El autor reflexiona sobre los factores que han generado el aumento de la violencia en el país a partir de 2008 y sobre la necesidad de plantear estrategias para frenarla.
Trayectorias de violencia y enrolamiento criminal juvenil en México
El autor reflexiona sobre los factores que han generado el aumento de la violencia en el país a partir de 2008 y sobre la necesidad de plantear estrategias para frenarla.
Texto de Cristian Márquez Romo 22/06/20
El año 2008 representa en México el inicio de un ciclo de violencia letal sin precedentes que llega hasta la actualidad, arrojando niveles nunca antes vistos desde que existen cifras. Entre 2007 y 2011, todas las entidades federativas –con excepción de Campeche– aumentaron sus niveles de violencia, con una variación de entre 50 y 100 por ciento (Puebla, Querétaro, Estado de México), más de 100 y hasta 300 por ciento (Morelos, Jalisco, Guanajuato), y entre 400 y más de 700 por ciento (Nuevo León, Coahuila, Chihuahua).
Por el contrario, el año 2007 representa el fin de un proceso en el que el país alcanzó un mínimo histórico en la tasa de homicidios, luego de una disminución sostenida que inicia por lo menos a partir de 1992. Como señala Fernando Escalante, entre 1992 y 2007 la tasa nacional disminuyó de manera sistemática, en una evolución que podría explicarse en buena medida a partir de factores estructurales, provocando que entre 2002 y 2007 México arrojara tasas ‘‘no epidémicas’’ de violencia letal (menos de 10 por cada 100 mil habitantes) y alcanzando un mínimo histórico de 8.1 en 2007. Sin embargo, a partir de 2008 la tasa nacional aumentó de manera consecutiva durante los siguientes tres años, triplicándose y llegando a un primer máximo histórico de 23.5 por cada 100 mil habitantes en 2011.
De acuerdo con las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNP), el año 2019 podría representar un nuevo máximo histórico en la tasa nacional de homicidios. Se trataría del cuarto en menos de una década (2011, 2017, 2018, 2019). No obstante, si recurrimos a las cifras definitivas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) –que son más precisas–, solo es posible observar la evolución nacional de la tasa hasta 2018. Actualizadas por última vez el 31 de octubre de 2019, estos datos muestran cómo 2018 representó nuevamente un máximo histórico con 36 685 muertes en números absolutos. Para el año 2019, estas cifras están disponibles solo para el primer semestre y revelan –de manera preliminar– que los niveles de violencia entre enero y junio de 2019 fueron muy parecidos a los de 2018. Nuevamente, esta evolución ilustra la vigencia de una frase escrita por Ana Laura Magaloni en 2011: ‘‘Estamos ante una violencia que no entendemos bien de qué está hecha ni cómo frenarla’’.
Difícilmente existirá un consenso sobre qué factores explican el aumento de la violencia a partir de 2008 en el país. Como sintetiza Raúl Zepeda, algunas de las tesis más aceptadas son por lo menos siete: 1) acción gubernamental, 2) conflicto criminal, 3) descoordinación intergubernamental, 4) debilidad estatal, 5) influencia externa, 6) trasfondo socioeconómico, 7) guerra criminal contra el Estado. Grosso modo, estas explicaciones analizan desde la implementación de operativos conjuntos policíaco-militares y el descabezamiento de líderes criminales, hasta la influencia del conflicto partidista y la politización de las políticas de seguridad. La única conclusión posible es que se trata de una combinación de factores coyunturales y estructurales, tanto de orden económico, político, social, internacional y geográfico-espacial. Una ‘‘tormenta perfecta’’, dice Alejandro Hope.
Visto en retrospectiva, podríamos distinguir por lo menos dos ciclos de violencia a nivel nacional: un primer ciclo de disminución, entre 1992 y 2007; y otro de aumento, entre 2008 y 2018. Al mismo tiempo, al desagregar las cifras, tomando como unidad de análisis a las entidades federativas, es posible observar diversas trayectorias de violencia a nivel estatal. Entre 2008 y 2011, por ejemplo, todas las entidades federativas aumentaron de manera simultánea –pero en distinta medida– sus niveles de violencia. Esto refleja un fenómeno que, como apunta Claudio Lomnitz, propició el florecimiento de la etnografía a inicios del siglo XX: ‘‘dos efectos idénticos pueden ser resultado de dos causas totalmente distintas’’. Por último, entre 2011 y 2014, la tasa nacional experimentó un periodo de disminución y las entidades tomaron trayectorias distintas: algunas experimentaron un aumento vertiginoso seguido por una caída igualmente vertiginosa; otras registraron un incremento sostenido en ambos periodos; otras un incremento repentino y una ligera disminución, que no fue lo suficientemente fuerte para compensar el aumento.
Estas cifras reflejan la importante asimetría y heterogeneidad de la violencia en el país. Sin embargo, la volatilidad de estos cambios, difíciles de predecir, contrastan con un patrón que, de manera sistemática, se repite año tras año: la concentración de estas muertes en el rango de edad de entre 20 y 34 años. Pese a que no existe un consenso claro sobre cuáles han sido la causas generales del aumento de la violencia ni su interacción, este patrón propicia inevitablemente la siguiente pregunta: ¿qué sabemos sobre las bases de este conflicto? ¿Quiénes participan en él?
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¿Existe un perfil sociológico de lo que se ha llamado ‘‘el ejército de reserva del crimen organizado’’? Algunos autores llaman la atención sobre una observación que podría parecer de sentido común, a partir de la tesis que aborda el trasfondo socioeconómico: antes del inicio de la espiral de violencia que comienza en 2008, algunos factores ya estaban presentes. En otras palabras, para que se diera esta ‘‘tormenta perfecta’’, algunas condiciones previas fueron necesarias, tales como la existencia de determinadas zonas de producción de drogas o territorios específicos con mayores niveles de desigualdad socioeconómica. Esto ha contribuido a arrojar luz sobre la existencia de un perfil juvenil que podría estar conformando el ejército actual y de futura reserva del crimen organizado. Como muestran Guillermo Trejo y Sandra Ley, la transición en las formas de regulación de la violencia a nivel subnacional tras el proceso de democratización provocó que los grupos del crimen organizado perdieran protección oficial, y esto propició que buscaran reclutar ejércitos privados tanto para su protección –del Estado y de grupos rivales–, como para controlar territorio.
¿En qué contexto y través de qué mecanismos podrían estar siendo reclutados los jóvenes? Pese a que profundizar en las causas por las cuales los jóvenes deciden enrolarse en el crimen organizado es una tarea de enorme complejidad, existen ciertas pistas que permiten esbozar un perfil juvenil con determinadas características que podría contribuir a comprender cómo y por qué una y otra vez la mayor cantidad de muertes tiende a concentrarse en los rangos de edad que corresponden a este grupo. En términos generales, como apunta Raúl Zepeda, los datos muestran cómo suele tratarse en su mayoría de hombres jóvenes, con baja escolaridad y nivel socioeconómico, así como de determinadas regiones del país. Contrario a la ‘‘idea social de la vagancia’’ –según la cual los jóvenes que forman parte de los grupos criminales son ‘‘ninis’’–, los datos sugieren que se trata en la mayoría de los casos de jóvenes con trabajos precarios, desmitificando la idea de que solo aquellos jóvenes que no tenían otra opción decidieron unirse a las filas del crimen organizado. Por consiguiente, pese a que los niveles de barbarización de la violencia en los que han derivado los altos niveles de criminalidad en los últimos años han contribuido a que la opinión pública tienda a concebir la violencia como un acto fundamentalmente irracional, esto respalda la idea de que en realidad los jóvenes podrían estar haciendo una serie de cálculos racionales antes de unirse a los grupos delincuenciales.
Por otro lado, algunos autores han documentado, principalmente a partir de trabajos periodísticos, que muchos de los jóvenes que han participado en este conflicto están siendo obligados a hacerlo. En distintos trabajos, Darwin Franco sostiene que en México existen determinados territorios en el país en los cuales existen zonas de reclutamiento forzado. Este reclutamiento que se traduce en desapariciones forzadas como parte de un fenómeno, no sucede necesariamente porque las personas desaparecidas tengan vinculación con el crimen organizado, sino porque este último es equiparable a una empresa transnacional que requiere mano de obra para generar ingresos y mantener su maquinaria en funcionamiento. La desaparición sería, en este caso, una consecuencia y no una condición de un acto delictivo. La diversificación de actividades ilícitas de estas organizaciones requiere de fuerza laboral para el control de delitos que van desde el trasiego de drogas y la extracción de minerales, hasta la explotación sexual y las labores de sicariato dentro de los territorios dominados por la organización. A finales de 2018, Alfonso Durazo afirmó que se calcula que alrededor de 460 mil niños y adolescentes trabajaban activamente con organizaciones criminales en México, y de acuerdo con las últimas cifras de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas, se calcula que a la fecha hay más de 60 mil personas desaparecidas.
Frente a las limitaciones de la información estadística disponible, además de fomentar la construcción de bases de datos confiables, falta profundizar en el conocimiento de este fenómeno a partir de investigaciones que recurran a aproximaciones metodológicas que incorporen un análisis de la experiencia de los victimarios. Trabajos como La muerte es un negocio. Miradas cercanas a la violencia criminal en América Latina, publicado recientemente y coordinado por Laura Atuesta y Javier Treviño –en el que se busca comprender cómo ciudadanos ordinarios pueden llegar a normalizar el cometer actos de violencia criminal como un oficio en Colombia, México y Perú– son un ejemplo de ello. Más que un mero acercamiento, estos ejercicios contribuyen a arrojar luz sobre las principales motivaciones que propician que este perfil juvenil decida sistemáticamente unirse a los ejércitos criminales, desde aquellas vinculadas a la esfera de lo económico –consumo, ingresos–, lo simbólico –prestigio, reconocimiento– o lo social –poder, pertenencia–. En suma, resulta necesario profundizar en las formas de reclutamiento juvenil en un mercado millonario como es el del fentanilo, la cocaína o las metanfetaminas, en un país que comparte frontera con el mayor consumidor de drogas del mundo, que pertenece al 25 por ciento de los países con mayores niveles de desigualdad, que cuenta con uno de los salarios mínimos más bajos a nivel global y que se ha visto expuesto en los últimos años a los mayores niveles de violencia y conflictividad de su historia reciente.
Como señala Fernando Escalante, ‘‘el hecho político básico del siglo XXI en México es eso que llamamos ‘el crimen organizado’ ’’. Para poner fin a este lacerante conflicto resulta necesario comprender sus bases, de qué está hecho, quiénes participan en él, pero además (y, tal vez, sobre todo), reconocer la necesidad de pensar en estrategias no solo de desmovilización, sino de reinserción para aquellos que han participado en el mismo. EP
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