradorismo profundizan esta crisis, abriendo paso a una pugna electoral entre fuerzas “conservadoras en lo social”.

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El auge del populismo y la reinvención de la ultraderecha nos invitan a reflexionar sobre el destino de lo que solemos llamar progresismo. El grupo de ideologías que abarca este paraguas —cuyo único rasgo común probablemente sea sostenerse en valores del posmaterialismo— no solamente se halla en la mira de la nueva ultraderecha, sino que fue abandonado o abiertamente defenestrado por la izquierda mexicana. Visto a la distancia, el progresismo como lo entendemos en México ha pasado de ser un extraño compañero de viaje de la izquierda programática a ser una franquicia hostil hacia la gente común, a ser un discurso antipopular. Si alguna vez estuvo en la boleta, hoy parece que el progresismo no estará en las elecciones de este año.

¿De qué hablamos cuando decimos “progresismo”?

“Progresismo” es un mote que ha sido usado para describir una amplia variedad de ideas. Es una palabra que a menudo se usa de forma liberal para referirse al reformismo social en general, mientras que las y los historiadores probablemente prefieren reservarlo para hablar de la primera ola de activismo social estadounidense de principios del siglo XX. Al igual que en varios países occidentales, en México el progresismo denota una asociación con la agenda política de movimientos identitarios y posmateriales como el feminismo, la lucha por los derechos de la diversidad sexual, la lucha contra el racismo, el ecologismo y sus variantes, así como un recatado entusiasmo por la reforma fiscal.

Ahora bien, pese a que muchos movimientos, contextos y actitudes pueden ser progresistas, actualmente en México usamos la palabra “progresismo” o su apócope “progre” para referirnos a una forma específica e históricamente delimitada de este grupo de posturas político-ideológicas y prácticas: al discurso de la colonia del movimiento Woke estadounidense y a sus representantes mediáticos. Aunque originalmente este movimiento fue iniciado por las personas racializadas por su fenotipo negro en Estados Unidos a mediados del siglo XX, al igual que con la palabra “progresismo”, hoy se usa “woke” para referirse a un discurso y práctica que está en boga específicamente desde comienzos de este siglo. En este milenio y contexto, lo woke se asocia con dos cosas: con las posturas ultraliberales en términos de política pública como la terapia de reafirmación de la identidad de género en menores de edad, así como con la teatralización de los valores subyacentes a esta visión del progresismo mediante manifestaciones dramáticas como la “cultura” de la cancelación y arrodillarse cuando suena el himno de Estados Unidos —de moda en 2016—, entre otras.

Esta interpretación, contextualización y teatralización de cierta parte de la agenda progresista estadounidense llega a nuestro país por efecto de la aculturación de cierta porción de la élite mexicana que está socialmente próxima o se educa en el mundo anglosajón, especialmente en Estados Unidos. Esta importación se acentúa por el impulso que los servicios de streaming ha dado al consumo de la cultura política estadounidense contemporánea en las ciudades mexicanas. Consecuentemente, con “progresismo” y “progres” nos referimos no solamente a una interpretación específica e históricamente localizada de ciertos valores progresistas, sino que en el caso de México hablamos, en términos prácticos, de una clase social que comparte muchos rasgos que van más allá de consumir la producción política de Estados Unidos.

“Yo estaba contra la homofobia antes de que fuera trendy”, una playera que diga

Hacer hincapié en el carácter importado de lo “progre” es necesario considerando que la sociedad mexicana nunca ha sido ajena a las causas progresistas; es decir, los wokes mexicanos no llenaron una parcela política y civilizatoria vacante, sino que importaron una forma de algo que ya existía en México para usarlo como símbolo de estatus. En el país, las luchas identitarias son incluso precolombinas, como la resistencia totonaca a la asimilación cultural del imperio mexica; la diversidad sexual ha encontrado formas de sublevarse y florecer en espacios tan variados como el istmo de Tehuantepec o el bar El Nueve en la Ciudad de México; defender el medio ambiente sigue siendo una de las vocaciones más peligrosas en México debido al contubernio entre crimen organizado y subsidiarias transnacionales.

“Hacer hincapié en el carácter importado de lo “progre” es necesario considerando que la sociedad mexicana nunca ha sido ajena a las causas progresistas”.

Esas expresiones de libertad, dignidad y, en algunos casos, de justicia social se han desarrollado de forma intermitente y local a ratos, pero también han estado imbuidas de la influencia de ideas, personas y costumbres de todo el mundo. Es decir, no son luchas que le pertenezcan a algún país o cultura o que se las pueda tildar de menos o más puras, o de menos o más legítimas. Sin embargo, la interpretación de estas ideas que una clase social específica ha importado de otro contexto es notable en tanto que ese carácter simbólico ha facilitado que sus antiguos(as) aliados(as) de izquierda le extirpen de forma quirúrgica de su discurso y plataformas políticas, lo que no solamente han podido hacer sin perder intención de voto, sino incluso con miras a abarcar a cierta porción más conservadora del electorado mexicano. 

La civilización negada es más grande de lo que pensábamos 

Como muchas importaciones, el progresismo mexicano de principios de siglo deja fuera de su óptica muchas de las luchas domésticas, su configuración social y sus protagonistas: es un discurso que suele ser incorporado como símbolo de estatus, como una especie de lengua franca que posibilita el intercambio simbólico con la élite cultural mexicana que reside en algunos terrenos globalizados de las ciudades grandes. No es un misterio que hay poca gente más woke que quienes se sienten obligados(as) a demostrar que ya dejaron atrás un cierto origen provincial, sea dentro o fuera de México. Como todo discurso u objeto que adquiere la característica de ser una prenda de clase, esto ha hecho que el progresismo y su repertorio de acción colectiva —como cancelar o “funar” como se dice ahora— se transformen en un criterio de distinción entre gente que, supuestamente, debe dirigir la conversación pública y gente que sólo debe callar. Al ser este progresismo un símbolo de estatus y algo que se adquiere por medios que no posee el 90% de la población, este discurso y su ejecución se instituyeron como algo abierta y agresivamente antipopular. Así, el progresismo se convirtió en los últimos años en otra más de las formas de negar la civilización del famoso México profundo que describió Guillermo Bonfil. Si bien podría argumentarse que el progresismo puede ser impopular por buenas razones —considerando, por ejemplo, que el México profundo tiene su buena dosis de antivalores machistas, patriarcales, homofóbicos, etcétera—, tendríamos que referirnos entonces al progresismo que sí se ha cruzado con ese México, no a la versión gentrificada, mediática y whitexican a la que me refiero en este artículo. 

“…el progresismo mexicano de principios de siglo deja fuera de su óptica muchas de las luchas domésticas, su configuración social y sus protagonistas: es un discurso que suele ser incorporado como símbolo de estatus”.

No es nuevo que, además de dividir el mundo social entre “civilizades” y gente “retrógrada”, esta configuración de progresismo intentó alejar convenientemente la atención política de las luchas materiales, de que la principal y más lesiva división que aún existe en el mundo es entre pobres y ricos, entre quienes poseen los medios de producción e influencia política y quienes son fustigados(as) por no trabajar lo suficiente para poder comprar cosas que no necesitan. Este intento se vio frustrado por la irrupción del populismo en todo el mundo, algo que desde un punto de vista politológico podría adjudicarse a que las instituciones del Estado liberal “ya no resuelven”, como se dice ahora. Sin embargo, el golpe de gracia al progresismo se lo dio la pandemia de Covid-19, pues puso de relieve de forma brutal dos realidades: que los trabajadores manuales, aunque sean hombres blancos, resienten las desgracias económicas por partida doble y que la lucha por sobrevivir no es una realidad superada para la mayoría de nosotros(as).

La estrepitosa caída del progresismo en su versión woke, lamentablemente, se debe en gran medida al auge de populismos agresivamente ultraderechistas, no sólo conservadores o libertarios “a secas”, los que recogieron la bandera de la justicia económica que la izquierda contemporánea dejó caer para que no la tildaran de radical y poder presentarse a las elecciones con plataformas amigables con el capital. Esta tibieza culminó en una percepción compartida por amplios sectores de la población: la idea de que se han descuidado los intereses de la mayoría por atender los intereses de las minorías. Este concepto pasa por el tamiz de la calidad de los servicios públicos: aunque se trate de una falacia total —los recursos destinados a atender las causas posmateriales son insignificantes en comparación con el tamaño del erario—, vivir en países de América Latina con infraestructura decadente y servicios educativos y de salud de mala calidad facilita hacer esta asociación cuando no se conoce cómo se gasta el dinero público. Sea o no un espejismo, esta percepción ha ocasionado que el progresismo se haya vuelto un lugar electoralmente incómodo no sólo para sus adversarios “tradicionales”, sino también para quienes antaño fueron sus aliados(as).

El giro a la derecha en México y el mundo

Hace algunos años estaba de moda discutir sobre las frágiles conclusiones del Latinobarómetro sobre que las y los mexicanos valoraban más la estabilidad económica que la democracia. En aquel entonces las y los estudiantes de ciencia política de primer semestre estaban alarmados(as) por la posible caída de la joven democracia mexicana, algo que se antojaba inimaginable en el Estados Unidos de Barack Obama. Sin embargo, las investigaciones más recientes sobre la cultura política estadounidense resaltan que en 2024 la ciudadanía de ese país también prefiere un régimen iliberal que pasarla mal en términos económicos (Piazza, 2024). No todos ni todas, claro, y esa clase de conclusiones son infalsables cuando la gran mayoría de la población no ha tenido la horrible experiencia de vivir en regímenes autoritarios. Sin embargo, como pasó con el progresismo woke, sus adversarios estadounidenses también cuentan con los recursos para amplificar su mensaje. No olvidemos la efusiva reunión de Trump con Milei o que casi a diario Elon Musk amplifica mensajes de redes como End Wokeness.

En el caso de México, el obradorato es la manifestación más escandalosa de la decisión que tomó la izquierda —o AMLO, para tal efecto— de defenestrar el progresismo casi por completo. No sólo son prueba de ello las constantes descalificaciones del presidente a feministas, ambientalistas o personas transgénero, sino también la timidez con la que la actual candidata por Morena a gobernar la Ciudad de México, Clara Brugada, ha gestionado la relación con colectivos como LGBTI+. Mientras que en la campaña de 2018 Claudia Sheinbaum ofreció casi desde el primer día programas exclusivos y clínicas para mujeres y personas sexoafectivamente diversas, Brugada apenas ha hecho un guiño al habilitar “enlaces” de bajo perfil con algunas comunidades —con la clara excepción de las feministas—.

Unas elecciones como en 1970

En los 70 no había elecciones reales, lo sé. Pero si hubiesen existido, se parecerían algo a lo que vamos a votar en 2024. La elección de 1976, por ejemplo, habría tenido brochazos de feminismo debido a que es un movimiento que en México es más antiguo que la Constitución vigente y, tal vez, al impulso de la Primera Conferencia Mundial de la ONU sobre la Mujer, que hospedó la siempre vanguardista Ciudad de México en 1975. Sin embargo, la contienda se hubiera dado en el campo de la política económica, entre una fuerza hegemónica estatista y una oposición leal económicamente liberal —asumimos que en ese universo el PAN no entró en crisis en 1975—. Tal vez lo único que entonces sería sustancialmente diferente es que las y los mexicanos aún no hubieran estado expuestos al liberalismo económico más serio y que hoy se disputan la presidencia entre dos mujeres. Sin embargo, el partido hegemónico se habría presentado como algo parecido a lo que hoy es Morena: como un partido de liderazgos locales organizado en torno a una agenda conservadora, familista y estatista de gobierno que hubiese dejado espacio para las luchas sociales sólo a modo de silencios en los posicionamientos, como escribe Massimo Modonesi (2018) sobre lo que llama el “progresismo tardío” del obradorato. El contrincante hubiese sido muy parecido a lo que es hoy, pues la democracia cristiana evoluciona por aproximaciones sucesivas.

“…en las elecciones que están por venir, la disputa programática e ideológica estará bastante lejos de los valores del progresismo o de los desacuerdos por los derechos individuales”.

Aunque el lector o lectora no compre mi ejercicio contrafactual, sirva para ilustrar el punto central de este artículo y su conclusión: en las elecciones que están por venir, la disputa programática e ideológica estará bastante lejos de los valores del progresismo o de los desacuerdos por los derechos individuales. Experimentaremos, tal vez por primera vez, una pugna entre dos fuerzas políticas “conservadoras en lo social”, una que logró reposicionarse como representante de las mayorías —aunque irónicamente les haya destinado menos recursos—, y otra que está transitando el mismo camino que siguió la izquierda a principios de siglo y que casi le cuesta su extinción: el de la tibieza. EP

Referencias

Modonesi, M. (2018, agosto 2). México: El gobierno progresista «tardío» Alcances y límites de la victoria de AMLO. Nueva Sociedad | Democracia y política en América Latina. https://nuso.org/articulo/mexico-el-gobierno-progresista-tardio/

Piazza, J. A. (2024). Populism and Support for Political Violence in the United States: Assessing the Role of Grievances, Distrust of Political Institutions, Social Change Threat, and Political Illiberalism. Political Research Quarterly, 77(1), 152–166. https://doi.org/10.1177/10659129231198248

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